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– En esta casa lo piensa uno todo, don Lotario.

Dieron una vuelta por toda la capilla. Volvieron. Plinio quedó mirando con fijeza unas cortinas blancas, finísimas, que había detrás del altar. Pasó tras el ara y las levantó.

– ¡No te digo!-y las corrió de un tirón.

Todo el fondo de la pared estaba cubierto de fotografías grandes y pequeñas de Elizabeth. Fotos de niña, de mocita, de mayor. En una grande aparecía con una crencha rubia muy larga, con la cabeza inclinada miraba un crucifijo que tenía entre las manos.

– Le digo a usted que están buenas algunas cabezas.

Salieron alhall sin cerrar la puerta de la capilla. Así les fue fácil localizar la de la calle, la del carillón… Estaban seguros de que desde algún sitio los miraba el administrador. Al abrir la puerta de la calle quedaron deslumbrados.

A las doce del día aproximadamente descabalgaron en un bar de Ossa de Montiel, famoso por las perdices escabechadas que en él se sirven. Desde "Miralagos" vinieron obsesionados con la idea de tomarse allí una perdicilla remojada con aloque del terreno. Sentados tras la mesa del bar ossano, con la jarra de vino a tiro de brazo y las presas de perdiz entre los dedos churretosos, ya tenían otro semblante. Especialmente don Lotario, comía y tentaba el líquido con un júbilo ostentoso.

La luz del soletón no conseguía inundar al amplísimo local de la taberna, porque unos papelones azules velaban la cristalera de las puertas, dejando una umbría sedante. Las paredes estaban pintadas de verde rabioso.

Las mesas, alineadas junto a ellas. Unos taburetes servían de asiento. En el extremo, frente a la entrada, un mostradorcillo ante un anaquel con viejo muestrario de botellas de aguardiente, anisados, marrasquinos y coñacs del terreno. En un hueco de pared, sobre una repisa, tres jaulas con codornices, que cuando se hacía silencio se solazaban con su "palpala", "palpala". Como aparte de ellos y los pájaros no había otro mortal que la mujer que cosía tras el mostrador, el ambiente era plácido y silencioso… A veces, cuando Plinio callaba, cantaban las codornices.

Apuraron la perdiz, se chuparon los dedos a modo y cuando liaban pacienzudos sus cigarros, don Lotario, liberado y optimista, soltó:

– ¿Que qué me dices, Manuel?

– ¡Quite usted, hombre! Ésa es la casa de Frankestein… ¡Coño, qué apaño!

– Y el administrador también está como una cabra.

– Hombre, treinta años ahí no los aguanta cuerdo ningún mortal, aunque sea de la Ossa. ¿Vio usted cuando al final se quedó como una estatua?

– Yo pensé que le había dado algún mal.

– No sé, don Lotario, no sé. Lo cierto es que yo sentí un medio mareo. No miedo, a ver si me entiende usted, pero sí una basca…

– ¿Y las mariposas, Manuel? ¿Qué me dices de las mariposas?

– Yo creo que fueron una cosa natural. Pero alucinados como estábamos con aquel tarasco de tío barbudo, nos parecieron cosa de magia.

– Déjate de natural, que allí antes no había mariposas. Y luego aquel volar alrededor de su cabeza.

– A lo mejor es que las tiene amaestradas. El hombre, digo yo, se aburre, y doma mariposas.

– No, no lo eches a broma, que allí había su aquél.

– Si había o no había hay que olvidarlo. Usted es un hombre de ciencia y sabe que si uno empieza a darle vueltas a esas cosas de misterios, pica. Y yo no pico. La vida es como es: agua, tierra, sol y aire; carne, huesos y ni más mariposas ni másna.

– Bueno, bueno, eso lo dices tú para contentarte y contentarme, pero allí había su poco misterio.

– Y dale.

– Y claro que le doy. ¿A que no te atreves a contar en el casino lo que hemos visto… y lo que hemos sentido?

– Yo hasta que no vuelva otra vez. y vea y sienta lo mismo, no digo esta boca es mía, porque a veces las cabezas se ponengüeras.

YPlinio, como para cerciorarse del mundo concreto que gustaba, se palpó el bolsillo de la guerrera donde guardó la foto de don Ignacio en traje de baño.

Le dieron otra acometida al vino y quedaron absorbidos en sus cavilaciones.

Plinio se desabrochó la guerrera, se rascó su media calva y dijo de pronto:

– Querido don Lotario, ¿sabe lo que le digo? Que en este asunto del muerto anónimo que tenemos entre manos hay algo que no funciona. Debe ser que estamos viejos y ya no olemos la pescadilla a dos dedos de la nariz. Mucho me temo que nos están dando gato por liebre, pero a base de bien… En todas las inquisiciones que hemos hecho no tengo ni pizca de fe. Lo que se dice ni pizca. Si de todo esto saliese algo en claro, sería yo el primer sorprendido.

Plinio, caldeado por el vino, hablaba con una energía y rotundidad impropias de su proverbial cautela, aunque su oyente fuera don Lotario.

– Un muerto – continuó – embalsamado con todas las de la ley, como una momia de Egito; bien embalado en un cajón estupendo, cuidadosamente acuchillado – no sé si se habrá fijado usted -, para que no se aprecie la menor huella de procedencia… y metido en el camposanto. ¿Por dónde? Por una brecha abierta en la cerca durante unos días. ¡Qué casualidad! Y además, enterrado en un nicho vacío y abierto (cosa rara), propiedad de una familia conocida… En todo esto, venga de quien venga, hay mucho más cálculo del que parece… Le digo a usted que estamos tocando el tambor. Yo me dejo llevar, pero con más escamas que un besugo.

– ¿Qué supones, entonces?

– Le confieso que no lo sé. Esto tiene pinta de ser asunto que excede las capacidades de un pobre Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso.

– ¿Pero qué dices, Manuel? Si tú eres el más grande. Nunca has fallado.

– No diga usted esas cosas, por Dios y por su madre. Yo soy un pobre paleto que hasta ahora sólo ha trabajado en casos de paletos… Pero éstos son otros Garcías. A ver si me explico, don Lotario; para mí, este caso es como cuando uno lee un libro de esos que no entiende bien… ¿O es que usted ha sacado algo en claro?

– ¿Yo? ¡Pobre de mí, Manuel! Lo que ocurre es que tengo en ti toda la fe del mundo.

Durante toda aquella mañana no dejó de allegarse gente al Cementerio. Especialmente chiquillería, viejos y mujeres haldoneras. Hasta las cuatro putas que por aquellos días apacentaba la Bernarda: Rosario la Pinta, Pepa Julepe, Carantoña Aguado y Salesa Rodríguez llegaron cogidas del bracete, los labios rojos y gran molineo de culos. Fueron también a guipar al muerto, por si un casual había sido parroquia y podían echarle una mano a lapoli. También aprovechaban la ocasión para poner bando con miras a la sesión de la noche, porque, como decía la mismísima Bernarda, los hombres o andaban descuartaos o se habían pasado al bando hombrosexual. Yerro o neologismo éste de su invención, que cundió por todo aquel término de San Juan, cabalgó al de Montiel y, según noticias verísimas, tenía ya eco en el de Calatrava.

Aquel puterío emparejado dio a la "Sala Depósito" tal aire de chunga y esperpento, que hasta al pobre muerto parecía escurrírsele el labio hacia el rincón de la risa.

Maleza, que estaba de jefe sumo cuando la visita de las suripantas, tuvo sus titubeos en cuanto a si las daba soleta o no. Y optó por el no, a ver si daban mensaje o al menos animaban prudentemente la tiesura del desfile y cháchara a poca voz. Que nunca viene mal una risotada en velatorio sin fin. Más bien da respiro y recuerda que la vida sigue más allá de plantos y ciriales.

En justicia, hay que decir que las cuatro "pililis" estuvieron muy ordenadas y circunspectas en el momento del examen y aun al remate se santiguaron e hicieron genuflexión al primer encuentro, miraron con ojos tristes el cuerpo después, y la Pepa Julepe hasta desgranó un Padrenuestro con gran propiedad y de acuerdo con los textos posconciliares.Y nunca descompusieron el ceremonial hasta la salida, cuando el Faraón les preguntó si "habían tenido trato con el pobre" o si les pintaba algo. Que nadie como ellas para conocer hombre tumbado aunque estuviera ya en el quiñón del "no volverás".