– Sí, cierto, pero lo extraño es que tanto los relatos de la Creación, como los del Juicio Final son muy parecidos. Muy a menudo, la destrucción del Universo viene precedida por la aparición de un héroe que rescata a sus elegidos; por lo general se trata del propio fundador del pueblo. Se libra una batalla con las fuerzas del mal, y se crea un nuevo mundo…
»En la época posterior al destierro, los fariseos consideraban peligrosas estas especulaciones; se las llamaba ma'asse merka-bhah, «Cuestiones del Carro», por el carro de la visión de Ezequiel… -Alzó una ceja-. Pero ahí están, nadie consiguió jamás acallarlas… Voces del pasado que nos hablan, una y otra vez, de una guerra entre el Bien y el Mal, entre la Luz y las Tinieblas…
Susana le miró decepcionada.
– ¿Eso es todo? -preguntó.
– Dímelo tú, querida niña. ¿Lograste descifrar los ideogramas que rodeaban el holograma de Júpiter?
– No ha sido difícil -mintió Susana. En realidad, lo había sido, y mucho-, no se trata de un lenguaje, sino de un conjunto de jeroglíficos dejados por los marcianos para ser interpretados por una especie distinta a la suya. Gran parte de mi trabajo ya había sido previsto por ellos.
Los inteligentes marcianos habían hecho un esfuerzo similar al de los técnicos de la NASA cuando grabaron un mensaje en la sonda Pioneer 10. Pero el abismo entre dos especies que habían habitado épocas tan remotas entre sí, no había sido sencillo de saltar.
– Benazir tenía razón -siguió diciendo Susana-, quienes construyeron estas pirámides querían que viajásemos hasta Júpiter. Pero no puedo asegurarle que vayamos a encontrar allí a Taawatu. Ni a ninguna otra deidad persa o babilonia.
– ¿Qué decían los símbolos que aparecen cuando nos acercamos al límite del sistema solar?
– Peligro. Peligro mortal. También ahí Benazir había acertado.
Markus se rascó ruidosamente la barbilla, cubierta por una descuidada barba de tres días.
– Te diré lo que pienso, Susana: Ángeles Caídos, Abura Mazda, Prajapati, Taawatu, Leviatán, todos significan una misma cosa. Lo cierto es que estos nombres carecen de importancia; fueron creados por hombres que vivieron hace apenas unos milenios, y que interpretaron una realidad mucho más antigua; una realidad que escapaba a su comprensión.
– ¿Qué realidad?
Markus tomo aire, y dijo casi de carrerilla:
– Hace millones de años, los marcianos tuvieron conocimiento de una raza que habitaba Júpiter; una raza que estaba en guerra con otra que llegó desde la Nube de Oort; desde la oscuridad, Ahrimán, ¿recuerdas?
»Pero los marcianos fueron exterminados en el transcurso de esa guerra, y la Humanidad nació en medio de este conflicto", que aún no ha terminado, como un bebé alumbrado durante un bombardeo.
»De alguna forma, todo esto, quedó grabado en nuestro subconsciente, e inspiró todas las religiones de la Tierra.
Susana sacudió la cabeza escéptica.
– Eso es imposible.
– Tú eres etóloga, ¿no? No puedes ignorar lo que és la memoria racial.
– No existe tal cosa, es sólo un mito. Cuando morimos, las células de nuestros cerebros se destruyen, evidentemente. Cualquier información que pudieran contener se pierde para siempre.
– No, si se encuentra almacenada en el ADN.
– Absurdo, ¿cómo iba a…? -Susana empezó a comprender lo que Markus estaba insinuándole desde hacía bastante rato-. A no ser que…
– Alguien la colocara ahí, sí. ¿Y quién mejor para hacerlo, que nuestro creador?
Markus le dio la espalda, y cruzó sus brazos sobre su pecho. Su mirada pareció perderse en algún punto infinitamente lejano.
– Pero…
– Te he presentado el escenario de un grandioso campo de batalla -dijo Markus como si estuviera entrando en trance-. ¿Aún no lo has entendido? La raza humana fue creada para cumplir un objetivo en el curso de esa guerra…
Markus se volvió hacia ella.
– He oído que se está preparando una expedición para visitar Júpiter, y ese cometa descubierto por Benazir…
Aturdida por la inesperada pregunta, Susana acertó a decir:
– S-sí, creo que la Hoshikaze ya está casi lista.
– Y tú irás en ella…
– Sí.
– Estupendo. Ya lo sabía, por eso he querido hablar contigo. Quiero pedirte un favor.
– ¿Sí?
– Cuando llegues a Júpiter, saluda a Dios de mi parte.
11
Vista desde lejos, la Hoshikaze era algo impresionante: una de aquellas gigantescas astronaves esféricas, rematada en el enorme espejo de un impulsor de fusión. Una nave viviente… al parecer, se las podía estimular para que desarrollasen unas partes más que otras. Y eso era en lo que los técnicos marcianos habían estado trabajando; habían modelado aquella nave para una única e importante misión: el viaje a Júpiter.
El militar que parecía estar al mando les avisó que ya habían llegado. A Susana le llamó la atención; llevaba el mismo uniforme que los japoneses, pero era de raza negra.
– ¿Quién es? -preguntó Susana en voz baja.
– Es el teniente Shimizu Yonu, de las fuerzas de paz de la Kobayashi -le susurró Casanova.
– Mercenarios -dijo ella, con tono neutral. Fuerza de paz privada, bonito eufemismo, pensó.
– Profesionales especialistas en técnicas de combate -rectificó Casanova.
– ¿De dónde son?
– Norteamericanos, principalmente. Shimizu Yonu es la forma japonesa de John Smith. Y no es un chiste, se llama así de verdad.
Los soldados tomaron los sacos de lona con su equipaje y, usando diestramente sus sandalias adhesivas, atravesaron la escotilla de acceso a la Hoshikaze. Bueno, soldados parecía un término exagerado; charlaban animadamente, señalando la extraña forma de los corredores.
Algunos eran japoneses, el resto eran de raza negra o blanca. De éstos, algunos latinos y otros anglosajones. Tenían entre veinte y treinta años y aparentaban buena forma física. Les había escuchado hablar entre ellos en un inglés estándar, mezclado con palabras japonesas y españolas. Era el hisponglés, una jerga habitual entre los pueblos ribereños del Pacífico.
Eran un total de siete mujeres y ocho hombres. Casanova se los fue presentando. Susana hizo un esfuerzo por memorizar sus nombres: la sargento Ono Katsui, el sargento Walter Fernández, que además era especialista en medicina espacial, la cabo Oji Toragawa y el cabo Michael Harris. Los demás eran: Shimada Osato, Kiyoko Fujisama, Jennifer Brown, experta en trajes espaciales; Elizabeth Thorn, Diana Sanders, Masuto Tadeo, Michaelson, Williams, Martínez, Johnston… Todos poseían algún grado de adiestramiento técnico: electrónica, informática, mecánica, etc.
No parecía haber distinciones de rango entre ellos. Vestían informalmente, con ropas de trabajo funcionales y cómodas, sus sacos al hombro. Ó más bien, sobre el hombro, flotando como extraños globos infantiles.
Pero todos parecieron cuadrarse cuando apareció el comandante Okedo.
– Bienvenidos a bordo de la Hoshikaze, damas y caballeros -sonreía éste. Era un hombre de unos cuarenta años, bastante alto para ser japonés. Tenía un rostro enjuto, adornado con un estrecho bigote. Señaló a una mujer oriental que esperaba junto a él-. La primer oficial, Ikeda Yuriko y yo les conduciremos hasta los alojamientos…
– Hoshikaze. «Viento estelar» -tradujo Susana, interrumpiéndole-. ¿Debo entender entonces que esta nave está bajo jurisdicción japonesa?
Okedo y Shimizu se miraron.
– Mis guardias y yo -dijo el teniente Shimizu con cierta dosis de solemnidad- pertenecíamos a la fuerza de paz privada de la Kobayashi. Por desgracia, esta compañía ya no existe, y nuestras fuerzas están ahora bajo la bandera de Marte, según la resolución del Consejo de Seguridad.
– Lo mismo puedo decir de mi tripulación-añadió Okedo.
– No sabemos qué vamos a encontrar en el cometa -intervino con diplomacia Casanova-. Pero debéis estar preparados para cualquier cosa. Estos hombres y mujeres son los mejores profesionales de que disponemos.
– Gracias -dijo Shimizu. Okedo inclinó un poco la cabeza.
Yuriko les guió hasta el fondo del hangar. Era una mujer diminuta, con el cuerpo de una niña de doce años y un rostro ovalado, semejante a una máscara de porcelana. En la ingravidez, sus movimientos eran delicados y precisos, tan elegantes como los de un actor de teatro no.