El río siempre mozo y remozado, entre los álamos y chopos remecidos, pasaba ignorante de las viejas aceñas que se despatarraban desde siglos sobre él y de los batanes que calló la máquina. Eran algo ajeno que puenteó sobre él por pura anécdota de un tiempo.
Tampoco se resentía el melindre Guadiana de los regantes y pantanos. Todo lo venció y vencería su porfía.
Las viejas y suculentas historias quijotiles fueron las únicas letras que no se tragó el paisaje en su renacencia de cada día y de cada primavera. Porque las letras bien hechas viven más que las gestas verdaderas de los hombres con huesos mortales.
Plinio sentía como si por vez primera transitara por aquellos parajes tan queridos, por aquellas hazas volteadas durante siglos con los brazos de tantos de los suyos. La naturaleza respira muy por encima de los hombres, de las bestias y de las máquinas. Trabaja con esquemas tan alzados que el bulto de lo humano y sus cosas carece de poder.
Los hombres de un mismo pueblo – pensabaPlinio – son un manojo de cuerpos enredados por los cables de tantas muertes, de todas las muertes e historias comunes… Vidas e historias que se engulle la naturaleza cada primavera. Somos chinches inoperantes luchando con este imperio del cielo, con esta repisa de la tierra, que todo lo asimila y sobre todo triunfa en cada alborada.
Las vidas escritas y parladas; los hechos tristes y risueños; los amores de carnes tiernas y jugosas; los cánticos, sudores, explotaciones, espigas y uvas; partos húmedos y mortajas secas; reatas de muías nuevas y de aquellas otras históricas que al sol se calcinan… todo se lo entripa esta máquina silenciosa y suave al parecer, esta gran despectiva que es la naturaleza.
Las trías que dejaron los coches de los muertos y los carros municipales, el más grande crimen y la más entrañable biografía, bastan unos días para que el campo los arrugue en el panteón infinito de sus aires azules.
Sólo en los pueblos, donde hay casas, iglesias y muebles y fuentes, columnas y humilladeros, la vida de los hombres se muestra más remisa al borrador. Se engancha en cortinas y veletas, en nichos escritos, en callejones con tabernas, y permanece más.
En los pueblos, las vidas pretéritas duran. Las casas tardan mucho en ser derribadas. En los muros traseros de las iglesias los hombres hacen aguas durante siglos y el cementerio tiene osarios tenaces. Entre tabiques y campanas la vida humana se hospeda mejor. Y el tiempo tarda más en hacer su agosto. Pasan primaveras y amaneceres sobre las torres y todo cambia muy despacio. Las sotanas de los curas muertos siguen en los arcones, el sable de la guerra de Cuba todavía duerme en el camaranchón, y el vino añejo bosteza en las pipas. La madre, de cuando en cuando, mira las ropillas de su niño muerto y baraja los retratos color sepia de los abuelos barbudos…
El coche entró en terreno más quebrado: curvas, cuestas, monte bajo de encinas canosas y carrizales vecinos. De vez en vez, manchas sanguinolentas donde se da el conejo albar, la perdiz color laurel y la rata chillona.
Cruzaron la aldea de Ruidera. Remolques y camiones con mieses. Hombres en mangas de camisa, niños morenos y gritones, el borrón vertical de un cura sobre las cales, culos mañaneros de chicas en pantalones, y, en seguida, el agua verde-ojo de las Lagunas.
A la izquierda de la carretera, piedras vivas, tierras rojas, chalets nuevos y bloques de apartamentos rompían la naturaleza con su asonante geometría.
A la derecha de la ruta, aguas quietas, matriz del Guadiana. Aguas anchísimas que ni corren ni ondean. Ni mar ni río. Aguas que se sangran por el pie y conservan la cabeza lúcida. Los ríos cantan y la mar marea, pero el agua de laguna es melancolía. Sólo para mirarse la cara en sus espejos, ver marcharse la tarde paso a paso y recibir el amanecer en su bandeja. Las tardes junto a las lagunas son de añoranza… Tal vez las aguas no se hicieron para estar quietas, como ojos cansados.
Una tras otra: la del Rey, la Colgada, la Tinajilla…
Los bordes pardisuaves del monte enano que tapiza los oteros se copian en el agua verde. Un breve pinar. Fábricas de la luz, romero y tomillo a la par del camino. Un leve pescador blanco en la otra orilla. Don Quijote vio las lagunas con las linternas de sus ojos encendidas. "Regato, monte, pradera". Espejos de La Mancha. A la caída de la tarde parecen charcos de sangre parada. Por la mañana, de ámbar. Alguna vez, un viento leve, les pinta rizos, cosquillas de las aguas. Y, en seguida, quedan tersas. Por ellas viejas andanzas moriscas, Cervantes con su rumiar escéptico y consolador. Carlistas y liberales. Aquí cazó Prim. De vez en cuando un pintor, un poeta, cazadores y hombres con cañas, batanes. Luego fábricas de la luz, ahora chalets y hoteles. Es igual, ellas espejan siempre así.
Cruzaron Ossa de Montiel y toda un largo camino hasta dar con la finca, cuya casa estaba cercada por un pinar muy tupido y antiguo.
– Yo no sé por qué a esta casa la llamaron "Mira- lagos" – dijo don Lotario – pues desde aquí, salvo que yo esté ciego, no se columbra lago alguno.
– Caprichos, digo yo.
La casa desentonaba de las que suelen verse por aquellos contornos. Pórtico de columnas blancas, ventanales alargados en el primer piso, balcones en el segundo, tejado muy pino de pizarra, con mansardas y amplia escalera de balaustrada hasta la puerta principal. Se llegaba por un largo camino que rompía el pinar, y antes de topar con la fachada se abría en un jardín bajo, muy francés, con fuentecillas, cenadores y mármoles mitológicos.
Luego de bajarse del "Seat" quedaron mirando el edificio.
– Desde que era chico no he venido aquí.
– Yo nunca – respondióPlinio-. Parece una de esas casas de campo que salen en las películas americanas.
– Algo así. De la Guerra de Secesión, de Abraham Lincoln y ésos.
– Desde el accidente famoso, aquí han venido contadas personas.
– Y tan contadas. Era raro para estas tierras el tal don Ignacio – confirmóPlinio.
– Es que, de verdad de verdad, no era de estas tierras.
En Tomelloso nunca hubo escudos ni nobleza. Pueblo nuevo, vivió en perpetua democracia agrícola. "Aquí – solía decirPlinio – no hay cáscaras. El que no ha arao es que aró su padre. Y desde luego de abuelo candorro nadie se libra." Las más empinadas familias tomelloseras se criaron junto al sarmiento y la rastrojera. Nadie podía sacar pergaminos de la gaveta. Los reyes jamás se acordaron de aquel pueblo de pardillos, primero ganadero, luego vinatero y por fin alcoholero, que todo se lo hizo a golpe de azadón y madrugones. Apartado de las vías maestras de comunicación, vivió descuidado de políticas y tormentas. Rumiando a solas su mendrugo y haciéndose su labor sin levantar la frente de la besana. Nadie fue nunca más que nadie ni menos que el otro. Se consiguió un pueblo razonable, almacén de alcohol de los jereces, con su propia minerva y fatiga. Ni los ricos eran grandes, ni abundaban los pobres de solemnidad. Los nobles y órdenes militares que tenían predios y señoríos en su término, poco a poco fueron vendiendo picajos de tierra a los tercos tomelloseros, hasta que sus nombres y administradores desaparecieron de aquellos mapas.
Don Ignacio de la Cámara Martínez fue el último y tardío descendiente de los latifundistas fronteros que conservaron tierras e inmuebles en Tomelloso y su término. Sus antepasados, vascongados y con casa solar en Campo de Criptana, durante siglos señorearon en grandes extensiones de la Mancha oriental, que generación tras generación fueron enajenando. En los tiempos de la madre de don Ignacio – el padre murió muy joven – les quedaba en Tomelloso una casa grande en el centro, una bodega en las afueras y partidas de viña muy razonables, que antes fueron monte, en la provincia de Albacete, donde a principios de siglo alzaron la casa llamada "Miralagos".