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Un blanco móvil surgió de una trampa en el suelo, a la derecha, y corrió sobre los rieles cruzando frente al robot. La cabezota giró con vivacidad, y el móvil quedó rápidamente envuelto en fuego.

Un nuevo móvil surgió a unos pasos frente al robot, y se elevó en el aire como un misil. El corpachón mecánico se flexionó hacia atrás, doblando las largas patas, y abrió fuego contra el objeto que se elevaba en aquel difícil ángulo, haciéndolo estallar antes de que recorriera unas decenas de metros.

El robot de Sandra se volvió hacia ellos. Los dos cañones humeaban bajo su cabeza ovoide; la cresta de púas doradas le daba un aspecto decididamente maléfico. A su alrededor seguían lloviendo minúsculos fragmentos del último blanco.

– Bueno -dijo la chica, alegremente-, ¿qué os ha parecido la demo?

Lucas había esperado ansioso el momento de abandonar el traje. Se preguntaba cómo lo sacarían, temiendo que la cosa podría durar horas; no fue así. Los técnicos abrieron la cabeza del robot, aplicaron una especie de electrodo a la tibia masa que lo llenaba, y de inmediato ésta se retiró de la piel de Lucas, dejándole en libertad.

Se reunió con Sandra y Karl en la cantina de la base, después de media hora bajo la ducha, restregándose la piel con una esponja áspera.

– ¿Qué tal te encuentras? -preguntó Sandra.

– Como un caramelo usado. Me pica todo el cuerpo.

– Es psicológico. No tardará en pasar.

Lucas observó las ronchas rojizas en el cuello de la chica y en el de su amigo. Imaginó que bajo el mono de reglamento tendrían el cuerpo cubierto de marcas iguales, como él.

– ¿Psicológico, eh?

– Te acostumbrarás.

– Eso me temo. -Alzó una mano llamando a la camarera-. ¿Qué estáis tomando?

– Kumiss. Leche fermentada -dijo Karl, alzando un vaso lleno de un fluido blanquecino.

– No me digas.

– Sandra lo ha puesto de moda. El auténtico kumiss se hace con leche de yegua, pero…

– ¿Qué va a ser, Lucas?

La camarera -Lucas recordó que su nombre era Ana- se inclinaba junto a él, esperando.

– Pruébalo, hombre, no seas aprensivo.

Sandra sonreía, dibujada en su cautivador semblante aquella perenne expresión de chacota.

– Vale, tomaré también uno de esos. Después del robot, ya no me asquea nada.

Ana regresó al cabo de un momento con el brebaje y se lo sirvió.

– Puedes dejar ahí la botella, preciosidad -dijo Karl sonriéndole.

Lucas miró el vaso al trasluz, tomó un largo trago y dijo:

– No está mal del todo. Veremos qué viene después.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó su amigo.

– Me refería a los armatostes marcianos… No puedo imaginar qué otra cosa encontrarán todos esos grandes meollos que están trabajando ahí arriba.

– ¿Echáis de menos Marte? -les preguntó Sandra.

– Nunca has estado allí, ya me lo dijiste -dijo Lucas-. Bueno, si hubieras estado, no preguntarías eso.

– ¿Por qué?

– Marte es el culo del Sistema Solar, cariño -se adelantó Karl-. Lucas y yo nacimos allí, y no le tenemos ningún apego. Se parece tanto a una patria como una madre a un trozo de alambre. La Tierra sí que es un sitio por el que combatir.

– Deberíais de haberla conocido en otros tiempos -dijo la chica con melancolía.

– Sí, algo hemos oído.

– Lo que una vez fue, volverá a ser, o dejaré de ser quien soy -dijo Karl, elevando su vaso. No quedaba muy coherente, pero brindaron por ello.

– Con ayuda de artilugios como esos robots -dijo Sandra dejando su vaso sobre la mesa-. Por eso debemos continuar, aunque todo parezca una locura.

– ¿Lo crees de verdad? -preguntó Lucas.

– ¿Lo dudas? -Sandra parecía confusa.

– ¿Qué provecho puede tener algo así? Ha sido diseñado para la lucha cuerpo a cuerpo, ¿contra qué enemigos? Hasta ahora todo se ha resuelto lanzándonos un maldito rayo de antimateria. ¿Cómo podemos luchar contra algo así?

Sandra le miró a los ojos, muy seria.

– Estoy segura que esos robots tienen una misión que cumplir. Si los antiguos marcianos se tomaron la molestia de dejarlos ahí para nosotros…

– ¿Para nosotros? ¿Cómo puedes decir eso?

– Por lo que sé, se le han hecho algunas modificaciones; básicamente están tal y como los dejaron los viejos marcianos, ocultos en largas espirales de ADN artificial, esperando a que nosotros los desarrolláramos.

– Igual que las naves. Ya lo sabemos.

– Sí. Pero vosotros habéis conducido esas cosas con una especie de enlace neurálgico. Algo muy fino, sin duda, y que fue diseñado centenares de millones de años antes de que el primer australopiteco vagara por la Tierra. ¿Cómo pueden encajar tan bien en nuestros sistemas nerviosos?

Lucas y Karl reflexionaron un instante.

– Quizás, los marcianos eran muy parecidos a nosotros -aventuró el segundo.

– Eso es improbable.

– ¿Entonces? -dijo Karl, sirviéndose otro vaso de aquella pócima-. Quizá tengas una respuesta mejor.

– Puede que no. -Sandra le tendió el suyo-. Puede que no…

Lucas tomó otro trago de kumiss. No tenía demasiado alcohol, pero sospechó que tanto su amigo como la chica empezaban a estar algo cocidos.

10

Markus vestía el ajustado mono de faena jesuita, sin insignias; sus vértebras y costillas se adivinaban bajo la tela negra.

– Entra y siéntate -dijo a Susana, que buscó en vano una silla.

El diminuto compartimiento era una confusión de papeles, libros y fotografías. Markus, impaciente, apartó un montón de papelotes y una botella vacía, descubriendo una litera. Las sábanas estaban sucias y arrugadas.

Susana había logrado llegar hasta Markus, tras varias semanas de duro trabajo en las pirámides. Había avanzado mucho en la interpretación de los ideogramas marcianos; quizá por eso el viejo buitre aceptaba la entrevista.

Markus vivía como un eremita, en un habitáculo ubicado en la cima de la pirámide que llevaba su nombre. Seguía los trabajos que se realizaban bajo él mediante una línea conectada con el ordenador principal, observándolos y juzgándolos, como un Zeus cascarrabias desde lo alto del Olimpo. Mientras, seguía trabajando en solitario, con sus libros y sus viejos pergaminos.

Susana sospechaba que se había convertido en una figura más decorativa que útil. Pero, aun así, había querido verle.

– Siéntate -insistió-. Creo que han reprogramado a los robots de limpieza. Los han destinado a otro uso. No hay que desaprovechar mano de obra; o pinza de obra. De todos modos, odio esos malditos cacharros.

La mujer obedeció. Su pie tropezó con una botella de licor vacía, que rodó por el suelo, para estrellarse con un tintineo contra otras, ocultas bajo la litera.

– Así que eres tú la que habla con los delfines, como san Francisco de Asís.

Susana apretó los puños. Se preguntó cuál sería el estado de Markus en aquel momento. No olvides que Markus es un genio, le había dicho Casanova. Pero sólo cuando consigue mantenerse sobrio más de dos horas.

– He estado trabajando con los ideogramas que aparecen sobre el holograma de Júpiter, en Hoyle y…

– Taawatu… vienes a preguntarme sobre Taawatu; ¿verdad? Oh, sí, conozco tu trabajo. Champollion. Ventris… Durante toda mi vida, querida hija, he intentado comprender a las gentes de otras épocas. Lo consideraba como mi talento especial. Sumerios, hititas, amorreos, cananeos, acadios, elamitas… Caminar por las ruinosas calles de Ur, de Bogaz Kieu o de Ctesifón, me hacían sentirme por instinto un sumerio, un hitita o un persa de la dinastía sasánida. Pero aquí, mi instinto, me ha fallado lamentablemente. ¿Qué tendrán que ver los habitantes de las arenas de Marte, que levantaron estas pirámides hace millones de años, con los que hollaron las tierras de Mesopotamia, de Anatolia, de Irán, hace apenas unos insignificantes tres o cuatro milenios? ¡Prácticamente ayer!

»Y aquellos pueblos que inventaron la civilización eran humanos. Los marcianos difieren de ellos tanto como un triceratops de una lechuga…

Se detuvo un momento, y luego añadió de repente: