– ¿Cómo marcha la tormenta, Volodia?
– Tiene feo aspecto, padrecito. Desde la órbita no se ve ni un solo claro. Vientos de fuerza 10, sin signos de cambio.
– Malas noticias.
– Lo siento, padrecito, no hay otras.
– Gracias. Cambio y fuera.
– Esto es una completa locura -dijo Luis, que conducía-. Reza, amigo mío, porque lo más seguro es que desaparezcamos por una grieta en los próximos minutos. ¿Qué dice el radar?
Luis Álvarez era el mejor conductor de todo terreno que podía uno encontrar en Marte. Casanova se había sentido más tranquilo cuando supo que la Velwaltungsstab les había asignado al corpulento colono para llevarles hasta su incierto destino.
Pero ahora parecía nervioso; esto ya era demasiado para Casanova. Si él estaba asustado, había que empezar a tomarse las cosas en serio.
– Hay un cráter de quinientos metros de alto -dijo Casanova-, a un kilómetro al Oeste.
– Bien, podremos guarecernos a sotavento…
– ¿Es eso seguro?
– Es un riesgo menor.
– Voy a informar a nuestros pasajeros.
Luis dudó un momento.
– Supongo que deberían saberlo. De acuerdo, ve.
Casanova se puso en pie con cuidado y se dirigió a la parte posterior de la caja, sorteando los pesados embalajes con comida y equipo.
A la pálida luz de un generador de emergencia, un jesuíta, vestido con un mono color caqui, consultaba una serie de fotografías de satélite y mapas cartográficos, extendidos sobre sus rodillas. Un dominico observaba sus movimientos agazapado en el otro extremo de la mesa.
No habían sido una compañía muy alegre en aquel viaje.
– Padre Markus… -dijo Casanova.
El jesuíta levantó la cabeza de sus papeles y le miró con frialdad a través de un par de gruesos anteojos.
Su cabeza recordaba la de un tiranosaurio: frente estrecha y mandíbulas anchas. El padre Markus era una de esas personas a las que la Naturaleza había obsequiado con un rostro trapezoide. Estaba calvo en su mayor parte, salvo un semicírculo de mechones color arena en torno a la nuca. Sus fríos ojos grises se entrecerraron.
– ¿Sucede algo, Jaime? ¿Algo en lo que yo pueda ayudar? -Su voz era suave y cortés.
– Hay visibilidad cero y avanzamos sobre terreno desconocido.
– ¿No tienen navegación por satélite? ¿Radar? ¿Mapas? Me sorprende. -Su sorpresa se hallaba teñida de irónica frialdad-. Me temo que en esas cuestiones no pueda serle útil.
– Tenemos todo eso, padre, aunque ninguna de las tres cosas nos advierten de una posible grieta en el suelo de cuatro o cinco metros de ancho, en el que este vehículo cabría perfectamente.
– Esto es terreno caótico -dijo el dominico con una mueca de desagrado-, lo peor que hay en Marte para un vehículo.
Markus le dirigió una mirada de desprecio y volvió a concentrarse en Casanova.
– Entiendo. ¿Y qué van a hacer ustedes?
– Por lo pronto, resguardarnos del viento tras un cráter.
El dominico agitó su mano.
– No me gusta, Jaime. Estaremos resguardados para ser sepultados poco a poco en el polvo.
– Poco a poco, padre Enrique. Podemos salir con palas a despejar el terreno. Y allí podremos esperar a que amaine la tormenta.
– Sin duda usted bromea -dijo Markus con una mirada fija-. Esta tormenta cubre Marte de polo a polo. No se trata de un fenómeno local, lleva ya diez semanas en marcha. ¿Sugiere que aguardemos sentados sobre nuestros traseros otras diez semanas, sin otra diversión que desenterrar nuestro vehículo de vez en cuando?
Más o menos esa es la idea.
El padre Enrique se mostró inseguro.
No sé si haríamos mejor en regresar ahora mismo. Esta expedición me pareció una completa locura. Desde el principio.
Markus entrecerró aún más los ojos.
– ¿He oído bien? ¿Ignoran que yo soy el jefe de esta misión?
Casanova sonrió con frialdad. ¿Qué diría Markus si supiera que las cosas eran muy diferentes a como imaginaba? El padre Enrique Kramer era un funcionario de la Curia, enviado por la Santa Sede para vigilar a Markus. Según las órdenes selladas podía asumir el mando en cualquier momento de la misión, de acuerdo con su criterio. Se las habían mostrado a Casanova, pero no al padre Markus.
– No lo ignoramos -dijo Casanova, con voz suave-. Sin embargo, sucede que quien está al mando del vehículo es Luis; y eso le confiere la autoridad absoluta del comandante de un barco.
– Ya veo. ¿Cree que su autoridad durará mucho cuando informe de su desobediencia? No volverá a conducir nada más complicado que una carretilla.
– Es posible que no, padre. Pero Luis y yo preferimos ser conductores de carretilla vivos, a héroes muertos y deshidratados por la atmósfera marciana.
Markus se encogió de hombros.
– Como quiera. Pero admita que su incompetencia nos hará perder un tiempo valiosísimo.
Casanova necesitó todo su autocontrol para no darle un puñetazo.
– Permítame recordarle que tanto Luis como yo desaconsejamos un viaje así en esta época del año.
– Eso es cierto, padre Markus -corroboró el dominico-, y yo soy testigo.
Markus volvió a sonreírles venenosamente.
– Sin embargo, tuvieron que inclinarse ante mis órdenes, ¿eh? Bien, si quieren quejarse, redacten un informe por triplicado y mándenlo a Nuevo Vaticano. A mí me importa un bledo.
El vehículo se detuvo y cesó el susurro de la arena sobre la carrocería. Los viajeros examinaron el exterior por una portilla.
Se hallaban resguardados en la zona de aire en calma tras el obstáculo. Como siempre, Casanova se sorprendió al ver caer las partículas de polvo del cielo, reflejándose en los haces de luz de los faros. A pesar de la baja gravedad marciana, los granos de polvo se posaban con la rapidez de un puñado de perdigones. Era debido a la tenue atmósfera, que impedía que las partículas más gruesas se mantuvieran suspendidas.
Al anochecer, la temperatura exterior bajó a ciento cincuenta grados bajo cero. Las rocas se cubrieron de una fina escarcha. La atmósfera marciana es seca en términos absolutos, pero el intenso frío hacía que la misma estuviera al borde de la saturación. Un pequeño descenso de temperatura bastaba para que el escaso vapor de agua se sublimase en hielo, sin pasar por el estado líquido. Al amanecer, el calor del sol lo evaporaría, y la escarcha desaparecería como por ensalmo.
Casanova se puso un traje espacial y salió con una pala y un cubo. Recogió una buena cantidad de escarcha mezclada con tierra; una vez dentro del todo terreno, bastaría con calentarla un poco para obtener agua.
A menudo le gustaba considerarse a sí mismo, y al resto de los colonos marcianos, como beduinos del siglo XXI. Aprovechaban los magros recursos del planeta en beneficio de la vida humana. En sus viajes extraían agua de la atmósfera o del permafrost. En caso de necesidad, podían extraer oxígeno calentando la roca para descomponer los peróxidos, tan abundantes en el suelo marciano… y que daban lugar a extrañas reacciones químicas, que habían desconcertado un siglo antes a los expertos de la NASA, en tiempos del Proyecto Viking.
Casanova se apoyó en la pala, observando aquel extraño entorno.
La visibilidad era tan reducida como antes. El polvo suspendido en el aire tenía ahora un color blanco amarillento a la luz; los granos actuaban como núcleos de condensación del hielo. Las rocas se encontraban cubiertas de escarcha. A la luz de los faros, las partículas de polvo brillaban como finísimos copos de nieve.
Tras la cena, el mezquino temperamento del padre Markus pareció suavizarse.
En realidad, apenas había probado bocado; eso sí, bebiendo en abundancia el seudocoñac marciano.
Más tarde, y después de la cuarta copa de mejunje etílico, el jesuíta estuvo más hablador. A una pregunta de Álvarez respondió:
– ¿Que qué eshpero encontrar? ¡Oh, sanc-ta sim-pli-plici-tas! -dijo con lengua estropajosa por el alcohol-. ¡Arqueología, muchacho! Ar. Que. O. Lo. Gí. A.
Dio puñetazos en la mesa a cada sílaba.
Casanova sonrió. La dipsomanía/de Markus era casi legendaria.
– ¿En Marte? -dijo Kramer con cinismo-. Esto es absurdo, padre. Jamás ha habido vida aquí. Este planeta está tan seco como… un hueso.
Recién pronunciado, se dio cuenta de lo poco adecuado de su metáfora. Huesos significan vida. Markus también se dio cuenta, a juzgar por su sonrisa burlona.