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Al-Kindi L-5/34 mostraba un inesperado aumento de rayos gamma. ¿Podría tratarse de positrones aniquilándose con el propio aparato detector?

Al-Farabi L-5/12 detectaba partículas con masa y carga que las señalaban como positrones.

Pero lo importante eran las fechas y lugares: los satélites habían registrado, con algunas décimas de segundo de diferencia, una serie de sucesos compatibles con una repentina lluvia de positrones.

¿Todos, al mismo tiempo?

Pero, si los satélites estaban en buenas condiciones, entonces se encontraba ante un nuevo tipo de fenómeno cósmico, no un montón de cagadas de paloma. ¡Algo que nadie había encontrado antes!

Positrones, en una cantidad ampliamente detectable. Eso significaba antimateria. Antimateria significaba energía sin límites.

¡Por fin, y gracias a Dios (clemente y misericordioso), la Fortuna se digna sonreírme!

En lo más hondo de su ser siempre había sabido que algo así sucedería. No tenía ni idea de qué podría tratarse aquello, sin embargo estaba seguro de que valdría algo. Sintió ganas de echar a correr hacia el teléfono. Seguro que alguna agencia cristiana estaría dispuesta a valorar aquella información.

Se detuvo. ¿Debería informar antes al profesor Tariq? Parecía lógico, pues él se hallaba allí en calidad de ayudante suyo… Se encogió de hombros. Le informaría en cuanto le fuera posible, ahora cada segundo contaba. En ese momento alguien, en algún lugar del mundo, podría estar teniendo los mismos pensamientos que él. Se dirigió al radioteléfono a toda prisa.

Le pidió al ordenador asistente del teléfono que le marcara el número de alguna revista científica del Norte. Antes que nada tenía que registrar la observación como propia. Si alguien reclamaba el derecho de haber sido el primero, esa llamada sería decisiva. Después ya habría tiempo de todo lo demás…

Qué cosa tan fuera de lo común. El ordenador había marcado el número, pero la pantalla sólo mostraba interferencias.

– ¿Qué sucede? -gritó irritado.

– No lo sé, señor -respondió el ordenador, con calma inhumana-. No puedo obtener una línea clara.

¡Por las peludas orejas de Sheitan! Alí dio un puñetazo en la mesa. Justo ahora se estropeaba el teléfono.

– Sigue intentándolo. Y avísame en cuanto tengas línea.

– Así lo haré, señor.

Regresó a la sala de terminales mordiéndose las uñas, ¡justo ahora se encontraba aislado en lo alto de aquel jodido volcán!

Nervioso, caminó en círculos. Volvió al teléfono.

– ¿Sigues sin tener línea?

– No, lo siento, señor. He probado en varias bandas. Nada hasta el momento, señor.

¡Malditos africanos! Regresó a la sala de pésimo humor. Revisó los números, y… sí, allí estaban. Los observatorios habían registrado el aumento de positrones de forma progresiva. Llevado por una intuición pidió al ordenador que buscara alguna relación entre los tiempos de diferencia de registro y las posiciones entre los satélites.

¡Coincidía! Los satélites con mayor separación angular de la línea Tierra-Luna habían registrado los positrones antes que los más cercanos. Aquello significaba que un haz de positrones a la velocidad de la luz barría el espacio acercándose a la Tierra.

Sintió un escalofrío de aprensión. Se trataba de radiación de antimateria. Y un frente de antipartículas que avanzaba hacia ellos, bueno, haría horas que ya habrían llegado a las capas altas de la atmósfera terrestre. ¿Sería ésa la causa de que la radio no funcionase?

Pidió al ordenador los últimos datos de los satélites.

Jomeini L-4/78 no responde…

Al-Kindi L-5/34 no responde…

Al-Farabi L-5/12 no responde…

– ¿Qué sucede? -se preguntó en voz alta. El ordenador no dijo nada-. Creía que las emisiones por satélite eran microondas, inmunes a las interferencias.

– Así es, señor.

– ¿Recibes alguno de los satélites lagrangianos?

– De Khayyam L-5/7, señor.

– Bien, hazme un volcado de datos.

La pantalla empezó a llenarse de números. Los ojos de Alí se abrieron con profundo horror.

¡Dios misericordioso!

El recuento de positrones aumentaba en progresión geométrica. Los números cambiaban ante sus ojos: 30064, 60312, 120463, 240393, 480880, 961227… tan enormes que el ordenador empezó de pronto a imprimirlos en forma exponenciaclass="underline" 1.92E+6, 3.85E+6 7.70E+6, 1.54E+7, 3.08E+7, 6.17E+7, 1.23E+8, 2.47E+8,4.93E+8,9.85E+8,1.98E+9,3.95E+9,7.88E+9…

¡Ocho mil millones de positrones por minuto y centímetro cuadrado!

¡Y seguía aumentando! De repente se interrumpió.

– ¿Qué sucede? -gritó de nuevo, esta vez al borde del pánico.

– He perdido el contacto con Khayyam L-5/7, señor.

Alí se volvió hacia una de las ventanas. Un fuerte resplandor penetraba por ella desde el exterior, a través de la cortina. Observó el reloj en un gesto mecánico. Las cuatro, faltaban dos horas para que amaneciera.

Poco a poco, con paso temeroso, se acercó a la ventana; subió la persiana, abrió la doble hoja…

Los cielos estaban en llamas.

El cristal de la ventana crujió… se combó hacia dentro… y estalló. Los fragmentos volaron hacia él como vampiros sedientos de sangre, mordiendo con saña su rostro y pecho.

Pero el desastre ya había empezado en todo el hemisferio. A Mohamed Alí ni tan siquiera le cupo la gloria de ser el primero en morir.

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Desde su punto de origen, el denso haz de positrones se dirigió al sistema solar interno. Su velocidad era el 99,9999 % de la de la luz, tan cerca de ella que, para un observador que se moviera con el haz, un metro equivalía a un milímetro y medio, y un día a cinco segundos. Las oscilaciones aleatorias del campo magnético solar, y algo más, impidieron que se mantuviera enfocado en un solo punto, pero a pesar de eso…

Las estaciones espaciales fueron borradas del cielo. Copérnico L-4, la mayor de la Velwaltungsstab, apenas tuvo tiempo de advertirlo. A lo largo del gigantesco cilindro, las colosales ventanas de cinco kilómetros estallaron casi simultáneamente como un vaso de vidrio lleno de agua hirviendo. Sus diez mil habitantes se vieron lanzados al espacio junto con el aire, la tierra, el agua de los lagos y las grandes piscinas de cero-g, casas, autos y triciclos eléctricos, aviones a pedales, sin apenas tiempo de darse cuenta de qué los mataba.

Shin Nihon (Nuevo Japón) era una gigantesca estación espacial situada en Lagrange número 5. Su forma era tórica, con el lado interno transparente. En el cubo había un complejo de espejos que reflejaban los rayos solares, proporcionando luz para la fotosíntesis.

El interior de la gran rueda en rotación se había recreado con minuciosidad la atmósfera del Japón feudal del siglo XVI. Era un terreno formado por valles encajados entre ásperas montañas, cubiertas por bosques de robles, pinos y criptomerias, entre los que se extendían los arrozales y los huertos de coles o rábanos y las plantaciones de mandarinos. También se erguían réplicas de los principales volcanes de la madre patria: el Fujiyama, el Minami y el Aso-san, construidos con basalto lunar y espaciados ciento veinte grados, para no desequilibrar la gran rueda.

Shin Nihon estalló, arrojando sus robles centenarios al espacio, como si se tratara de un puñado de bonsais arrastrados por un tifón. Kobayashi Kunio, el famoso multimillonario, contempló el increíble espectáculo de toda aquella belleza que él mismo había colaborado a construir, destrozada, arrancada por un poderoso huracán que los lanzaba girando al vacío, a la muerte.

¿Qué maravilloso haiku podría componerse ante este espectáculo!, pensó un segundo antes de morir.

Todas las naves espaciales en ruta a la Luna o la Tierra sufrieron el mismo destino: el metal de sus cascos se puso incandescente y se convirtió en una rugiente mezcla de plasma y rayos gamma.