Cerca del salvavidas que colgaba de un clavo colocado hacía tiempo en la pared del acantilado, Guy dejó la toalla y puso el té sobre una piedra plana. Se quitó las deportivas y los pantalones del chándal. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para coger las gafas de natación.
Sin embargo, su mano tocó algo más que las gafas. En el bolsillo había un objeto, que sacó y sostuvo en la palma de la mano.
Estaba envuelto en un trozo de tela blanca. Lo abrió y encontró una piedra circular. Estaba agujereada en el centro como si fuera una rueda, porque precisamente se suponía que era una rueda: énne rouelle dé faitot. Una rueda mágica.
Guy sonrió al ver el amuleto, por el recuerdo que le evocaba. La isla era un lugar de folclore. Para los que habían nacido y crecido aquí, que tenían padres y abuelos que habían nacido y crecido aquí, llevar algún que otro talismán contra las brujas y los demonios era algo de lo que se podía hacer burla en público, pero que en privado no se tomaba tan a la ligera. “Deberías llevar uno, ¿sabes? Protegerse es importante, Guy.”
Sin embargo, la piedra -rueda mágica o no- no había bastado en absoluto para protegerle de la única manera que creía estar protegido. A todo el mundo le sucedían cosas inesperadas en su vida, así que no podía decir que le sorprendiera que algo inesperado le hubiera ocurrido a él.
Envolvió de nuevo la piedra en la tela y la guardó en el bolsillo. Después de despojarse de la chaqueta, se quitó el gorro de punto y se colocó las gafas en la cabeza. Emprendió el camino por la playa estrecha y se metió en el agua sin vacilar.
Fue como si le atravesara la hoja de un cuchillo. En pleno verano, las aguas del canal no eran tropicales. En la mañana tenebrosa del invierno apremiante, eran heladas, peligrosas e imponentes.
Pero no pensó en eso, sino que avanzó con decisión y, en cuanto tuvo la profundidad suficiente para que fuera seguro hacerlo, se impulsó desde el fondo y comenzó a nadar. Esquivó los bancos de algas en el agua, moviéndose deprisa.
Salió unos cien metros, hasta el afloramiento de granito con forma de sapo que marcaba el punto en el que la bahía se encontraba con el canal de la Mancha. Se detuvo ahí, justo en el ojo del sapo, una acumulación de guano recogido en un hueco poco profundo de la roca. Regresó a la playa y comenzó a dar patadas en el agua, la mejor forma que conocía de mantenerse en forma para la próxima temporada de esquí en Austria. Como de costumbre, se quitó las gafas para aclararse la vista unos minutos. Desde la distancia inspeccionó despreocupadamente los acantilados y el denso follaje que los cubría. De esta forma, su mirada se desplazó hacia abajo en un viaje irregular por las rocas hasta la playa.
Perdió la cuenta de las patadas.
Había alguien. Vio una figura en la playa, oculta en gran parte entre las sombras, pero no cabía duda de que le observaba.
Estaba a un lado de la pasarela de granito, llevaba ropa oscura con algo blanco en el cuello, que sería lo que le había llamado la atención. Mientras Guy entrecerraba los ojos para enfocar mejor la figura, ésta se apartó del granito y avanzó por la playa.
No había duda de adonde iba. La figura se dirigió hacia su ropa tirada en el suelo y se arrodilló para coger algo: la chaqueta o los pantalones, era difícil saberlo desde la distancia.
Sin embargo, Guy imaginaba qué buscaba la figura y soltó un taco. Se dio cuenta de que tendría que haber vaciado los bolsillos antes de salir de casa. Ningún ladrón común, por supuesto, estaría interesado en la pequeña piedra agujereada que Guy Brouard llevaba consigo normalmente. Pero para empezar, ningún ladrón común habría previsto jamás encontrar las pertenencias de un nadador, descuidadas en la playa tan temprano una mañana de diciembre. Quienquiera que fuera sabía que Guy estaba nadando en la bahía. Quienquiera que fuera buscaba la piedra o hurgaba entre su ropa como estratagema concebida para hacer que Guy volviera a la orilla.
“Bueno, maldita sea”, pensó. Éste era su momento de soledad. No tenía la menor intención de enfrentarse con nadie. Lo único que le importaba ahora era su hermana y cómo iba a vivir sus últimos días.
Se puso a nadar otra vez. Cruzó el ancho de la bahía dos veces. Cuando finalmente volvió a mirar hacia la playa, le alegró ver que quienquiera que hubiera invadido su paz se había marchado.
Nadó hacia la orilla y llegó sin resuello, habiendo cubierto casi dos veces la distancia que normalmente nadaba por las mañanas. Salió tambaleándose y se apresuró a coger la toalla; tenía todo el cuerpo en carne de gallina.
El té prometía un alivio rápido al frío y se sirvió una taza del termo. Estaba fuerte y amargo y, sobre todo, caliente, y se lo bebió todo antes de quitarse el traje de baño y servirse otra. Ésta se la bebió más lentamente mientras se secaba con la toalla, frotándose con energía la piel para devolver algo de calor a sus extremidades. Se puso los pantalones y cogió la chaqueta. Se la echó sobre los hombros mientras se sentaba en una roca para secarse los pies. Sólo después de atarse las deportivas metió la mano en el bolsillo. La piedra seguía allí.
Se quedó pensando en aquello. Pensó en lo que había visto desde el agua. Estiró el cuello y examinó el acantilado que tenía detrás. No se apreciaba ningún movimiento anormal.
Se preguntó entonces si estaba equivocado respecto a lo que había supuesto que había aparecido en la playa. Quizá no había sido una persona real, sino una manifestación de algo que tenía lugar en su conciencia. La culpa hecha carne, por ejemplo.
Sacó la piedra. La desenvolvió una vez más y con el pulgar recorrió las iniciales talladas en ella.
“Todo el mundo necesita protección”, pensó. Lo difícil era saber de quién o de qué.
Apuró el té y se sirvió otra taza. Quedaba menos de una hora para que el sol saliera completamente. Esa mañana, esperaría justo ahí a que amaneciera.
Capítulo 1
15 de diciembre 23:15
Londres
Se podía hablar del tiempo. Ese tema era una bendición. Una semana lloviendo sin que parara apenas durante más de una hora era algo digno de comentar, incluso para las pautas del gris mes de diciembre. Si se añadía este dato a las precipitaciones del mes anterior, el hecho de que la mayor parte de Somerset, Dorset, East Anglia, Kent y Norfolk estuviera bajo el agua -por no mencionar tres cuartas partes de las ciudades de York, Shrewsbury e Ipswich- hacía que evitar un análisis de la inauguración de una exposición de fotografías en blanco y negro en una galería del Soho fuera prácticamente obligatorio. No se podía sacar la cuestión del reducido grupo de amigos y parientes que habían compuesto el escaso número de asistentes a la inauguración cuando fuera de Londres la gente había perdido su casa, miles de animales eran desplazados y las propiedades habían quedado destruidas. No pensar en el desastre natural parecía del todo inhumano.
Al menos, eso era lo que Simón Saint James no dejaba de repetirse.
Reconocía la falacia inherente a esa forma de pensar. Sin embargo, se empeñaba en pensarlo. Oía cómo el viento hacía vibrar los cristales de las ventanas, y se aferró al sonido como un nadador que se ahoga y encuentra su salvación en un tronco medio sumergido.
– ¿Por qué no esperáis a que amaine la tormenta? -le pidió a sus invitados-. Es muy peligroso conducir ahora.
Percibió la gravedad en su voz. Esperaba que lo atribuyeran a que se preocupaba por su bienestar y no a la absoluta cobardía que en realidad era. Daba igual que Thomas Lynley y su mujer vivieran a tres kilómetros al noreste de Chelsea. Nadie debería salir con ese aguacero.
Sin embargo, Lynley y Helen ya se habían puesto los abrigos. Estaban a tres pasos de la puerta de Saint James. Lynley tenía su paraguas negro en la mano, y su estado -seco- hablaba del largo rato que habían pasado junto al fuego en el estudio de la planta baja con Saint James y su mujer. Al mismo tiempo, el aspecto de Helen -atormentado a las once de la noche por lo que en su caso sólo podían llamarse eufemística-mente “náuseas matutinas” en su segundo mes de embarazo- sugería que su marcha era inminente, lloviera o no. Aun así, pensó Saint James, la esperanza era lo último que se perdía.