Para empeorar la situación, el mar se iba volviendo radiactivo. El bombardeo de positrones había originado complicadas reacciones nucleares en la alta atmósfera, como en un colosal experimento de colisión de partículas. Una leve pero incesante lluvia de isótopos iba cayendo del cielo al mar.
– ¡Ahí está! -exclamó Shikibu señalando el monitor.
Lucas se asomó a la ventanilla. El agua era verdoso azulada y seguía muy picada, pero se distinguía una figura fusiforme y oscura, que se deslizaba con apenas unos movimientos de la cola. Estaba casi a ras de las olas; de vez en cuando rompía la superficie. Lucas se preguntó si trataría de tomar aire.
– Descendamos -propuso Shikibu.
– No -dijo Susana.
– ¿No, por qué?
– Sería peor. Lo asustaremos aún más. Yo saltaré con paracaídas y lo tranquilizaré. Dadme un cuarto de hora, luego bajad.
– ¿Crees que es el mejor modo de capturarlo? -dudó Karl. Susana se volvió hacia él con vivacidad.
– ¡No hemos venido a capturarlo!
– Pero no tenemos paracaídas. -Lucas trató de aliviar la tensión.
– Yo sí -dijo Susana. Se dirigió a la trasera de la cabina, donde habían amontonado el equipo. Buscó y encontró un paquete con un arnés.
– ¿Estás segura? -preguntó Lucas.
– Sí. He hecho parapente desde los acantilados. No hay peligro.
– Pero… -Shikibu le puso la mano en el hombro-. Bueno, te ayudaremos con el equipo.
Entre Shikibu y él, con no pocas contorsiones, le pusieron el paracaídas, el impulsor eléctrico, las botellas de gas, el cinturón de plomo, las aletas y la máscara. Cuando acabaron, Susana parecía una mezcla de extraterrestre y árbol de Navidad. La ayudaron a caminar hasta la portezuela y Lucas la abrió.
– Recuerda -casi aulló Shikibu en el ventarrón-. Aguarda quince segundos, hasta que estés fuera del viento del rotor. ¡Suerte!
Susana asintió. Dio un paso fuera y saltó; descendió como un proyectil, y al poco tiempo se abrió el paracaídas.
Suspendida entre el cielo y el mar, volando sin más ayuda que sus ojos, cerebro y músculos, Susana se sentía completamente a sus anchas. El paracaídas tenía un elevado coeficiente de planeo, y ella lo guiaba tirando de las cuerdas. El delfín era claramente visible, allá abajo entre sus pies. Trazó un amplio círculo en torno a él mientras descendía.
El helicóptero era un abejorro zumbante que se alejaba y descendía. Sin duda luego se aproximarían a ras de las olas.
Ni por un momento temió que no pudieran encontrarla. El paracaídas era de un vivo color naranja; y, después de todo, ella se sentía más segura en el mar. Los delfines podrían ayudarla a llegar a tierra.
La superficie ya estaba cerca. Se ajustó la máscara y se preparó para el impacto, la barbilla contra el pecho, las piernas flexionadas. Con un gran chapoteo, chocó con el agua. Soltó el pasador y se liberó del paracaídas, que quedó flotando.
El pequeño motor que llevaba a la espalda la impulsó mientras se sumergía. Respiraba una mezcla de oxígeno y helio; el anhídrido carbónico era filtrado por un cartucho de cal, y automáticamente se le añadía oxígeno puro. El equipo era poco voluminoso y lo llevaba cómodamente en el pecho.
Cuando llegó a unos cincuenta metros, se detuvo. Susana giró lentamente sobre su eje; estaba rodeada por el muro azul. El delfín no aparecía. Se sacó la boquilla y llevó a sus labios el instrumento que ella misma había diseñado y del que nunca se separaba.
Silbó una melodía:
Soy amigo.
Volvió a ponerse el tubo. Oyó un débil clic-clic-clic. El delfín la estaba examinando. Emitía secuencias de clics en frecuencia sónicas y ultrasónicas, procesando rápidamente los ecos para obtener imágenes acústicas, incluso del interior de su cuerpo. No se movió. Se quitó el tubo y silbó otra melodía:
Amigo. Buenalimento.
Vio moverse algo en la distancia azul, casi invisible. Abrió una bolsa que llevaba sujeta al muslo y sacó unas galletas de soja y maíz con sabor a pescado, una receta de creación propia. Silbó:
Buenalimento. Ven. No te muerdo.
Una sucesión de silbidos.
¿Tú Nadadora de dos Colas en el Arrecife?
Susana sintió una gran alegría. El delfín la había reconocido.
Sí. ¿Nombre-firma tuyo?
El delfín contestó:
Buceador en la Pleamar. Estoy hambriento. La Cosa que vuela me persigue.
El delfín dijo todo esto con un único y largo silbido modulado, que contenía su nombre-firma y el resto de la información. La posición de su cuerpo, mientras nadaba, decía más cosas, referentes a sus lazos de parentesco y situación sexual; pero Susana ignoró toda esa información extra. Silbó:
Las aguas son seguras. La Cosa que vuela es amiga de Nadadora.
El delfín permaneció un momento como dudando. Susana oyó un chapoteo sobre su cabeza. Maldijo; ahora que estaba obteniendo resultados… silbó apresuradamente:
Nadadores de Dos Colas. Amigos de Nadadora. Si tú vienes, Nadadora te da alimento.
El delfín se acercó velozmente a Susana. Se detuvo a pocos metros de su brazo, frenando sin aparente esfuerzo. Su morro, bien provisto de dientes, mordió las galletas y se las zampó en un periquete. Susana le palmeó el lomo cariñosamente.
¿Sabe a pescado y no es pescado?, preguntó Buceador.
Come y no hagas preguntas. Susana le entregó otra galleta.
Sus compañeros los rodearon, pero se mantuvieron a distancia. Susana emprendió la tarea de persuadir al delfín para que fuera con ellos. Karl intentó ayudarla con un sintetizador de sonidos, pero ella hizo señas negativas. El acento de aquel cacharro desconcertaría a Buceador.
Lucas había preguntado si no sería mejor un dardo anestésico, pero Susana se negó en redondo. Era peligroso: los músculos respiratorios de los delfines son voluntarios, y el anestésico podría matarlo por asfixia. Estaban preparados para evitarlo mediante el equipo de respiración asistida, pero el riesgo era grave. No, el método de Susana era el más adecuado.
Entre los tres bajaron un tanque de plástico plegable, en el que acomodaron al delfín. El helicóptero lo izó mediante la grúa, y luego los subió a ellos. Emprendieron el viaje de vuelta, mientras Susana silbaba al delfín con su extraña flauta y lo alimentaba con galletas.
Parecía la mujer más feliz del mundo.
2
Vista desde el aire, la isla parecía un puzzle a medio armar. Su costa era muy recortada, con entrantes y salientes. Recios acantilados se erguían, desafiando las olas; al socaire del viento y el mar, se extendían incitadoras playas de blanca arena. En el centro, se alzaba una escarpada montaña con un gran edificio en su cumbre.
Con ironía, Lucas le preguntó a Susana:
– ¿Te has fijado en la costa? El trazado es una fractal. Y la montaña está en el punto exacto para tener una buena vista desde el hotel… ¿Qué opinas de tanta artificiosidad? -Sí.
– Perdona, ¿cómo has dicho?
– Hace años vivía en una isla como esa, y…
Lucas esperó durante un largo rato a que Susana completara la frase; luego se encogió de hombros, al parecer la chica no tenía ganas de hablar.
Toda su atención parecía estar concentrada en la isla.
Efectivamente, era artificial. El sistema había sido desarrollado por los constructores japoneses: primero se levantaba una complicada estructura de alambre, sobre la que se depositaba por electrólisis el carbonato de calcio contenido en el agua del mar, hasta formar un verdadero arrecife artificial. Se entregaban con puertos, bahías, escolleras, rompeolas; incluso alcantarillado y emisarios submarinos. El Lloyd's de Londres cubría los seguros en caso de destrucción por las tormentas o huracanes.
Ahora, aquella isla, se había convertido en la sede local del Proyecto Arca. Reunía varias condiciones favorables; aparte de las viviendas e instalaciones prácticamente intactas, contaba con un pequeño reactor nuclear de fusión, todavía operativo.
En la aproximación final, Susana pudo distinguir más detalles: barracones prefabricados, sólidos y funcionales. Gente entrando y saliendo de los edificios. Y grandes tanques de hidrógeno y oxígeno, electrolizados del agua del mar gracias al reactor: combustible de cohete para naves espaciales.
Era fácil percibir que toda aquella gente no era de la Tierra, se movían con dificultad ante el tercio de peso extra. Marcianos, llegados a millares después del desastre, bajo la bandera del llamado Proyecto Arca, se habían hecho con el total control de la situación. La maltrecha población de la Tierra se hallaba demasiado aturdida para preguntarse por los verdaderos móviles de los colonos, y por qué estaban tan preocupados por salvar a los delfines.