Fue señalando lo que se había descubierto. Los hologramas los mostraban comiendo, durmiendo en una especie de cunas triangulares, empuñando herramientas adaptadas a sus manos, fabricando telas, muebles o metales, investigando la Naturaleza con instrumentos de vidrio y metal curiosamente similares a los terrestres… Las representaciones eran tanto estáticas como dinámicas: corrían sobre cuatro o seis extremidades, trepaban a árboles en forma de candelabro, flotaban en el agua, nadaban con brazadas que les hacían parecer barcas de seis remos.
Sobre su vida diaria habían abundantes referencias. Cultivaban unas plantas herbáceas de las que colgaban unos racimos carmesíes, pescaban una especie de medusas con patas, o trabajaban en talleres o factorías. Viajaban en barco o automóvil y volaban en aviones semejantes a murciélagos; también conocieron los viajes espaciales. Nunca aparecían cazando, sin embargo, ni luchando entre ellos.
– ¿De dónde han salido todos estos hologramas? -preguntó Susana-. ¿Qué soporte ha podido durar todo ese tiempo?
– Se lo mostraré.
Casanova avanzó hacia el centro de la gran sala. Allí se abría un gigantesco pozo, de paredes perfectamente lisas. Habían colocado vallas de protección, pintadas en vivos colores, en torno a su perímetro, y una manguera luminosa descendía hacia las profundidades. Un pequeño ascensor había sido adosado a la pared.
A una orden suya, unos asistentes les proporcionaron un par de trajes térmicos, semejantes a los utilizados por los exploradores polares.
– ¿Hace frío ahí abajo?
– Mucho frío. Ese pozo desciende cinco kilómetros en la corteza marciana. A esa profundidad desemboca en una especie de caverna tallada en la roca viva. La temperatura es de sesenta grados bajo cero, así que conecte la calefacción del traje antes de que lleguemos abajo.
Descendieron. La manguera luminosa discurría frente a ellos como una serpiente de fuego, proyectando sombras fantasmagóricas contra las paredes pulidas como cristal. Susana siguió el consejo de Casanova y conectó la calefacción. El frío aún no había empezado a dejarse sentir, pero el fantasmal aspecto del túnel vertical le provocaba escalofríos.
El ascensor se detuvo en el centro de una caverna cuyo techo estaba apenas a dos metros de altura, pero se extendía a su alrededor, hasta donde alcanzaba la vista. Las paredes eran de roca cubierta de escarcha.
– Ésta es la parte realmente importante de la pirámide. El resto es sólo un reclamo… -Casanova buscó la palabra adecuada-, una boya señalizadora.
Al hablar emitía un espeso vaho blanco. Realmente hacía frío. Susana se colocó la capucha y la máscara para caldear el aliento.
Casanova se puso en marcha hacia el fondo de la cueva, alejándose de la boca del túnel. Se cruzaron con varios técnicos y trabajadores, todos embutidos en trajes térmicos.
– ¿No podrían calentar esto un poco?
– No. Y hay una buena razón. Ahora la verá.
Después de caminar unos minutos, alcanzaron la pared de la cueva. Esta relucía a la luz de los focos instalados en el techo, como una gigantesca joya multicolor.
Susana se fijó con más atención. Toda la pared estaba recubierta por prismas triangulares de unos quince centímetros de lado, cuidadosamente apilados unos contra otros. A izquierda y derecha, la pared luminosa se perdía en la distancia. Susana se sintió como una mosca en el escaparate de una joyería.
– Parecen diamantes.
Casanova sacó uno con cuidado y se lo entregó a Susana. El prisma medía unos veinte centímetros de largo, y era de un peso sorprendente. Había algo en su interior.
– Son diamantes. Carbono cristalizado -dijo Casanova, y ante la mirada de incredulidad de Susana añadió-. Creemos que artificiales, pues todos son exactamente iguales, incluso a nivel atómico. Pero lo más valioso está en su interior, fíjese…
Susana lo miró al trasluz. Efectivamente, en el centro geométrico del diamante parecía flotar una pequeña burbuja ovalada, de apenas dos centímetros de diámetro.
Y en el interior de la burbuja habían unos cristales.
– ¿Qué es? -preguntó Susana.
– Tardamos mucho en averiguarlo. Es ADN. Ácido desoxirribonucleico cristalizado.
– ¡Oh!
– El mejor sistema para guardar información, el más compacto y fiable. Ése es el legado de los marcianos, Susana.
– Pero ¿ADN? ¿Similar al nuestro? Al terrestre, quiero decir.
– Prácticamente idéntico. Pero, no se sorprenda tanto, todo esto no puede ser casual. Construyeron las pirámides sobre terreno geológicamente estable, pensando en que durarían hasta que se desarrollase vida inteligente en la Tierra… y que sufriría el mismo destino que Marte. Ambas son almacenes… tal vez «bibliotecas» sería una mejor palabra… de cristales de ácido nucleico.
– Información viva…
– Sí, complejos como virus e inertes como microchips. Aquí se guardan los cristales-simiente de las naves espaciales que usted ya conoce. De los hologramas que ya ha visto. Y otras cosas, productos de la biomecánica marciana que vamos descubriendo día a día… -Se permitió un toque de humor-. Almacenados en los recipientes más caros del mundo.
– ¿Cómo los leen…? Quiero decir, ¿cómo los activan?
Casanova sonrió detrás de su máscara y volvió a colocar el prisma en su lugar.
– ¿Recuerda que, cuando vio las pirámides desde el avión, comentó que le parecían algo viviente, como una familia de leviatanes caminando en formación?
– Sí, pero…
– Con ese comentario se acercó más a la verdad de lo que jamás hubiera imaginado.
– ¿Qué?
– Las dos pirámides menores son organismos vivos.
Era noche cerrada cuando partieron en un vehículo terrestre. Les acompañaban algunos empleados de la Velwaltungsstab, que aprovecharon el viaje para dormir. Susana no pudo hacerlo. Sentía una fuerte sensación de irrealidad, encerrada con media docena de durmientes, en una cabina oscura, recorriendo un paisaje extraterrestre igualmente oscuro.
Su litera estaba al lado de la ventanilla. Se dedicó a contemplar el terreno, cubierto por la fina y brillante capa de escarcha nocturna. Pero apenas podía distinguir detalles en la rojiza noche marciana. Logró reconocer a Fobos en el negro cielo; se movía casi tan rápido como un dirigible de carga.
Estaba demasiado inquieta para leer. La diminuta luna se puso, y volvió a salir, y a ponerse, mientras viajaban por el desierto gélido.
Las horas pasaban lentamente.
Llegaron a Sub1 al amanecer. Del suelo se elevaba vapor de agua, que se sublimaba en nubecillas de cristales de hielo, en el aire glacial de las alturas.
Al entrar, Susana se fijó en la pared exterior. La mayor parte del volumen de la pirámide lo ocupaba un grueso caparazón rocoso, que hubiera soportado una guerra atómica, en palabras de Hans Wilhelm Scalfaris, el técnico grecoalemán que los guió.
– Estas dos estructuras -explicó- son células de quinientos metros de diámetro. Es la única forma de describirlas.
Sonrió satisfecho, como si él las hubiera inventado.
– ¿Qué otra cosa, sino un ser vivo podría perdurar quinientos millones de años? -siguió diciendo-. Es la única máquina capaz de autorrepararse indefinidamente.
– ¿Aquí fabrican las naves espaciales? -preguntó Susana, un tanto estúpidamente. Estaba fatigada, inquieta, destemplada, y sus ritmos circadianos eran un verdadero barullo. Tal vez a ello se debía la sensación de rareza, que no la había abandonado.
– Sólo los huevos. El proceso de crecimiento se desarrolla en órbita.
Susana asintió, como si fuese lo más lógico del mundo.
– Ya lo he visto.
– En realidad, aún no hemos llegado a comprender la función de una milmillonésima parte del ADN contenido de las dos pirámides. Markus sostiene una curiosa teoría -Scalfaris sonrió con benevolencia-: algunos contienen memorias codificadas de antiguos grandes hombres, mejor dicho, grandes marcianos; sus Einstein, Mozart, Goya, Shakespeare…
Suspiró y añadió, un tanto grandilocuente:
– Pero no hemos aprendido lo suficiente como para activarlos. Hay tanto por investigar todavía… somos como eruditos del Renacimiento, escrutando los libros del pasado en busca de luz. Tenemos una biblioteca que nos mantendrá ocupados estudiándola, durante el próximo millón de años.