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– ¿Cómo se encuentran sus delfines, señor Lenov? ¿Será apropiada esta piscina?

– Oh, sí, por supuesto -Lenov se alegró de que tocase un tema familiar. Empezaba a sentirse como un zopenco-. Pero no los llame «mis delfines», no les gusta. Sus nombres son: Salta Olas Como Torpedo Furioso, éste de ahí. La otra es una hembra, Fuyu no Ara-Umi. Muy hermosa, como ve.

– ¿Fuyu no Ara-Umi? ¿Se llama de verdad «Mar Invernal Embravecido»? -tradujo ella divertida.

Se le formaban dos graciosos hoyuelos en las mejillas cuando sonreía. Lenov también sonrió.

– Tienen unos nombres muy rimbombantes. A Salta Olas Como Torpedo Furioso lo llamo «Tik-Tik»; y a Fuyu no Ara-Umi la llamo «Semi», por su voz. Parece una chicharra.

– ¿Por qué lleva un nombre japonés?

– La educaron en un instituto de la Kobayashi, en las islas Daito. El otro es un viejo amigo mío. Se llevan bien, los delfines siempre lo hacen. En eso son superiores a los… ejem… los humanos.

Carraspeó al darse cuenta de lo que decía. Macho y hembra. Sin duda se llevarían pero que muy bien.

La mujer no dio señales de haber captado el equívoco. Alargó una mano hacia el tanque y Tik-Tik se alzó del agua, como esperando un obsequio de pescado. Lenov trató de recordar dónde había oído el nombre de ella.

– Benazir Rajman. Así que usted descubrió ese cometa raro.

– Sí -sonrió ella-. Imagino que le habrán puesto al corriente de nuestra misión.

– Más o menos -dudó el ruso-; no creo haber entendido ni la mitad de todo… Bueno, hace un año no lo hubiera creído…

Benazir se inclinó sobre el borde del tanque. El delfín se había alejado, y preguntó:

– ¿Lleva usted mucho tiempo con los delfines?

– Toda mi vida, doctora… ¿puedo llamarla Benazir?

– Por supuesto.

– Precioso nombre. ¿De dónde es usted?

– Marroquí.

– Conozco ese país. Maravilloso.

– Usted es ruso…

– Da. ¿Tanto se nota?

– Me temo que sí.

– Bueno, en realidad mis padres eran emigrantes georgianos. Pero yo nací en San Petesburgo… casi por casualidad.

Apoyó los codos sobre la barandilla.

– ¿Dónde empezó a trabajar con delfines? -preguntó ella.

– En Moscú.

– ¿No queda el mar un poco lejos de allí?

– No… es decir, sí, claro. Pero yo empecé entrenándome con ellos en el Instituto Paulov. Desde pequeño había soñado hablar con ellos. Con enterarme de cómo veía el mundo una inteligencia no humana… quiero decir…

– Le comprendo.

– Sí. Como suele decirse, algunos de mis mejores amigos son cetáceos. En mi oficio, decimos que un delfín es más fiel que…

Se detuvo. Iba a decir que una mujer, pero temió ofenderla. Improvisó un dicho ingenioso.

– … que un cepillo de dientes.

– Bien, bien -dijo Benazir sacudiendo la cabeza-. Un cepillo de dientes, ¿eh?

– Ajá.

– Bueno, tengo que irme…

– No le he mostrado el corredor de acceso -dijo Lenov rápidamente- es diseño mío, le gustará.

– En otra ocasión. Ahora tengo cosas que hacer.

– Que lástima.

– No se canse demasiado, Lenov. Hasta luego. -Se despidió con un gesto de la mano mientras desaparecía por la escalerilla de acceso.

El ruso la vio marchar, inclinándose levemente hacia la escalerilla para admirar sus bien torneados tobillos.

– ¿Está usted a cargo de los delfines?

La voz retumbó en el espacio vacío. Lenov se volvió, sorprendido e irritado. Al parecer, hoy era el día de visita en Acualandia. Otra mujer le observaba desde la barandilla de acceso, al otro extremo del tanque.

– ¿Quién es usted? -se preguntó cuánto tiempo llevaría allí.

– Susana Sánchez -dijo la mujer mientras recorría el perímetro en dirección a él-. No pude evitar oír lo de su experiencia con los delfines. ¿Cuál era su trabajo antes?

Susana se plantó frente a él. Lenov era un hombre de aspecto tosco, mandíbula cuadrada, musculoso como un levantador de pesas, y con la piel curtida por el sol y el aire libre. Ella era pequeña, pero parecía el doble de curtida que él.

– Trabajaba en la flota del Atlántico de la Hanashima. ¿Por qué?

– Usted era un arador.

Lenov se sintió repentinamente incómodo. Había casi escupido la palabra, como si se hubiera ganado la vida curtiendo pieles de bebés.

En realidad era un trabajo muy duro, recordó él.

El sol convertía la cubierta de los pesqueros en una plancha candente de quinientos metros de largo, sombreada por las enormes velas controladas por ordenador; interrumpida por las escotillas de las bodegas donde se almacenaban toneladas y toneladas de anchoas. Por medio de una ancha tubería se transfería a bordo parte de la captura diaria. Una interminable cascada de pescado, con destino a millares de hambrientas bocas.

Entonces Lenov tenía la sensación de pertenecer a un ejército en constante guerra por la conquista de proteínas.

Dos remolcadores mantenían extendida la colosal red en forma de embudo aplanado, que se extendía en un frente de un kilómetro. Cualquier cosa no menor que una anchoa era capturada y aspirada mediante un gran tubo.

Cuatro pequeños buques de exploración seguían a los bancos de anchoas mediante sonar, mediciones de la abundancia del plancton y datos meteorológicos acerca de los vientos y corrientes marinas. Media docena de cópteros colaboraban también en la búsqueda.

A gran profundidad, enterrada en el cieno, colosales rejillas metálicas calentaban el agua del fondo, alimentadas por reactores nucleares submarinos.

El agua caliente ascendía desde el fondo, llevando consigo las sales minerales depositadas; aquello equivalía a arar el mar. Los fosfatos y nitratos fertilizaban el agua, permitiendo que el plancton multiplicara su masa por cien en una semana. Como abonado complementario, grandes emisarios submarinos llevaban aguas de desecho desde las ciudades de la costa.

Las anchoas hacían los honores al banquete pantagruélico, reproduciéndose como moscas. Los pesqueros las capturaban en enormes cantidades y los buques factorías las convertían en harina, les añadían colorantes, saborizantes, espesantes y cosas por el estilo. De allí salía la única carne que comía el noventa por ciento de la población del Mundo.

– Sí, trabajaba con los subs y con delfines -dijo Lenov sin poder evitar un cierto tono defensivo-. ¿Qué tiene eso de…?

– Ustedes estaban arruinando el océano. En solo cincuenta años habrían acabado con todo el bentos.

Lenov la miró confuso y se echó a reír escandalosamente. Susana le devolvió una mirada de odio.

– Perdóneme; yo no estaba en un arrastrero. Lo mío eran las áreas de afloramiento. -Lenov logró a duras penas contener la risa histérica-. Aunque, tras el Exterminio, esos temas han perdido gran parte de su importancia, ¿no cree…?

– La tienen para mí -dijo Susana-. No me gusta pensar que estos delfines van a ser atendidos por alguien que siente tan poco respeto por la naturaleza.

– La gente tenía que comer, ¿verdad? -dijo Lenov, sintiéndose algo ridículo-. Claro, ustedes los ecologistas los habrían dejado morir de hambre y…

Pero Susana le dejó con la palabra en la boca. Se dio airadamente la vuelta, y desapareció por la misma compuerta que había utilizado Benazir unos momentos antes.

– Escuche…

Por toda respuesta, el ruso escuchó el golpetazo de la escotilla de acceso al cerrarse. Lenov se encogió de hombros y volvió a su trabajo.

12

– Que no tiemble vuestro corazón, ni se acobarde, dice Jesús. Fijaos en estas palabras, hermanos, porque son fuente inagotable de consuelo y de esperanza…

La Hoshikaze había acogido en el hangar a varios representantes de la Iglesia, de las compañías japonesas y de la Velwaltungsstab. Todos estaban un poco apretados; la botadura, que incluyó una ceremonia sintoísta, varios discursos laicos, y una misa cristiana, estaba resultando demasiado larga para Susana.

– Que no tiemble vuestro corazón… ni se acobarde -repitió el sacerdote-. Hermanos, todos hemos vivido una intensa experiencia: la experiencia de la propia debilidad, la experiencia del límite de nuestras fuerzas, la experiencia del que no tiene dominio sobre su propia vida, y teme perderla. Pero no olvidéis que el triunfo de Cristo resucitado es el triunfo de la Humanidad redimida del pecado y de la muerte. El Hombre ha sido rescatado para siempre de toda angustia mortal, de toda ansiedad hacia su futuro…