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Plinio decidió aprovechar la anochecida hasta la hora de la cena, y marcharon a casa de don Saturnino el forense.

Lo hallaron sentado en el patio. Patio tirando a andaluz, con una fuente de azulejos en el centro, cuyo chorrillo, en los ratos de silencio, dejaba escuchar su "copla cantora". Cómodo en una butaca de mimbre, en mangas de camisa y bajo un farol de forja, el médico leía el periódico.

Quedó un poco sorprendido al ver entrar en su casa aPlinio y a don Lotario a aquellas horas.

– Adelante, señores, y tomen asiento – dijo, cuando reaccionó, que fue en seguida.

Lo hicieron en sillas también de paja y empezaron con los cigarros que ofreció el médico.

Al ruido acudió su mujer.

– Buenas noches, Manuel y don Lotario. No se muevan – dijo al ver que ellos guiñaban un alzarse del asiento.

– Anda, Maruja, saca unas cervezas – dijo el médico con su aire melancólico y cortado.

– ¿Qué pasa con ese muerto, Manuel? ¿Sigue el anónimo? – preguntó Maruja, retardando lo de las cervezas.

– Ya lo creo que sigue.

– Qué cosas, ¿eh? Que a un pueblo tan tranquilo como éste manden una cosa así.

– Tal vez lo han mandado porque es tranquilo precisamente – dijo don Saturnino.

– Pero usted lo aclarará todo, Manuel.

– Que Dios la oiga y pronto.

– Pronto, no, que se aburren – añadió el forense con media sonrisa.

Plinio también sonrió sin decir nada, porque en el fondo lo estaba pasando bomba, dijera lo que dijera. Él medía su vida por "casos", como el escritor por libros, el pintor por cuadros y el torero por corridas. Todo lo demás son cronologías vanas.

– Estaba leyendo el periódico de Ciudad Real, que trae la foto y el aviso. Mire usted.

Y le enseñó la página donde venían los dos retratos de Albaladejo, con una larga información en la que se hablaba mucho dePlinio.

Éste tomó el papel, se caló las gafas y empezó a leerlo.

Maruja marchó por las cervezas.

Cuando acabó se lo pasó a don Lotario.

– Veremos si sale algo de esto – comentó.

Apareció una criada muy pizpireta, con mandil blanco y una bandeja con cervezas y berenjenas de Almagro.

– A usted, el "Lanza" lo pone muy bien, Manuel.

– No me pone mal, no.Demasiao… Ya tiene mi hija papeles para recortar.

Luego de los primeros sorbos y berenjenas, que venían bien prietas de vinagre y enseñaban a través del hinojo las lenguas rojas y feroces de la guindilla, pensóPlinio entrar en materia. Pero tuvo que esperar porque el médico saltó de pronto:

– A propósito, don Lotario, he mirado en un manual de historia que estudió Pepito qué dice de Witiza, ese rey que a usted le gusta tanto.

– ¿Y qué dice?

– Pues una frase que también tiene gracia. Mire usted, aquí la tengo apuntada.

Y sacó el recetario del bolsillo de la americana que estaba colgada en una silla próxima, y leyó con énfasis:

– "Discutida y enigmática es la figura de Witiza" ¿Eh, qué le parece?

– Sí está bien traída, sí.

– Ese rey dio mucho que hablar – añadióPlinio.

– De hablar y mal hablar, sobre todo alFaraón, que le llama "Titiza".

En el patio se estaba muy fresquito y a gusto, cantaba la fuente, la cerveza se dejaba beber y el picante de las berenjenas no era tan decidido como prometía la ferocidad de sus lenguas pimentorras.

Luego que dieron un par de repasos a Witiza,Plinio resumió al médico en pocas palabras lo que había dicho Anastasio, el guarda jurado, acerca del solitario paseante de la feria anterior; y su conversación posterior con Enriquito el de la Fonda de Marcelino, sobre la enfermedad del que resultó ser su huésped y atendió don Saturnino.

– Yo quiero saber si usted recuerda algo de este hombre.

El médico entornó los ojos para presionar el recordadero y maquinalmente volvió a sacar el "Caldo de gallina", a ofrecer a los visitantes, a encender, a chupar, a expeler, a dar una tosida y por fin:

– …Tengo una vaga idea… Fue en la siesta… Recuerdo que estaba abajo, en el Casino de Tomelloso, tomando café, y bajaron a llamarme… Él estaba en cama con un pijama listado… Muy pálido. Me parece que tenía un cosa alérgica. Lo que no consigo es reconocer su cara.

– ¿Ni si tenía el pelo blanco?

El médico, como respuesta, volvió a abrir el periódico y a mirar las fotos de Albaladejo.

– Yo le hice una sola visita… Visita de médico – añadió sonriendo, sin abrir la boca como solía-. Tampoco soy buen fisonomista. Tengo la vaga idea de un cabello desordenado. Pero no podría decir si era blanco… tan blanco como el del muerto, porque el hombre sí que era mayor.

Plinio se encontraba a gusto en aquel patio tan fresco. Siempre le gustaron las casas de los señoritos. No podía remediarlo. Se arrellanó en el asiento y aguardó a que el médico concluyese el debilísimo hilo de sus memorias.

– Tal vez convendría – dijo don Lotario, que sentado en el borde del sofá estaba deseando meter baza – que tú, Saturnino, hablaras con Enriquito. Quizás entre los dos podáis caldear mejor el recuerdo.

– Dices bien. Esta misma noche cuando vaya al casino me subo un momento y echo una parrafada con él y con Dominguín… Claro que estas cosas, ya se sabe. De no reconocerlo al primer golpe, luego todo son operaciones mentales de poco valor".

– La intención especial de nuestra visita era por si usted vio en él algo que pudiera reconocerse ahora… Qué sé yo, una cicatriz… cualquier cosa.

– Si le hubiera visitado más veces tendría una imagen más fiel. Pero así, un enfermo forastero que ves cinco minutos… Ya se sabe.

Al salir de la casa del médico, bien bebidos y bien fumados, dijo el Jefe a su amigo, como por inspiración súbita:

– Vamos a casa de Asensioel Nuevo, el maestro de obras.

Cuando se sentaron en el coche, don Lotario preguntó:

– Asensio… el que me parece que vive en la calle de los Carros, ¿no?

– Sí; hacia la mitad.

Estaba la puerta de la calle bien atrancada. Llamaron, y mientras esperaban, pasó un tractor con remolque, armando un ruido muy grande y tan pegado a la acera, que casi roza el "Seiscientos".

– Estos de los tractores – comentó el veterinario- todavía creen que van en carros y que detrás, en vez de remolque, llevan un perrete.

Plinio se rió:

– Es que hasío muy rápido el paso de las ramaleras al volante.

Abrió un mocete de unos quince años, que, al ver la visita, luego de un momento de sorpresa, sin más fórmulas se entró diciendo con voz alarmada:

– ¡Padre, la poli!

Plinio acabó de abrir la puerta y entró seguido de don Lotario.

Después de un portalillo, y tras el telón de una cortina recia, el patio descubierto. Allí, alrededor de una mesa baja, cenaba toda la familia casi a tientas, porque no tenían los ojos en el plato ni en la cuchara, sino en la televisión.

El padre, tres hijos y la mujer comían cuchareando todos en la fuente central que no miraban.

Cuando entraron los visitantes y después de la voz del muchacho, los que cenaban miraban a la puerta con cierto recelo.

– ¡Pero qué muchacho éste!-entró diciendoPlinio -. Policía soy, pero no vengo a llevarme a nadie. Buenas noches y que aproveche.

– Adelante, Manuel y compañía – dijo Asensio, poniéndose de pie-. Si es que estos chicos están enloquecidos con las películas de bandidos. Por todos sitios ven sangres y prisiones. Con las televisiones nos van a hacer a todos la cabeza agua.

Después del "¿quierenustés cenar?", del "tomen asiento" y demás cortesías, Plinio declaró: