– Me alegra mucho conocerte, amigo Abdul. Pero… ¿adónde vamos?
No muy lejos, sólo un par de kilómetros. Llegaremos pronto. Mirad, ése es nuestro pueblo: Alto-Amu.
Alto-Amu era un grupo de chozas destartaladas, desdibujadas por la distancia y las capas de aire caliente, de las que sobresalía el campanario y la torre distribuidora de agua. No lejos del poblado se veían los huertos, protegidos por invernaderos de plástico, mil veces remendados y parcheados. Cultivos hidropónicos, por supuesto.
La furgoneta se introdujo por un estrecho valle, que el franciscano reconoció como el cauce seco del río Amu.
– ¿Qué tal os va la vida aquí? -preguntó.
– Oh, pues… vamos adelante -dijo con timidez el alcalde Kasim.
Fray Álvaro se secó el sudor de la frente.
– ¿Tenéis bastante agua?
– La suficiente y nada más. Hay un manto acuífero bajo tierra, pero está muy profundo. La mayor parte de nuestra agua viene de las montañas.
El monje se abanicó con la mano, deseando vestir ropas más holgadas. Su suéter de lana con capucha y sus pantalones, ambos del color marrón de los franciscanos, se le pegaban al cuerpo por el sudor y le picaban. Abrió la ventanilla, para aprovechar la corriente de aire producida por la marcha, pero aquello no mejoraba las cosas.
Observó a los colonos, mal vestidos y mal calzados, pero no parecían pasar hambre. Tenían una esperanza para el futuro… partiéndose la espalda en el intento, eso sí, pero para muchos era peor.
La furgoneta se detuvo. El monje parpadeó, escapando de sus soñolientas meditaciones.
– Ya estamos, hermano Álvaro -dijo el alcalde.
Frente a ellos se elevaba un escarpado montículo de cascotes. Un cráter de impacto. La cicatriz había revelado accidentalmente algunas características del subsuelo; rocas de tipo ígneo, negras como el carbón o grises, salpicadas de cristales de olivino, color verde botella, o plateadas chispitas de mica.
El hermano Álvaro observó los dibujos producidos por el agua al fluir, indicando su presencia bajo la superficie.
– Lo vimos caer hace dos jornadas. Fue como la lanza de Dios clavándose en mitad del desierto -dijo Kasim. El fraile se sorprendió ante tan literaria expresión.
Treparon por las laderas del montículo, cubiertas de escorias y costras de lava negra. Los pies del hermano Álvaro se asentaban de modo inseguro, y recibió un doloroso golpe en el tobillo. Se dio un breve masaje, rechazando la ayuda del alcalde Kasim. No era nada, sólo un arañazo.
Siguieron subiendo. Cuando llegaron arriba, fray Álvaro jadeaba, más cansado de lo que hubiera creído.
El cráter tendría unos cincuenta metros de diámetro. El franciscano calculó que el objeto que lo produjo no podía ser mayor que un balón de fútbol. Todo su interior estaba tapizado por una intrincada forma vegetal. Ésta nacía del centro geométrico del cráter, y extendía sus raíces como tentáculos por toda la cara interior.
Las raíces tenían un color verdinegro, y el grosor de la muñeca de un hombre; sobre ellas crecían miles de flores, parecidas a girasoles de color granate. Todas las corolas parecían apuntar hacia un mismo punto del cielo.
– ¿Dices que el meteorito cayó hace un par de días? -preguntó el franciscano.
– Así es, hermano… ¿por qué?
– No soy un botánico, claro, pero estoy seguro de que todo eso no ha podido crecer en un par de días.
– Pero, yo os doy mi palabra…
Fray Álvaro alzó una mano para tranquilizar a Kasim.
– Te creo, te creo. Pero es… asombroso.
2034 d.C.
El doctor Tariq Al-Andalusí irrumpió enfurecido en la sala de trabajo de su observatorio astronómico. El único ocupante de la misma, su joven alumno Mohamed Alí, le dirigió una mirada de asombro.
– ¿Quién ha sido el estúpido hermano de un perro judío que ha manipulado estas lecturas? -vociferó el astrónomo.
Se encontraba muy irritado; hacer astronomía pura, en los tiempos que corrían, era una tarea difícil. Era prácticamente una afición de tiempo libre. De no ser por la necesidad de mantener la vigilancia sobre los satélites cristianos y sus bases y naves espaciales, los Creyentes no tendrían siquiera satélites de observación.
El observatorio del Kilimanjaro era una creación personal del doctor Tariq. Suya exclusivamente había sido la iniciativa de la construcción de un observatorio que centralizara la información de la red de satélites, resultado de patear cientos de oficinas, de lamer metafóricamente traseros encumbrados y de gastar aliento cerca de los Imanes, a los que Dios no había dotado del discernimiento para distinguir un planeta de una estrella. Habían sido muchos años de esfuerzo; sólo cuando empleó el truco del almirante norteamericano Rickover, padre del submarino atómico (le digo al Presidente que los rusos van a mandar un hombre al infierno, y recibo cien millones de dólares para mandar un americano al mismo sitio) fue cuando logró por fin obtener un éxito moderado.
En la plegaria vespertina nunca dejaba de orar para que los satélites no se averiasen allá arriba.
Con ello, naturalmente, había adquirido compromisos de todo tipo; los datos que llovían del cielo eran secretos militares, y el análisis subsiguiente una tarea de defensa. Aquello había representado muchos inconvenientes al principio, hasta que logró convencer a los Imanes. La investigación de las distantes estrellas y galaxias merecía la pena. Los Imanes habían cedido y retirado las reglas de seguridad más ofensivas; ahora el doctor Tariq trabajaba con bastante libertad. Por ello se había irritado enormemente al descubrir algo raro en las imágenes archivadas en el ordenador.
– ¿Qué pasa, doctor? -trató de calmarlo Alí.
– ¿Qué me dices de esto? -El doctor Tariq señaló indignado una amplia zona blanca en el centro de un listado de ordenador-. Alguien ha borrado las lecturas obtenidas por Jomeini L5/3. Fíjate, nada en un espacio de tres horas.
– Hmmm… -Alí jugueteó ociosamente con su rosario-. Vamos a ver.
Examinó una serie de números y letras que el ordenador había impreso en una esquina. Se dirigió a un teclado y empezó a manipular. En pocos momentos, una serie de listados aparecieron en un monitor.
El dedo de Alí señaló unas líneas luminosas. Para cada archivo de la memoria, aparecía una lista de quienes lo habían leído o editado: nombre del operador, hora, fecha, y tipo de operación.
– Nadie manipuló los archivos -dijo al fin.
El doctor Tariq miró la pantalla, inseguro. Su cólera empezaba a enfriarse.
– ¿Estás seguro?
– Seguro. Los archivos gráficos son de tipo sólo lectura, a menos que alguien le cambie el tipo y luego lo abra para escritura. Y eso aparecería aquí.
– Pero no puede ser -meditó el astrónomo-. El satélite no pudo quedarse ciego durante tres horas, así, sin más. Maldita sea, si se ha estropeado…
– No hagas mala sangre, viejo. ¿Un matecito?
Alí dijo esta frase en castellano. Había nacido en Argentina como Arturo Pérez; al convertirse a la Verdadera Fe había adoptado el nombre de un legendario boxeador norteamericano. El doctor Tariq era de Cádiz, y acostumbraban a hablar en dicho idioma cuando se hallaban solos.
– Pero… sí, gracias.
Se dejó caer en una silla, examinando pensativo el listado. Alí puso a hervir agua en una jarra y sacó el paquete de yerba mate.
Llenó la calabacita de hierba hasta dos tercios de su volumen y la sacudió durante un rato. Su jefe examinaba ceñudo el papel.
– Mohamed, no lo entiendo. Si el satélite hubiera resultado dañado, lo habríamos detectado.
– ¿Dónde apuntaba durante esas horas? -preguntó Alí. Añadió azúcar, colocó en el mate un tubito de metal, la bombilla, y echó el agua hirviendo.
– A Sagitario, creo. Una zona de la nube de Oort. -Tariq señaló el papel de ordenador con un dedo sarmentoso.
Mohamed sacudió la cabeza.
– Bueno, recemos a Dios, clemente y misericordioso, para que nuestro querido satélite no haya sufrido ningún contratiempo.
Dijo esto último con una leve sonrisa. A pesar del tiempo transcurrido desde la conquista de Sudamérica, Argentina no era una nación con mayoría islámica como Perú, por ejemplo; y el doctor Tariq siempre había sospechado que la conversión de Alí era puramente de boquilla, y que en el fondo era tan tibio como él mismo. Por supuesto, jamás lo dijeron en voz alta, ni siquiera estando solos.