– Seamos realistas -insistió-. Llevamos veinte años aquí, ni la CEMM, a la que pertenece nuestro amigo Santiago Casanova, ni nadie, ha encontrado jamás pruebas de que alguna vez hubiera vida en Marte. ¿Qué le hace pensar que ahora va a ser diferente?
– Porque ahora eshtoy yo aquí. -El padre Markus se señaló con el pulgar-. Yo eshploré las ruinas de los sabeos y las culturas preishlámicas de Arabia.
»Y -exclamó con pendenciera arrogancia- deshcubrí los oh-orrp-rígenes del culto de Yahveh…
Sus labios se curvaron en un gesto que podía ser tanto una sonrisa como una mueca de desprecio.
– ¿Les sorprende? Encontré pruebas de que Yahveh era adorado como dios del trueno entre los ca-aaaa-naneos m-me-ridionales, mucho antes de Abraham. Su culto comprendía ritos que luego se prohibieron en el Levítico. Mis descrubi… descur-bi… des-cubri-mientos arrojan lush sobre los ooorígenes del j-judaísmo y sus creencias religiosas anteriores a la ca-uuutividad de Ba-bi-lonia y aun a la eshistencia de la Bibblia…
– Pero ¿qué relación puede tener todo eso con Marte…? -preguntó el dominico.
– Más de lo que ibaginan… -Y dejó pasar un largo y enigmático silencio.
Después añadió con aire soñador:
– Shí, estoy acoshtumbrado a trabajar en un entorno hostil. ¡En el centro mismo de Islam! Mis inveshtigaciones sobre el origen preisláaa-mi-co de ciertas Su-u-u-ras del Corán me atrajeron también el odio de los mu-sul-ma-nesh.
– Padre Markus -dijo Casanova con sosiego-, pronto descubrirá que Marte es un entorno infinitamente más hostil que todo cuanto haya conocido en su vida.
El padre Markus dejó su copa sobre la mesa, fulminando a sus compañeros con la vista. Hubo un tenso silencio. Markus se encogió de hombros.
– Lo lamento, tovarishi. -Suspiró con teatralidad-. Todos debemos cumblir nuestros deberes para mayor gloria del Al-tí-si-mo. Cada uno debe arrastrar su crush, como hiszo el Señor. Ahora les ha tocado a ustedes la crush de estar a mis órdenes.
Bostezó con no menor teatralidad y se dirigió, tambaleante, a su litera en la parte posterior.
– De momento me voy a dormir. Hagan el favor de abagar la lush al shalir.
Álvarez, un tanto molesto por la escena, se disculpó y se fue a dormir también. Durante un instante el padre Enrique y Casanova se miraron en silencio.
– Ese hombre está completamente loco -musitó al fin el dominico.
– Relájese -dijo Casanova, en voz baja y con una sonrisa tranquilizadora-, ahora ya no corremos ningún peligro.
– No me gustan este tipo de situaciones. Casanova le dirigió una larga y pensativa mirada. Una vez mas consideró que las órdenes religiosas tenían demasiado Poder en aquel planeta. Habían sido la cabeza de playa de la colonización, habían luchado por domar aquel mundo en los lempos realmente duros; ahora no iban a hacerse a un lado discretamente. Las continuas disputas entre las diferentes órdenes eran un síntoma de la lucha por el poder librada entre los religiosos de Marte.
– Son inevitables -dijo Casanova.
– Lo que no impide que sigan sin gustarme -insistió el dominico con tozudez.
Una semana más tarde, cesó la tormenta y reanudaron la marcha. Tres semanas más tarde, llegaron a Elysium sin más incidentes. Y cuatro semanas más tarde, el padre Markus exclamaba triunfaclass="underline"
– ¡¡¡Schliemann, te he superado!!!
2029 d.C.
El ultraligero zumbaba a baja altura, sobre la pista de suelo batido. El piloto, un barbudo monje franciscano, puso proa al viento y redujo gas gradualmente. El liviano aparato descendió, tocó tierra, se alzó medio metro y volvió a tocar tierra, bamboleándose sobre su tren de aterrizaje triciclo debido al terreno mal nivelado. Finalmente rodó con lentitud hacia una especie de granero que hacía las veces de hangar, y se detuvo.
El franciscano cortó el encendido y bajó con torpeza del aparato. Era demasiado grande y robusto para aquel avioncito, pero se las arreglaba lo mejor que podía. Se pasó la mano por la frente limpiándose el sudor, y despegó su suéter marrón de lana de su espalda.
Hacía un calor endiablado en aquel sitio, el lecho seco del mar de Aral, en el centro de la meseta de Ustyurt. Aquel había sido el escenario de la sangrienta guerra entre Uzbekistán y Kazakistán, a finales del siglo pasado. Las nucleotácticas habían alterado el clima de aquella región, secando el pequeño mar interior y condenando a la muerte por hambre al noventa por ciento de sus primitivos ocupantes.
El suelo arenoso parecía formado por trozos de vidrio triturado y estaba demasiado cálido. Los granos de sal se introducían en sus sandalias, haciéndole penoso el caminar.
Cinco hombres que se hallaban sentados a la sombra del edificio corrieron a su encuentro.
Los colonos se inclinaron con respeto.
– Bienvenido, Reverendo Padre -dijo el de más edad.
El franciscano los observó. Eran individuos musculosos, de piel curtida y renegrida por la vida al aire libre y el trabajo duro. Vestían saharianas y pantalones cortos de tela recia, muy gastados y remendados. Se cubrían con anchos sombreros; ropas baratas y prácticas, enviadas desde Europa por la Velwaltungsstab. El franciscano pudo ver con claridad el emblema rojo en cada una de las solapas.
– Llamadme sólo hermano. Soy un monje, no un sacerdote. Hermano Álvaro Corella -señaló su escapulario, donde aparecía su foto bajo una cruz, y más abajo: «Corella; O.F.M.», en caracteres latinos y cirílicos.
Les sonrió, para suavizar la sequedad de sus palabras, y tendió la mano al hombre mayor que le había saludado. El hombre dudó; por un momento el franciscano temió que se la besaría. Pero se limitó a cogerla sin apretar, como si fuera quebradiza.
– ¿Podéis conducirme hasta lo que habéis hallado? -Fray Álvaro contuvo la tentación de levantar un pie del suelo ardiente.
– Desde luego, rev… hermano Álvaro. No está muy lejos… hacia allí.
Señaló hacia el sureste con un dedo de uña enlutada.
El franciscano fue conducido hasta la parte trasera del hangar, donde les esperaba una vieja furgoneta de fabricación japonesa.
El monje caminó pesadamente tras los colonos; además de la gruesa y cortante sal, el suelo se hallaba sembrado de guijarros y grava, con aristas no menos cortantes.
El hombre mayor le recordaba al franciscano la famosa estatuilla egipcia llamada Cheik-el-Beled («el alcalde del pueblo»).
Probablemente son egipcios, pensó. Descendientes de los cristianos coptos expulsados por el Quinto Jihad. Y ahora emigrantes forzosos en esta región dejada de la mano de Dios.
El problema era que la Velwaltungsstab no podía dejar aquel pasillo de acceso a Europa despoblado. Aquellos hombres trabajaban duramente intentando recuperar la habitabilidad del lugar, pero a la vista de los resultados, fray Álvaro opinaba que aquel trabajo podía ser más duro que la terraformación de Marte.
Fray Álvaro era meteorólogo, y trabajaba también en aquel proyecto, desde el instituto de Nueva Buhara; la única cosa que merecía el nombre de ciudad en aquel olvidado rincón del mundo.
– Esas sandalias no son adecuadas para caminar por el desierto, hermano -dijo el que fray Álvaro había bautizado in pectore como El alcalde del pueblo-. Vais a lastimaros los pies.
Se sentó en una piedra y empezó a quitarse las botas de lona verde y suela de goma.
– ¿Qué haces?
– Con mis botas caminaréis mejor. Me parece que mi pie es más grande que el vuestro.
– ¿Y tú irás descalzo? -dijo el franciscano, alzando las cejas. El alcalde del pueblo se encogió de hombros y le mostró la planta del pie, encallecida como el cuero. El hermano Álvaro dudó un momento, pero la idea de meter sus pies en aquellas botas sudadas y malolientes le hizo sentirse ascético.
– Gracias por tu caridad, hermano, pero deja tus botas donde están y démonos prisa. Aguantaré hasta volver a la Misión.
Dudando, El alcalde del pueblo se volvió a calzar. -Bueno, la verdad es que la furgoneta nos llevará la mayor parte del camino. Si queréis. -La furgoneta era probablemente el único vehículo a motor de todo el pueblo; el olfato indicaba que su uso habitual era el transporte de estiércol. Fray Álvaro y El alcalde del pueblo subieron a la cabina, este último al volante, mientras los restantes colonos se acomodaron en el suelo. El motor de arranque giró un par de veces y el vehículo se puso en marcha, arrojando una invisible nube de gas: motor de metanol, adivinó el franciscano. -Por cierto, hermano -dijo El alcalde del pueblo-, me llamo Abdul Kasim. Soy el alcalde del pueblo -el hermano Álvaro pestañeó, sorprendido al oír sus pensamientos en voz alta.