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– Ya, ya, pero que yo no concluyo nada en dos días que llevo dándole al magín.

– Vamos a dar un paseo por todo el perímetro, anda.

echaron a andar al filo de aquel huerto sombrío,sin hablar.

Casi en todos los muros había adosadas galerías de nichos, y en el Cementerio Viejo, muros altos y encalados, difíciles de saltar.

– Ésta – dijo Matías ante un muro sin encalar – es la parte nueva, la que acordó el Ayuntamiento después de tantos líos… que usted se acordará.

– Sí…

El muro estaba hecho de tapial, según es allí costumbre, y todavía parecía húmedo.

– ¿Cuándo acabaron este muro?

– ¿Cuándo?

– Sí, ¿cuándo?

– ¡Coño!, ahora que dice usted. Pues acabarlo, acabarlo, sería hace más de un mes, pero… Venga usted.

Y sin rematar la frase echó a andar a toda pierna.Plinio le seguía con dificultad entre las sepulturas, algunas abiertas, con cardos borriqueros o tablas de viejos ataúdes en la sima. "Verás tú, éste me entierra a mí también", se decía mientras caminaba, triscaba entre aquellas muerterías.

Por fin se detuvo el huesero, no sin cierta fatiga, frente a una parte del muro que todavía rezumaba agua.

– Digo…, decía-y de verdad que lo decía, aunque entre resuellos – que este trozo, como bien se ve, lo cerraron bastantico después… Hará, qué sé yo. Como una semana. Creo que porque se puso el oficial malo… por falta de piedra, para sacar materiales o no sé qué.

– ¿Qué maestro hizo la cerca?

– Asensioel Nuevo.

– Claro que…

– ¿Qué?

– Que de aquí al nicho delFaraón hay mucho camino para ir con un cajón a cuestas… y muchos nichos y sepulturas vacías, más a mano, para dejar el muerto sin necesidad de hacer tanto camino.

– Ésa es la puritica verdad – asintió Matías, ya con mejor respiro -. Como en este pueblo la gente se compra el nicho antes que la dote, los hay vacíos amanta… Y además tabicados. Así se puede meter el mandao, volverlo a tabicar y no se entera nadie… Ahora, y usted perdone que yo piense por mi cuenta, pero está claro como el agua que venían al nicho del Faraón a tiro hecho.

Plinio miró y remiró aquella parte y, sin decir nada, sacó los "Celtas".

– ¿Qué, Jefe?, ¿no le convence?

– Ni me convence, ni me deja de convencer… ¿No hay otro sitio de fácil acceso?

– ¿Cómo?

– … Por donde se pueda entrar bien.

– No.

– Vamos ahora al nicho delFaraón.

– Por aquí se va mejor.

Cuando llegaron a la galería de San Juan, donde estuvo el cajón,Plinio quedó mirando los nichos que rodeaban al de marras.

– Por lo que veo no queda libre más que el delFaraón y aquel otro, en este rodal. ¿Y estos tres que están sin lápida?

– Los ocuparon hace poco… Si esto me lo sé yo como la cartilla.

– Que sí, hombre… Pero sigue haciendo memoria, porque hace media hora no se te alcanzaba por dónde podían haber pasado el contrabando, y hasta ahora mismo no has caído en lo del hueco que dejaron los albañiles en la tapia.

– Hombre, es que uno tiene muchas cosas en la cabeza.

– O ninguna.

– Coño, Jefe, no se ponga usted así. Que uno es un pobre rompetoscas…

– Anda, no te inflames, que las cosas hay que tomarlas como vienen.

Cuando regresaron al porche había más animación.El Faraón se acercó y le dijo casi al oído:

– Ahí sigue el Aurelio con su matraca de que el muerto es don Ignacio. Dice que así que se ha enfrentado con el cadáver, que está más fijo que la vista que es él.

Plinio no contestó. Se levantó la gorra y con la misma mano se rascó la cabeza.

– Y lleva una hora – continuó – contando a todo el que quiere oírle la historia de aquella familia, y no sé cuántas antiguallas del pueblo.

– Algo habrá dicho entonces de don José María Cepeda, de don Antonio Criado y don Melquíades Álvarez – apuntóPlinio con guasa.

– Vaya, sí. A todos los ha citado ya. Y a Vicente Pueblas, y la Revolución de los Consumos, el año del cólera y la historia del pantano.

– No te digo. Sabe más historia que don Paco Pérez.

Don Lotario apareció con el bloc en la mano y enjugándose el sudor de la frente.

– ¿Qué, don Lotario, han dicho algo de particular?

– Poca cosa.

– Hombre, no diga usted eso si está ahí Aurelio contando la lista de los reyes godos.

– ¡Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Titiza! – exclamóel Faraón al oír lo de godos.

– ¡De Witiza, ignorante…! Menudo Titiza estás tú hecho – respondió el veterinario.

– Usted disimule, que uno es lego.

– … Si está hablando el hombre. Sabe más de muertos que de vivos.

– ¡Bah!, y mienta a Aparicio y a Quiralte, los fundadores del lugar, como si hubieraalmorzao con ellos – añadió el Faraón.

– Lo que sí ha habido – continuó el albéitar – es una inválida que han traído en una silla de ruedas, porque quería saber si el muerto era su hombre que desapareció en la guerra.

– ¿Y era? – preguntóPlinio con guasa.

– No.

– ¡Qué lástima! – dijoel Faraón -. De haber sido, habíamos matado dos pájaros con un cartucho.

– Y luego, como no era, le ha dicho a Maleza que si le podían dar el cajón, y que es muy aparente para sembrar perejil en él.

– ¿No se lo habrá dado?

– No, hombre no… Ha dicho el muy bruto que no se lo podía dar porque era el cuerpo del delito.

Plinio se rió de buena gana.

– Decía – siguió don Lotario – que su marido era menos hombre que éste.

– ¡Cuando ella lo dice! – saltó el corredor de vinos.

– También hay dentro otra vieja que declara que el muerto es un tal Perea que marchó a América.

– ¿Perea el camarero? – preguntóel Faraón.

– Creo que sí.

– Quite usted, hombre, si Perea cuando se marchó debía pasar de los sesenta años.

– Mira, ésa es la mujer – dijo el veterinario señalando a una que salía.

Todos miraron hacia ella. Era una. anciana muy estirada, con el pelo blanco hecho moño y los ojos azules.

Alguien le avisó que estaba allíPlinio y se volvió hacia él muy decidida.

– ¡Ése es Perea Gomarra, el camarero! ¡Como hay Dios! El que se fue a las Américas el año del hambre.

– ¡Pero qué va! Si Perea vive tendrá ochenta y tantos años – respondióel Faraón.

– ¡No!

– No seas terca, mujer. Perea me llevaba a mí por lo menos treinta años. Era yo un muchacho y él hombre hecho y derecho. Lo conocí muy bien y lo traté siempre.

La vieja, de momento quedó un poco parada por la cuenta, pero reaccionó en seguida:

– ¡Ése es Perea Gomarra! – y volviéndose con brío, echó a andar imperativa, con el mentón bien alto y sin hacer caso de una mocosilla que la seguía corriendillo.

No la habían perdido de vista ni dejado de comentar su tozudez, cuando salió Aurelio rodeado de un grupo de oyentes. Al ver aPlinio se cuadró ante él y mientras se calaba el sombrero, sentenció con voz gravísima:

– Nada, Manuel, lo dicho… Y bien que me certifico. Es don Ignacio de la Cámara Martínez.

Hacia las ocho de la tarde dieron por acabada la audiencia. Matías cerró la "Sala Depósito" con dos vueltas de la gran llave que pendía con otras de una cadena más que mediana, y volvieron al pueblo.