Alguien volvió a repetir que tenía aire deMigas y, muchos, que aquella cara "les sonaba".
Hacia mediodía, de todas las declaraciones espontáneas, la única que parecía haber escamado aPlinio fue la de Anastasio, el guarda jurado. Por eso mandó al cabo Maleza que convocara por teléfono mismo a los dueños de todas las pensiones, fondas y posadas del pueblo para que acudieran a la exposición del muerto.
Luego llegó el escultor Calixto en bicicleta, con los apaños para hacer la mascarilla en una caja de cartón que traía amarrada alporta.
– Ya estoy aquí, Jefe.
– Tendrá usted que esperar un poco a ver si se aclara esto… Supongo yo que a la hora de comer remitirá la parroquia. Y podrá usted trabajar a gusto.
– No faltaba más. – Y apoyando la bicicleta en la pared se puso a contemplar el paisaje dando paseíllos cortos.
Luego sacaron a una moza mareada. La sentaron en la silla y le humedecieron la frente con un pañuelo. Estaba completamente pálida y con un cierto sudor.
Cuando al fin abrió los ojos preguntó qué le había pasado. Se reanimó, y del brazo de otras dos marchó caminando despacio.
… Hacia la una del día empezaron a clarear las visitas.Plinio dio permiso al escultor para que entrara a su labor y don Lotario salió con su bloc lleno de apuntaciones que fue mostrando al Jefe. Al cabo de un poco salió también el Faraón.
– ¡Coño, qué incertidumbre!
– ¿Qué te pasa, Antonio?
– Que no sé si quedarme ahí dentro viendo al Calixto hacer la máscara o que nos fuéramos a tomar unas cervezas fresquitas.
– Tú verás. Don Lotario y yo nos apuntamos a las cervezas.
– Pues eso.
Tomaron el "seiscientos" y tiraron hacia el pueblo.
– Vamos al otro casino, al de Tomelloso, que no habrá gente a estas horas y podamos estar tranquilos, digo yo – sugirió Antonio.
– Sí. Mejor será.
– Tengo metido en el colodrillo la cara del muerto de la puñeta. Como que desde ayer tarde no he mirado otra cosa…
El salón del Casino de Tomelloso estaba vacío, como esperaban. Pascual, el camarero, único viviente, dormitaba en un sillón. La luz refina que se filtraba por los cristales esmerilados de la montera, obra maestra de Luis el del "Infierno" en sus años de plenitud, cuajaba un ambiente suave, de sol invernizo, delicado.
Se sentaron los tres hombres bajo el espejo de la izquierda, y como Pascual no despertase con el ruido que hicieron al entrar, se pusieron de acuerdo para dar palmas a la vez a ver si conseguían aventar el modorro que tenía tan derrotado al camarero.
Éste, al oír los múltiples y esforzados aplausos, dio un respingo cachorril, se restregó ambos ojos con iguales manos, y luego de orientarse de qué parte del gran salón le venía el manoteo y la guasa, se puso el paño al hombro, tomó la bandeja bajo el brazo como un broquel y fue hacia ellos.
– ¡Venga, chico! – le dijoel Faraón -, ¿es que estuviste anoche "anca ésas".
– ¡Qué va!, estuve de vela por el puñetero del muchacho que lloró hasta el amanecer. Ha llegado tardío, pero con unas ganas de pasacalle quepa qué.
Luego que trajo Pascual las jarras de cerveza y unas gambas a la plancha, los tres hombres se aplicaron a ellas con gran gusto. Sacó luegoPlinio el "Caldo de gallina" de los amigos, y empezaban todos a liar cuando se vio moverse la puerta giratoria y en seguida apareció Alcañices, muy prisoso.
Al verlos sentados bajo el espejo, puso cara de gusto:
– Menos mal que les encuentro – dijo a manera de saludo.
– ¿Pues qué pasa? – le preguntóPlinio.
– Nada, hombre, un negociejo que se me ha ocurrido.
– Siéntate, negociante – le dijoel Faraón.
Alcañices era un menestral muy emprendedor.
– ¿Y vienes a pedirnos financiación? – le preguntóPlinio.
– Nada de financiación. Vengo a pedirle permiso a usted, Jefe.
– ¿De qué se trata?
– Poca cosa, pero que puede dar hilo… Verá usted: he visto al artista Calixto haciendo la mascarilla del difunto anónimo y me ha dicho que usted le autorizó.
Entonces yo he pensado que me hiciera a mí una copia. Y ha dicho que sí. ¿Sabe usted para qué?
– No. ¿Para qué?
– Para fabricar caretas, hombre de Dios. Si está claro.
– ¿Caretas de máscara?
– Quiquilicuatre.
Plinio se pasó la mano por la nuca como buscando una razón, pero se le adelantó el Faraón:
– Pero, oye,so chalao, si estamos en junio y para carnaval falta la intemerata.
– No importa.
– Sí importa, porque en carnaval ya se habrá olvidado todo el mundo del cadáver anónimo, como tú dices.
– ¿Qué tendrá que ver una cosa con otra? A la gente, ¿comprende usted?, le está haciendo mucha impresión este muerto… Máxime que lo va a visitar medio pueblo… Y un recuerdo de estas cosas siempre gusta. Y, claro, como las mascarillas son muy caras, pues la gente comprará caretas…, que el ponérselas o no ya es otro cantar.
– ¿Entonces, tú crees que pones en el mercado un puesto de caretas en pleno junio y te las quitan de las manos? – dijoel Faraón con sorna.
– Como rosquillas, sí señor. Yo conozco la fantasía fúnebre de la gente.
– Allá tú. Pero yo no lo veo claro.
– Usted, Jefe, ¿me autoriza o no me autoriza?
– Yo sí; no faltaba más. Pero piénsalo.
– Estápensao. Me voy.
– Pero, hombre, mascarero, tómate una caña.
– Se agradece. ¡Abur!
Y salió de pira.
– ¡Anda con Dios! Va como si ya las tuviera en el horno.
– ¿En el horno? – preguntóPlinio.
– Es un decir.
– Está el pobre como una turbina. Las muertes misteriosas sacan a la gente de quicio.
Consumidas las cervezas y las divagaciones sobre el negocio de las caretas que se prometía el industrial Alcañices, decidieron irse a comer.
El Faraón marchó a pie desde el Casino y don Lotario llevó a Plinio en su coche. Por cierto, que cuando pararon en la puerta de éste, tuvo lugar una corta plática que merece copia.
– Manuel, te encuentro muy raro en este caso.
– ¿Raro?
– Sí. Lo estás tomando como a chacota. No entras en él seriamente, salvo que me estés engañando.
– ¡Qué le voy a engañar! Y de chacota, nada. Sencillamente es que no sé por dónde meterle mano. No hay carne que sajar. Estoy con las narices abiertas esperando que me llegue algún viento aprovechable… Creo que estamos operando como requiere el caso, pero hasta ahora no pinta el juego… Este negocio no ha dado la cara todavía, sin duda porque en él hay algo raro, algo fuera de lógica.
– En fin, como tú quieras.
– De verdad, don Lotario, que estoyin albis, como usted dice.
– De verdad, Manuel, que tampoco te interesa mucho el muerto.
– Ni me interesa ni me deja de interesar. Que no lo entiendo, eso es todo.
El veterinario hizo un gesto ambiguo. El Jefe, sonriendo con aire comprensivo, entreabrió la puerta del coche y dijo a manera de saludo:
– Bueno, en comiendo nos vemos en el San Fernando a tomar café.
En el Casino de San Fernando, a la hora del café,el Faraón era la figura del día. Su tertulia habitual, acrecentada aquella tarde, era un jubileo. Todos le hacían chistes sobre el "muerto que le habían echado los Reyes", que había "realquilado", que "venía a darle el último aviso"… "Que vaya muertazo que le habían dado"; que si de corredor de vinos "se había trocado en corredor de difuntos"… "Que no hay muerto que cien años dure"; que "si le debía algo", "que vaya mensaje", etcétera.