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Lucas miró dentro… y sintió como si su almuerzo se negara a ser digerido. En la mitad inferior, le esperaba un lecho de carne grisácea, mojada y palpitante. Parecía una ostra cruda de dos metros de largo.

– Métase dentro -dijo el científico que estaba junto a él.

– ¿Está de guasa?

– Es seguro. No tiene nada que temer. La chica ya lo ha hecho.

Lucas se estremeció al pensar en Sandra tumbada sobre aquel lecho mojado y pringoso. La buscó con la mirada, pero la cabeza de su robot ya se había cerrado. Se volvió hacia Karl y lo vio entrar despreocupadamente en aquella… cosa.

Bueno, él no iba a quedarse atrás.

Metió un pie. Aquella ¿carne? era tan fría, húmeda y viscosa como había imaginado. Se dio la vuelta y se sentó. ¡Puajjj! Sus nalgas desnudas tocaron aquella repugnante sustancia.

– Túmbese -le instó el científico-. Y extienda los brazos.

Se tumbó, muy lentamente, y extendió sus brazos a ambos lados de su cuerpo. Cuando todo él estuvo en íntimo contacto con aquel material, éste empezó a ponerse tibio. Intentó incorporarse; no pudo. ¡Su espalda estaba pegada a aquella asquerosidad!

Mientras se preguntaba cómo era posible, vio algo horripilante. La sustancia empezó a deformarse, generando un sinfín de pseudópodos que se extendieron por su torso, brazos y piernas. Mientras avanzaban por su carne, su color viraba del gris al granate.

Lucas necesitó de todo su autocontrol para no vomitar, cuando comprendió que aquella cosa estaba ¡alimentándose de su sangre!

Nuevamente intentó incorporarse; comprobó que estaba firmemente adherido a aquella porquería. Y de forma más sólida, a cada minuto que pasaba.

– Dios mío -gimió-, que alguien me saque de aquíííí…

– No se preocupe -dijo el científico-, no hay nada peligroso en esto.

– ¿Lo ha probado usted? -aquel cabrón con bata blanca no se dignó responder. La tapa empezó a cerrarse como la de un féretro.

– No estoy seguro de poder soportar esto -dijo Lucas, intentando ser razonable.

La cabeza se cerró con un chasquido, y hubo un inacabable período de oscuridad. Lucas decidió empezar a gritar, cuando se hizo la luz a su alrededor.

Una iluminación extraña, que mostraba colores algo equívocos. No era como si la cabeza del robot se hubiese vuelto transparente. En absoluto.

Era mucho más raro. No podía ver su propio cuerpo; ni siquiera tenía una visión periférica de su nariz. Trató de mirar atrás… y casi se desmayó del susto.

No sentía la conocida tirantez de los músculos del cuello.

¡Sin embargo, veía el hangar a sus espaldas, como si su cabeza hubiera girado sin esfuerzo ciento ochenta grados! La sensación era enloquecedora. ¿Qué le estaba pasando?

Por lo que sabía sobre los instrumentos marcianos, Lucas sospechó que aquello era una ilusión, proyectada directamente en su cerebro por el mejillón pegajoso que le envolvía. No estaba viendo por medio de sus ojos, sino del extraño sistema sensorial de la cosa. Para comprobarlo, los cerró: seguía viendo sin dificultad.

En apariencia, solamente la visión estaba afectada. Al tacto, su cuerpo seguía envuelto en… uaagh.

Es tan sólo un autómata, se dijo. Otra jodida máquina marciana. Se preguntó si también podría ver el ultravioleta, o el infrarrojo.

– ¿Cómo te sientes? -la voz de Karl retumbó en su cabeza. La ilusión también se extendía al sonido.

– Como si me hubiera corrido en los calzoncillos.

– Lucas -era Sandra-, ten cuidado con lo que dices. Todos podemos oírte.

– Lo siento. No lo sabía.

– Bien, vamos a comenzar con el primer capítulo: aprender a andar.

El robot de la chica cobró vida y avanzó hacia él, con movimientos fáciles y vigorosos. Se detuvo a pocos pasos frente a Lucas.

– Adelante, Lucas, un pasito. Animo, pero con cuidado. No hemos encontrado taka-taks de ese tamaño.

Lucas observó que los científicos se habían esfumado prudentemente. Estaba claro, se suponía que él iba a manejar aquel cacharro, ¿pero cómo?

– Estoy pegado aquí dentro, como un condenado sello en la lengua de una vaca. ¿Cómo esperas que me mueva?

– Intentad andar con normalidad.

– ¿Con normalidad?

– ¿Karl?

– Lo estoy intentando.

De repente, el robot de Karl cobró vida. Pero una vida muy diferente a la de Sandra. Empezó a sacudir brazos y piernas, como si tuviera la enfermedad de Parkinson. De repente empezó a avanzar de lado, sin control.

– Ayayayayay… -oyó gritar a Karl.

– Párate -vociferó Lucas-, te vas a romper la cabeza, idiota.

El robot describió una especie de confuso paso de baile, y acabó estrellándose contra la fila de tres robots vacíos. Chocó contra el primero, desplazándolo contra el segundo, que chocó contra el tercero con un gran estruendo. Lucas esperó verlos caer como fichas de dominó; se sorprendió al ver que eso no sucedía. Los robots vacíos se movieron, zapateando contra el suelo, hasta conseguir volver a quedar equilibrados e inmóviles.

– No hay ningún peligro -dijo Sandra con tranquilidad-; los robots no pueden caer.

– Se han movido como si tuvieran vida propia -dijo Lucas, estupefacto.

– Y la tienen -explicó la chica-. Una vida vegetativa, sin voluntad. Su sistema nervioso no es más complicado que el de una lombriz. Es un cuerpo con reflejos, pero sin mente. Necesitan de nosotros para moverse; sólo tenéis que desear andar, y ellos se ocuparán del resto.

– Parece muy fácil dicho así, pero…

– Y es fácil -insistió Sandra-. Inténtalo tú, Lucas.

Fácil. Como decían en el Zen, «el águila no vuela; abre sus alas, y siente que está volando».

Es una bella frase. Pero Lucas no conocía declaraciones de águilas al respecto.

Intentó concentrarse. Es difícil hacerlo cuando estás sepultado en una jalea viscosa. Se esforzó por empujar su pierna derecha hacia delante; no consiguió moverla ni un milímetro. Pero la pata derecha del robot se elevó lentamente y se detuvo en el aire, como si hubiera quedado congelado al ir a dar un paso. El cuerpo se inclinó levemente a la izquierda, guardando un equilibrio perfecto. Lucas no había intervenido en esto último.

– Estupendo, Lucas, lo estás haciendo muy bien.

Animado por las palabras de la chica, bajó la pata y elevó la otra. Dio un par de inseguros pasos hacia delante. El robot no perdió el equilibrio en ningún momento.

El Zen estaba en lo cierto, después de todo…

– Muy bien, Lucas -dijo ella-, tienes verdadero talento.

– ¿Lo dices en serio?

– No. Pero no ha estado mal. Karl, tu turno.

El robot de Karl anduvo torpemente hacia ellos.

– Muy bien -dijo ella-; ahora salgamos del hangar. Seguidme.

La siguieron con la elegancia de un par de borrachos sobre patines. Lucas estaba seguro de que, si alguien estaba grabando eso, se reiría de sí mismo cuando lo viera. En ese momento no tenía tiempo ni humor. Estaba demasiado absorto en el proceso de mover un pie metálico tras otro.

Una sucesión de extraños caracteres, verde fosforescente, aparecieron en el aire frente a él. Algunos cambiaban rápidamente, desapareciendo por la parte inferior del campo de visión, otros permanecían inmóviles.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– ¿El qué?

– Esos símbolos.

– Escritura marciana. No te esfuerces, nadie la entiende totalmente.

– Pero… -aquello no le gustaba a Lucas- puede ser importante. Quizá me esté preguntando: Va apegarse usted un leñazo morrocotudo: ¿cancelar, aceptar o ayuda?

– Sin duda es importante, los que diseñaron estos robots se preocuparon de que resultaran bien visibles para el conductor. No te preocupes, Lucas, en Marte están trabajando duro para descifrar la escritura marciana.

Con esta exigua esperanza, salieron a una gran explanada situada tras el hangar. Lucas observó que se había acondicionado como campo de entrenamiento. Vio varias dianas fijas y guías para las móviles.

El robot de la chica se plantó en mitad de la pista.

– Quedaos ahí atrás -dijo, elevando una de las manos mecánicas con naturalidad. Lucas observó el par de cilindros metálicos que habían surgido bajo la barbilla del robot. ¿Cañones?

Efectivamente, el robot de Sandra se volvió raudo hacia una de las dianas; los dos tubos empezaron a vomitar fuego. La diana saltó por los aires, destrozada en un abrir y cerrar de ojos. Un segundo después, otra de las dianas fijas corrió igual suerte. Cada una de aquellas dianas tenía un diámetro de diez metros, y las ametralladoras del robot las habían reducido a astillas en décimas de segundos. Su potencia de fuego era realmente inconcebible.