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La madre de don Ignacio alguno que otro año venía al pueblo en el tiempo de ferias y vendimias. Era una señora espigada y grave, de corte muy vasco, que vestía de oscuro y se apoyaba en un bastón negro. Solía acompañarla en aquellos viajes a "Miralagos" y a Tomelloso su hijo Ignacio. Eran gente tan distinta de lo común del pueblo, que en sus breves estancias tenían trato con muy pocas personas.

Don Ignacio – que de "don" le llamaban todos desde adolescente – era un verdadero señorito. Había estudiado largos años en Londres. Por su vestimenta, costumbres y buen físico se le miraba con especial respeto. Verdad es que él solía mostrarse muy corriente y campechano, pero en seguida se echaba de ver que pertenecía a otra clase y a otro mundo. Los señoritos del pueblo, sus amigos, se hacían lenguas de su conversación y modales. Junto a él se les notaba forzados y disminuidos. Sus trajes, automóviles, equipo para montar a caballo y sus alhajas; las bebidas que servían en su casa, los libros que leía y los periódicos que le llegaban de Inglaterra lo hacían un ser diferente.

Apenas concluida la vendimia, madre e hijo marchaban a Madrid o a Bilbao.

El año 1925 fue clave, trágicamente clave para la biografía de don Ignacio. Su madre murió en Bilbao en el mes de enero. Y él, a los pocos días, casó en Londres con Elizabeth, una chica inglesa que fue su novia desde sus tiempos de estudiante.

Nunca habló de ella a sus amigos de Tomelloso. Parece que aquellos amores llegaron arriba contra la voluntad de la madre, y por acuerdo tácito eludían el tema.

Lo cierto fue que Elizabeth y don Ignacio, después de largo viaje de novios, pasaron la primavera en "Miralagos". Luego de llegar avisaron a sus mejores amigos de Tomelloso.

En diversas ocasiones y lugares presentó a Elizabeth, que según referencias de los contemporáneos, sin duda idealizados por su trágico final, era tan exquisita y exótica que deslumhró a todos. Hablaba español, montaba a caballo y fue la primera mujer que se vio conducir un automóvil por aquellos contornos.

Entonces la Virgen de Peñarroya era Patrona, juntamente, de La Solana, Tomelloso y Argamasilla de Alba.

Una gran parte del año la imagen permanecía en el castillo de Peñarroya. A la romería, que se celebraba al pie del castillo, concurrían gentes de ambos pueblos. Y eran sonadas las merendolas y diversiones que, pasada la función religiosa, se hacían en aquellos márgenes.

Don Ignacio y Elizabeth, aquel año 1925, asistieron a la romería.

Plinio recordaba a la señora con un sombrero de paja muy complicado de gasas y cintas, vestido claro, una sombrilla y una máquina fotográfica. Merendaron con amigos de aquellos pueblos y a la caída de la tarde decidieron ir a Tomelloso. Parece ser que de camino, con los ánimos excitados por la bebida, entre los pocos automovilistas que entonces existían se organizó una competición desenfrenada. Conducía Elizabeth el coche de don Ignacio. Con ellos iban otras personas. Según las referencias de éstas, Elizabeth se empeñó en adelantar a todos, desobedeciendo las advertencias de su marido. Lo cierto es que, al adelantar a uno de ellos por la difícil carretera que entonces había, nutrida además de los carros, tartanas y bicicletas que regresaban, derrapó al tomar una curva y cayó por un terraplén.

Elizabeth murió en el acto. Don Ignacio permaneció conmocionado unos días. Algunos de los amigos que los acompañaban sufrieron magullamientos y heridas de vario pronóstico.

… Y en este punto empieza verdaderamente la misteriosa historia de don Ignacio de la Cámara Martínez.

Plinio llamó a la puerta de la "Miralagos". Un carillón de largas melodías, impropio de casa de campo, sonó como respuesta. Nadie acudió en un largo tiempo. Después de repetir dos veces más, una mujer ya entrada en años, que sin duda había salido de la casa por una puerta lateral, llegó junto a ellos:

– ¿Que qué quierenustés? – preguntó áspera.

– Ver al señor administrador.

– ¿Que si es muy urgente? – añadió con ingenuidad.

Plinio no pudo contener la sonrisa:

– Sí; dígale usted que es muy urgente. Que soy el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso.

La mujer, sin decir más y un poco atemorizada, marchó por donde había venido.

Todavía pasó un buen rato hasta que abrieron la puerta principal, la del carillón. Abrió la misma mujer. Entraron en unhall oscurísimo, que olía a cerrado, a maderas antiguas y aromosas. Plinio y el veterinario la siguieron a tientas hasta cierta puerta. La mujer tocó con los nudillos.

– ¡Adelante! – se oyó.

La mujer abrió y dejó paso a los visitantes.

Era un despacho muy grande, con largos anaqueles de librería, muebles ingleses, alfombras, tresillos tapizados con cuero rojo, gran lámpara de bronce, grabados de motivos ecuestres; y sobre caballete un gran retrato al óleo de Elizabeth, hecho por un pintor español, sin duda sobre una fotografía.

Tras una mesa de líneas elegantes había un hombre cuarentón, algo lleno, rubia barba corta y boca sensual. Vestía americana color miel y suéter rojo de cuello alto.

– Adelante – dijo sin moverse de donde estaba.

Plinio y don Lotario pasaron un poco indecisos hasta el centro del estudio.

– ¿Ustedes dirán? – pidió el administrador sin la menor cortesía.

Plinio, que empezaba a sentirse incómodo con aquel teatro amanerado, habló con sequedad.

– ¿Es usted el administrador de don Ignacio de la Cámara Martínez?

– Sí.

– Venimos de parte del señor Juez Municipal de Tomelloso a hacerle unas preguntas.

– ¿Qué preguntas?

– ¿Desea usted ofrecernos asiento o prefiere que nos acomodemos por nuestra cuenta?

El administrador dudó un momento, pero en vez de decirles que se sentaran avanzó unos pasos hacia ellos.

– Usted dirá.

– ¿Puede decirnos dónde está don Ignacio de la Cámara Martínez?

– No sé.

Plinio se rascó la patilla, carraspeó y dijo al fin:

– Ya he terminado el interrogatorio.

– ¿Ah, sí? ¿Ya? – dijo el barbas con cierta burla.

– Ya. Pero haga el favor de acompañarme al Juzgado de Tomelloso donde todo va a resultar mucho más fácil.

– Esta finca pertenece a la provincia de Albacete – contestó con voz reticente.

– Ya lo sé. Por eso hemos venido hasta aquí. Pero las autoridades de Tomelloso necesitan ayuda… no otra cosa – silabeóPlinio – y usted debe facilitarla esté donde esté esta finca. El remitir esta gestión a las autoridades de su término municipal sólo la dilataría unas horas y me temo que saldría perdiendo. De modo que, bajo mi responsabilidad, haga el favor de acompañarnos. Tenemos coche.

– Ya lo he visto – confirmó con suave cachondeo… – Usted me ha preguntado que dónde está don Ignacio de la Cámara y le he respondido la verdad, la auténtica verdad. No lo sé. Tomé la administración de esta casa en 1945, seis años después de haberse marchado el señor de la Cámara. Me procuró el cargo su anterior administrador, don Felipe Consuegra, con el que trabajé el último año que vivió. Entré como auxiliar suyo. No conozco al señor de la Cámara. No lo he visto en mi vida. Pasa largas temporadas en distintos países. Especialmente en Inglaterra. Un par de veces al año me manda instrucciones o evacua mis consultas, Pero nada más sé de él… Por Navidad me dijo desde París que iba a hacer un largo viaje por diversos lugares y que en el momento oportuno tendría noticias. Y hasta ahora. Esta manera de proceder es habitual en él. Es cuanto puedo decirle. ¿En qué más puedo… servirles?