Abajo, él hizo lo que hacía siempre. Cruzó el césped y se dirigió hacia los árboles y el sendero que había detrás.
Pero esa mañana, Ruth vio algo más. En cuanto Guy llegó a los olmos, una figura imprecisa apareció de detrás de los árboles y empezó a seguir a su hermano.
Delante de él, Guy Brouard vio que las luces de la casita de los Duffy, una estructura acogedora de piedra que, en parte, estaba construida en el muro que limitaba la finca, ya estaban encendidas. En su día, fue el punto donde se recogía el alquiler de los inquilinos del corsario que había construido Le Reposoir a principios del siglo XVIII y, en la actualidad, la casa de tejado empinado era la residencia de la pareja que ayudaba a Guy y a su hermana a conservar en buen estado la propiedad: Kevin Duffy en los jardines y su mujer, Valerie, en la mansión.
Las luces de la casa indicaban que Valerie estaba levantada preparando el desayuno de Kevin. Era muy típico de ella: Valerie Duffy era una esposa sin parangón.
Guy hacía tiempo que pensaba que, después de crear a Valerie Duffy, se había roto el molde. Era la última de su especie, una esposa del pasado que consideraba un trabajo y un privilegio cuidar a su hombre. Guy sabía que si hubiera tenido una mujer así desde el principio, no habría tenido que dedicarse a explorar las posibilidades que había ahí fuera con la esperanza de encontrarla al fin.
Sus dos esposas habían sido un fastidio. Un hijo con la primera, dos hijos con la segunda, buenas casas, coches bonitos, vacaciones estupendas al sol, niñeras e internados… Daba iguaclass="underline" “Trabajas demasiado. Nunca estás en casa. Quieres más a tu miserable trabajo que a mí”. Variaciones interminables de la misma canción. No era de extrañar que no le hubiera quedado más remedio que huir.
Por debajo de los olmos pelados, Guy siguió el camino en dirección a la carretera. Aún reinaba el silencio; pero al llegar a las verjas de hierro y abrir una, las primeras currucas se despertaron en las zarzas, los endrinos y las hiedras que crecían a lo largo de la estrecha carretera y se aferraban al muro de piedra, lleno de liqúenes, que la bordeaban.
Hacía frío. Era diciembre. ¿Qué podía esperarse? Pero como era temprano, aún no hacía aire, aunque un extraño viento del sureste prometido para más tarde haría imposible bañarse después del mediodía. Aunque era improbable que alguien más aparte de él se bañara en diciembre. Ésa era una de las ventajas de tener una alta tolerancia al frío: tenía el agua para él solo.
Y Guy Brouard lo prefería, puesto que el momento del baño era el momento de pensar y, por lo general, tenía muchas cosas en las que pensar.
Ese día no era distinto. Con el muro de la finca a su derecha y los altos setos de las tierras de labranza de los alrededores a su izquierda, recorrió el sendero bajo la débil luz de la mañana, en dirección a la curva desde donde descendería la ladera empinada hasta la bahía. Pensó en lo que había hecho en su vida en los últimos meses, en parte a propósito y de forma totalmente prevista, en parte como consecuencia de unos acontecimientos que nadie podría haber anticipado. Había engendrado decepción, confusión y traición entre sus socios más íntimos. Y como hacía tiempo que era un hombre que no compartía con nadie sus interioridades, ninguno de ellos había podido comprender -menos aún digerir- que las esperanzas que habían depositado en él estuvieran tan equivocadas, puesto que durante casi una década les había animado a pensar en Guy Brouard como un benefactor permanente, paternal en su forma de preocuparse por su futuro, despilfarrador en el modo como garantizaba que esos futuros estuvieran asegurados. No había sido su intención engañar a nadie. Todo lo contrario, siempre había querido hacer realidad el sueño secreto de todo el mundo.
Pero todo eso había sido antes de lo de Ruth: esa mueca de dolor cuando ella creía que no la miraba y lo que sabía que significaba aquella mueca. No se lo habría imaginado, por supuesto, si ella no hubiera comenzado a escabullirse para ir a citas que ella llamaba “oportunidades para hacer ejercicio, frére” por los acantilados. En Icart Point, decía, encontraba inspiración para un futuro tapiz en los cristales de feldespato de los gneises laminados. Le informó de que, en Jerbourg, los dibujos en los esquistos formaban bandas grises desiguales que podían seguirse y rastrear así la ruta que el tiempo y la naturaleza utilizaban para posar cieno y sedimentos en la piedra antigua. Sacaba esbozos de las aulagas, decía, y describía con sus lápices las armerías marítimas y las collejas en rosa y blanco. Cogía margaritas, las colocaba sobre la superficie irregular de un afloramiento de granito y las dibujaba. Mientras paseaba, arrancaba jacintos silvestres y retama, brezo y aulagas, narcisos silvestres y lirios, dependiendo de la estación y de sus preferencias. Pero las flores nunca llegaban a casa. “Demasiado rato en el asiento del coche, he tenido que tirarlas -afirmaba-. Las flores silvestres no duran cuando las coges.”
Mes tras mes, seguía con la misma canción. Pero Ruth no era de las que paseaban por los acantilados, ni de las que cogían flores o estudiaban geología. Así que todo aquello hizo sospechar a Guy.
Al principio, cometió la estupidez de pensar que por fin su hermana tenía a un hombre en su vida y le daba vergüenza contárselo. Sin embargo, ver su coche en el hospital Princess Elizabeth lo convenció. Eso, junto con las muecas de dolor y las retiradas prolongadas a su habitación, le obligó a darse cuenta de aquello a lo que no quería enfrentarse.
Ella había sido la única constante en su vida desde la noche en que habían partido de la costa de Francia, en un pesquero, ocultos entre las redes, llevando a cabo con éxito una huida demasiado retrasada en el tiempo. Ella había sido la razón de su propia supervivencia; que ella lo necesitara le había espoleado a madurar, a hacer planes y, a la larga, a triunfar.
Pero ¿aquello? No podía hacer nada contra aquello. Para lo que su hermana sufría ahora, no habría ningún pesquero en la noche.
Conque si había traicionado, confundido y decepcionado a los demás, no era nada comparado con perder a Ruth.
Nadar era su alivio matutino a la angustia abrumadora que le provocaban estas consideraciones. Sin su baño diario en la bahía, Guy sabía que pensar en su hermana, por no mencionar la absoluta impotencia que sentía por no poder cambiar lo que le estaba pasando, lo consumiría.
La carretera por la que transitaba era empinada y estrecha, densamente arbolada en el lado este de la isla. La escasez de vientos fuertes procedentes de Francia había permitido desde hacía tiempo que los árboles florecieran en esta zona. En el sendero por el que caminaba Guy, los sicómoros y los castaños, los fresnos y las hayas, formaban un arco esquelético gris cuyo borde se veía de color peltre al amanecer. Los árboles surgían de las laderas escarpadas contenidos por los muros de piedra. En la base de éstos, el agua fluía con entusiasmo de un manantial del interior y chocaba contra las piedras en su carrera hacia el mar.
El camino serpenteaba hacia delante y hacia atrás y pasaba por un molino de agua oscuro y un chalé hotel de inadecuado estilo suizo que estaba cerrado por ser temporada baja. Acababa en un aparcamiento minúsculo, donde había un bar del tamaño del corazón de un misántropo que estaba tapiado y cerrado a cal y canto, y la pasarela de granito que en su día solía permitir a caballos y carros acceder al vraic, el fertilizador de la isla, que estaba resbaladizo por culpa de las algas.
El aire estaba quieto, las gaviotas aún no se habían levantado de sus lugares de descanso nocturno en lo alto de los acantilados. En la bahía, el agua estaba calma, un espejo ceniciento que reflejaba el color del cielo que empezaba a iluminarse. No había olas en este lugar profundamente protegido, sólo un ligero golpeteo en los guijarros, un roce que parecía liberar de las algas los olores penetrantes y contrastados de la vida floreciente y la descomposición.