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– Manolo el Tuerto, mi compañero en el sub. No sé nada de él desde el Exterminio, y me temo lo peor… Quién sabe, quizás ese delfín también me salvó la vida al traerme aquí…

– Y además así te he conocido, machote. ¡Venga!, no te preocupes, estoy segura de que tu pececito se pondrá bueno pronto.

– Un delfín no es un pececito -suspiró Lenov con paciencia-. Ni siquiera es un pescadote. Son mamíferos, como tú o como yo… Esto creo habértelo explicado cien o doscientas veces.

Ella se arrodilló a su lado.

– Oye, ¿también tienen ferramenta?

– ¿Cómo?

– Esto.

Cogió el pene de Lenov. El hombre echó a reír.

– Claro que sí.

Gabriela también soltó una carcajada y apagó su cigarrillo.

– Oye, ¿qué tal si te olvidas de tu pececito un rato?

– ¿Qué propones? -preguntó el ruso con una sonrisa picara.

– ¿Te apetece un francés o un griego?

Sí, pensó Lenov, tiene gran facilidad con los idiomas…

Tras desembarcar a los delfines, Susana fue alojada en un pequeño apartamento situado en uno de los corredores que partían del muelle. Era diminuto, apenas quince o dieciséis metros cuadrados, pero lujoso; incluso tenía bañera de hidromasaje al estilo japonés. Y esto fue precisamente lo primero que Susana se decidió a probar. Ni siquiera deshizo su equipaje, una descolorida mochila de lona que arrojó sobre la cama.

Se tumbó en la bañera, con unos visores de relajación sensorial cubriendo sus ojos, y conectó, con un gesto de su mano, el dispositivo que generaba las burbujas de aire caliente. Una suave película de mylar se cerró entorno a su cuerpo, evitando así que el agua escapase en la débil gravedad de la pequeña luna.

Era difícil admitir que aquello estuviera sucediendo. Que todo su mundo, todo lo que había amado en alguna ocasión, hubiera desaparecido para siempre, y que ella estuviera tomando un jakuzzi en Deimos.

Pensó en sus padres, en sus hermanas… qué lejanos le parecían ahora esos recuerdos. ¿Era aquella su vida, o era un sueño casi olvidado?

Recordó a sus amigos delfines, reunidos en torno a ella, a la luz de la inmensa luna de los trópicos, ejecutando con maestría hermosos poemas-danza que narraban antiguas y épicas batallas contra tiburones…

Canciones de cachalotes que hablaban de calamares gigantes, y su fantástica civilización perdida en las profundidades abisales…

Leyendas de viejos marinos enamorados de sirenas…

Todo aquello sí que merecía ser real, mucho más real, pero tanto una cosa como la otra se habían esfumado; envueltas por una horrible tormenta de fuego; sin apenas dejar huella.

Llevaba apenas media hora en el baño, cuando sonó el timbre de la puerta. Salió del agua y se puso una bata de seda que encontró en un armario.

Al abrir se encontró con un hombre alto, con una melena de un blanco inmaculado, cuidadosamente recogida en una cola de caballo. Su indumentaria era de estilo vagamente oriental, o más bien veneciano, y su aspecto general impecable. Unas gafas de montura de oro daban a su mirada una especie de aureola, y un cierto aire de benevolencia.

– Mi nombre es Santiago Casanova. Espero que el viaje desde la Tierra le haya resultado cómodo, Susana.

– ¿El viaje? Bastante agradable -respondió Susana, fascinada por aquel hombre con aspecto de ejecutivo renacentista-. ¿Quién es usted?

– Soy el principal responsable del CEMM; su cicerone en Marte.

– ¿Cómo ha dicho? El responsable del…

Casanova se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz y dijo:

– Oh, discúlpeme. Del Centro de Exobiología y Medicina Marciana, Ce-E-Eme-Eme -deletreó, añadiendo con leve ironía-: Las siglas y los acrónimos, ya sabe usted, son una vetusta tradición burocrática.

– Ya veo. Exobiología. Ha debido tener mucho trabajo últimamente.

– No imagina cuánto… disculpe, creo que la he interrumpido.

Casanova dirigió una mirada hacia la bañera.

Susana se aseguró de que la bata de seda seguía firmemente cerrada. Era preciosa, con complicados bordados de un estilo similar a las ropas de Casanova.

– En realidad ya había acabado.

– ¿Le gustaría descansar? Puedo regresar más tarde. El transbordador a Marte no partirá hasta mañana.

– Ya he descansado bastante durante el viaje.

– Estupendo -Casanova entrechocó sus manos-, entonces nos pondremos inmediatamente en marcha. ¿Me acompaña?

Susana hizo una mueca sardónica.

– ¿Le importaría que me vistiera primero? No creo que esta bata sea lo más adecuado.

Casanova carraspeó y se volvió hacia la puerta.

– Oh, disculpe, por supuesto. La esperaré fuera.

Susana tardó sólo un minuto en salir, ataviada con un ajustado suéter azul marino y unas deshilacliadas bermudas.

Casanova la condujo a través del dédalo de corredores que horadaban Deimos como un queso Emmental, o el peñón de Gibraltar. La superficie de que se disponía debía de ser enorme, juzgó Susana, aunque sólo se ocupase una fracción del volumen de roca.

Llegaron a una estación. El tren era una sucesión de pequeñas cabinas presurizadas de forma rectangular, sobre raíles de acero. Los mismos eran sorprendentemente gruesos, teniendo en cuenta que debían soportar muy poco peso. Pero lo más extraño era que los raíles tenían una doble pestaña, y los vagones, ruedas arriba y abajo de los mismos.

– La estación de transbordo está al otro lado de Deimos -decía Casanova-. El tren nos llevará en cinco minutos.

Ante la forma en que Susana observaba el tren, pareció fríamente divertido.

– ¿Ha pensado en las dificultades del transporte en un mundo tan pequeño?

– ¿Qué dificultades? -preguntó Susana.

– Las distancias son cortas, pero ¿cómo recorrerlas en un tiempo razonable, con esta velocidad de escape? Sólo doce kilómetros por hora y… fssssss.

Hizo un gesto de avión despegando con la mano. Susana comprendió. Durante el trayecto, si el tren superaba esa velocidad, la gravedad de Deimos no lo podría retener. Por eso los raíles estaban diseñados así: para que el vagón colgase de ellos. Muy ingenioso.

– ¿Qué pasa si descarrila a toda velocidad?

– Oh, nada grave. El tren escaparía del campo de gravedad de Deimos y se pondría en órbita en torno a Marte. Volveríamos a coincidir en la siguiente órbita, treinta horas más tarde -dijo Casanova con toda naturalidad.

Se abrió la esclusa y el tren rodó con suavidad fuera de la estación, con un zumbido apenas perceptible, sobre la quebrada superficie. Los raíles desaparecían tras el horizonte; en un mundo tan pequeño, el horizonte se hallaba a apenas doscientos metros.

– ¿Conoce al padre Markus? -preguntó Casanova-.

¿Ha oído hablar de él?

– No… un momento, ¿Markus, el jesuíta arqueólogo?

– Sí.

Susana frunció el ceño mientras luchaba por recordar lo que decía la contraportada de un libro suyo, leído mucho tiempo atrás. Trataba de… sí, de las influencias de las lenguas semíticas en el griego koiné.

– Sólo tengo referencias bibliográficas sobre él. Una autoridad reconocida en lenguas muertas; y al parecer hablaba varias con fluidez. Fenicio, ugarítico, acadio, hitita, sumerio…

– Habría sido un buen intérprete en la corte de Asurbanipal.

– Y sus excavaciones en el Cercano Oriente aclararon muchas dudas sobre los orígenes de las grandes religiones monoteístas.

– Aclararon demasiadas dudas -admitió Casanova con cierta sorna.

El tren empezó a acelerar. Cuando alcanzó los doce kilómetros por hora, los pasajeros se encontraron ingrávidos. Cuando los superó, una débil fuerza tiró de sus cuerpos hacia el techo. El interior del vagón giró para adaptarse a la nueva situación.

El tren les condujo hasta un anexo del espaciopuerto, donde un gran cartel indicaba en varios idiomas que la entrada estaba restringida a los jesuitas. Tras identificarse ante los guardias de la entrada, Casanova le mostró el transporte Deimos-Fobos.

Era un vehículo con la estética de un cementerio de coches. Un armazón cilindrico con grandes tanques esféricos de combustible, varios contenedores herméticos, y una cabina en forma de doble cono rematándola en lo alto. Un tubo neumático permitía acceder a ella, ya que el hangar estaba al vacío.

– Lo llamamos un saltador -explicó Casanova-. Lo usamos para transporte de carga o pasajeros a la órbita de Deimos o a la de Fobos. Es un viaje corto y todo cuesta abajo.