– Nada de esto estaba aquí, por supuesto -aclaró la japonesa-. El casco crece prácticamente vacío, excepto los motores.
Siguieron a lo largo de la generatriz del cilindro, con pasos ágiles por la baja gravedad. Susana calculó que caminaron unos trescientos metros; más o menos, estaban casi en el centro de la esfera.
Llegaron a una abertura en el suelo curvo, de la que arrancaba una rampa descendente que bajaron. Los condujo a una especie de galería colgante o balcón sobre el bosque… Se asomaron a la barandilla y contemplaron el paisaje desde una altura de unos trescientos metros.
Bajo ellos se desplegaban, como si lo observaran desde un globo, grandes parches verdes, un pequeño lago, fuentes e hileras de arbolitos. El suelo se curvaba como un valle.
Gradualmente, Susana se fue haciendo una imagen. El interior de la esfera escondía un hábitat toroidal, como un donut dentro de un pomelo. El torus estaba situado justo bajo el ecuador, el lugar adecuado para disfrutar de la máxima gravedad.
La antesala y el hangar formaban un cilindro a lo largo del eje de rotación, del polo al centro de la esfera. El cilindro encajaba en el agujero del torus. ¿Qué habría en el resto del volumen de la esfera? ¿Almacenes, combustible, motores? Preguntó a Osato.
– No lo sabemos con certeza. Bueno, en realidad hay grandes tanques esféricos para combustible. Los llenamos de agua y… eso es todo, la nave funciona.
– Pero los motores…
– No tenemos ni idea. Son de fusión, evidentemente, pero no sabemos cuál es su aspecto, o su tecnología. Están encerrados en una especie de cápsula, de unos cien metros de diámetro, cerca de la popa de la nave.
– ¿Nunca han intentado abrir esa cápsula?
– Sííí. La explosión creó un falso amanecer en todo un hemisferio de Marte. No hemos vuelto a intentarlo desde entonces.
Ahora se encontraban debajo del hangar cilindrico, sobre una galería anular de tres metros de alto, que colgaba de la parte interna del torus. Un breve paseo les permitiría contemplar todo aquel mundillo a vista de pájaro.
La luz que iluminaba el paisaje emanaba de debajo de la galería. Eran como moscas sobre la pantalla de una lámpara.
– Éste es el modelo de mayor tamaño. Existen otros dos más, menores. En Marte se están produciendo ahora docenas de naves como esta, para evacuar a todo aquel que quiera abandonar la Tierra.
– ¿Para llevarlos a dónde?
– ¿Cómo dice?
– Si va a evacuar a toda esa cantidad de gente de la Tierra… ¿dónde los llevaran? No creo que las instalaciones de Marte puedan admitir un gran número de refugiados. ¿Dónde piensan meter a toda esa gente?
La enorme mujer la miró un rato; luego se encogió de hombros.
– No me lo pregunte a mí, yo sólo trabajo aquí.
– ¿Y tienen pensado evacuar también a los delfines?
Osato alzó las cejas.
– ¿Le sorprende?
– No estoy acostumbrada a tanta generosidad por parte de los humanos.
– Lo dice como si usted no fuera humana.
– Sólo por un error evolutivo. ¿Por qué ese repentino interés por los delfines?
– Ha acertado. No se trata de altruismo ni nada parecido. Los necesitamos. Necesitamos a los delfines para pilotar naves como ésta.
– Sí, eso fue lo que me dijo Kramer. Pero no lo entiendo, ¿porqué?
– No sé por qué. Simplemente es así como funcionan. Necesitan ser controladas por un sistema nervioso vivo, con capacidad para orientarse en un entorno tridimensional. Los transbordadores pueden manejarse con un ordenador de los nuestros, pero una nave grande es otra cosa. Ahí es donde son indispensables los delfines.
Los corredores de la nave eran circulares, con refuerzos anillados en las paredes; Susana se sentía una rata caminando por la tráquea de un gigante muerto. No existían cámaras de la forma habitual, todas eran redondeadas, como visceras que buscasen el máximo espacio entre las cuadernas. Los mamparos, en los lugares en que no estaban cubiertos por aparatos o algún producto de factura humana, eran de una sustancia que recordaba más al cuerno o a la quitina que al plástico. No había luces, excepto los tubos instalados por los humanos.
Oh, por supuesto, la nave no estaba viva en sentido estricto. Pero, según afirmaban Osato y Kramer, había crecido y se había desarrollado. No era un simple objeto inerte.
Pero era inimaginable que la evolución hubiera producido un vehículo espacial. La única explicación era la ingenética.
La sala de mandos no se parecía a nada de lo que Susana había esperado. Estaba situada bajo el hangar cilindrico, pero se accedía a ella desde la galería sobre el torus. Un diseño extraño, pero extraña era la nave.
La sala era esférica, de atmósfera muy húmeda, y en su pared no había ni un solo instrumento, ni siquiera una portilla. En su centro flotaba un delfín sujeto por un complicado arnés; una especie de chorros de aspersión mojaban su fina piel. Del muro salían unos cables blancos que se adherían a su cuerpo, con terminaciones en forma de ventosa.
Susana le acarició el lomo; según el veterinario de la nave, parecía estar desarrollando una infección.
– Hemos tratado de controlar las naves con ordenadores, a través de bio-interfaces -dijo Osato-. Pero no son tan eficientes como un cerebro vivo.
– Los cerebros vivos procesan en paralelo.
– Sí. Un ordenador es demasiado lento. Pero no vale cualquier cerebro vivo, tiene que ser el de un delfín.
Aquello tenía sentido. El cerebro del delfín había evolucionado de manera diferente al de la mayoría de los mamíferos. No había desarrollado el neocórtex, conservando las características básicas de las primitivas formas de vida terrestres; sin embargo, desarrolló rasgos especializados propios. El sonido viaja más rápido en el agua que en el aire, y el cerebro del delfín se había adaptado para percibir e interpretar la información acústica a la velocidad requerida.
– Esto va a dolerle -dijo Osato, y aplicó un algodón, mojado en antiséptico, sobre la piel de Surcador Audaz del Gran Océano del Espacio (su tarea exigía un nuevo nombre-firma, más adecuado que Acantilado Imperturbable en la Tormenta). Unos silbidos irritados indicaron su protesta por la poca delicadeza de los Cuatro-Patas.
Susana tomó el silbato e interpretó malo-hoy bueno-mañana. Surcador se tranquilizó.
– Es increíble cómo los controla usted. -La japonesa no ocultó su asombro. Susana se encogió de hombros.
– No los controlo en realidad. Ellos ni siquiera entienden el significado de esa palabra. Yo… no sé cómo decirlo.
– ¿No tienen leyes, o jefes, o…?
– No. No lo necesitan. Son salvajes y libres, pero no conocen el egoísmo o la explotación. Son… no hay nada adecuado para describirlos. Independientes, ¿entiende?, y al mismo tiempo solidarios.
La doctora Osato la miró con unos penetrantes ojos rasgados.
– Usted se siente más a gusto entre ellos que entre los humanos… Perdón, no es mi intención entrometerme en su intimidad…
– Qué más da. -Susana suspiró-. Lo cierto es que adoro el tiempo que paso con los delfines. Hay algo en ellos, su belleza, su misterio… en realidad no lo sé, pero… siento que me gustaría ser uno más.
Calló y la japonesa respetó su silencio. Entre dientes, Susana silbó una aceptable imitación de malo-hoy bueno-mañana.
Surcador Audaz cerró los ojos y se dejó empapar por el Universo. La nave, creada por y para mentes no humanas, le suministraba una imagen que los centros sensoriales de su cerebro podían interpretar. Algo de lo que carecían los no-Nadadores.
La nave le enviaba una imagen sónica, lo más parecido a hallarse de nuevo en el océano. Surcador Audaz notaba una sensación de libertad como nunca la había experimentado; aquello compensaba el desagradable confinamiento, aunque fuese en compañía de la Adiestradora.
La sensación de orbitar en torno a un cuerpo celeste era como cabalgar la pendiente de una ola: moverse al mismo tiempo que se está quieto.
Allí podía percibir el eco del Sol, distante pero fuerte, como una colosal isla. La Tierra y Marte eran mojones de sonido, tan claros como dos escollos a ambos lados de un canal. El efecto Doppler daba la sensación exacta del movimiento relativo entre ambos planetas.
Más allá había otros ecos; Júpiter y Saturno. Urano no era perceptible, estaba (calculó mentalmente con ayuda de la nave) al otro lado del Sol. Neptuno era un diminuto bip perdido a lo lejos. La lentitud de los planetas exteriores apenas los distinguía entre los cardúmenes de estrellas.