– Que se lo cuente él – añadió el secretario quede vez en cuando corregía su pronunciación andaluza.
– Pues nada – comenzóel Faraón con mucha prosopopeya -, que esta mañana se les ha ocurrido a las mujeres ir a hacer una visitica a los muertos, a llevarles flores y esas cosas… Y han visto que mi nicho… vamos, el que tengo yo comprao y disponible, Dios quiera que para la suegra que todavía tengo en casa aunque de muy mal ver, pues que estaba tapiao. Claro, lo natural, como mi mujer y la chica no recordaban que hubiéramos enterrado a nadie últimamente, pues se han ido a ver al camposantero.
– Y el camposanteroin albis – cortó el secretario.
– ¿Que qué me dice, Manuel? – preguntó Antonio con sorna.
Plinio hizo un gesto de escepticismo. Pero si don Lotario hubiera estado presente habría notado que en sus interiores la gozaba el Jefe, porque aquello olía a "caso gordo".
– Yo creo,Manué, que debe usted echá un vistazo por… aquer sitio – el "Secre" era supersticioso como un gitano – y que er camposantero quite el tabiquillo a ver qué hay. Si, cosa que no espero, hay fiambre, me da un telefonazo y nos personamo allí er Juzgao con el forense.
– ¿Yo podré ir también? – dijoel Faraón intentando incorporarse.
– Naturaca – autorizó don Tomás.
– Avise usted a don Lotario a ver si nos lleva en su coche y nos ahorramos el paseo – añadióel Faraón, pensando en el gusto del veterinario, en la reacción de Plinio y la comodidad de todos.
El Jefe, sin añadir palabra, llamó por teléfono a don Lotario.
Fueron en el "Seat 600" del veterinario. Como era tan poco coche para tanta mercancía, alFaraón tuvieron que encajarlo a empujones.
– Parece mentira, don Lotario, que siendo usted un hombre de carrera y con cuartos no tenga un auto más señor – dijoel Faraón resoplando apenas arrancó el coche, camino del Cementerio.
Pero don Lotario ni se tomó la molestia de contestarle, porque en aquel momentoPlinio le ponía en antecedentes del servicio que iban a hacer.
Al veterinario le olió bien el caso, como esperaba el Jefe, y conducía con la barbilla casi pegada al volante y los ojos entornados, como siempre que ponía mucha ilusión en algo.
– Desde luego, es que lo que me pasa a mí no le pasa a nadie, don Lotario – siguióel Faraón cuando vio a don Lotario enterado del negocio -. Un nicho no se lo han robado a ningún cristiano desde los tiempos de los godos.
– "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza" – dijo don Lotario a voces.
– ¿Pero qué dice este hombre?-preguntó extrañadoel Faraón.
Plinio se rió con todas sus ganas.
– Siempre que se habla de reinados o de los godos me acuerdo de esa frase que decía un libro que estudié en la escuela – aclaró el veterinario.
– Pues anda con Witiza; pobre señor, las que debió pasar – comentó Antonio.
Todos volvieron a reír y luego callaron unos segundos.
Hasta que rompió a hablar de nuevo don Lotario:
– Pero yo siempre he visto que los nichos libres están tabicados.
– Sí, señor; pero mi mujer, cuando lo compramos hace cosa de un mes, quiso que lo dejáramos destapado.
– ¿Para qué? – preguntóPlinio.
– ¡Ah! Ella dice que para que se airee. Como cree que su madre va a hincar el pico de un momento a otro (cosa que yo no espero) y estas Calonjas son tan relimpias, pues quiere enterrarla con mucho aseo.
– ¡Puñeteras mujeres! – exclamóPlinio.
– Nunca sé de qué tienen hecha la cabeza – dijoel Faraón.
– Ni cabeza nina – siguió Plinio – son ingle sola.
– Eso de ingle es un decir.
– Es que Manuel, como es tan púdico, en vez de decir el sitio dice la vecindad.
Los paseos del Cementerio estaban desiertos. Bajo el cielo plomo de aquella tarde ventosa parecían más de irás y no volverás que nunca.
Sacar alFaraón del "Seat" fue obra de romanos.
– Yo no sé cómo no harán los coches a la medida del hombre – rezongó mientras se componía el formato.
Como don Lotario, tan bajito y delgado, creyó una indirecta el dicho delFaraón, replicó vivísimo:
– Es que tú no eres un hombre.
– Anda, coño, ¿pues qué soy?
– Un almorchón.
– ¡Ay, qué don Lotario este!
En el mismo zaguán del Cementerio el sepulturero Matías estaba sentado en un taburete concluyendo la masticación de un trozo de queso manchego bastante duro. Al ver al Jefe y la compaña, tragó rápido en un fuerte estirón de las poleas del cuello y le dio un tiento a la botella de blanco que tenía bajo la corva.
– Que aproveche – dijoPlinio al saltar del coche.
– Es que, sabe usted, como tengo el estómagoechao a perder, si no como a menudo, me dan unas dolascas que me retuerzo.
– Pero si le sigues dando al morapio, por mucho que frecuentes el condumio, haces un pan como unas hostias – comentó don Lotario.
– Tú, Matías, no le hagas caso, que eres criatura humana, y él es veterinario – comentóel Faraón.
– No crea, el vino no me daña. Lo tengo bien visto. Lo que me raja esla coñá. Cuando estuve trabajando en la bodega de los Peinados, el señorito Leoncio, que en paz descanse, siempre decía que la coñá lo curaba todo. Pero sí, sí, para mí es propiamente como si pariera cada vez que me acerco a ella.
– Pues el vino viene a ser poco más o menos – insistió el veterinario.
– Pues ya ve usted. No lo siento. Ni ardor me da. Debe ser por la costumbre de tantos años.
– Bueno, bueno, allá tú.
– Tú, tumbero, come y bebe lo que te siente – terció otra vez Antonio – que médicos y veterinarios saben la mitad de la mitad. A mí me mandaron que me quitara de fumar y aína si me muero. Cada cuerpo tiene sus "aqueles" que nadie sabe.
– Vamos al caso – urgióPlinio que estaba impaciente -… Entonces tú, Matías, ¿no sabes quién ha podido tapar ese nicho?
– No. señor.
– Pero, bueno – replicó en plan de policía -, ¿es que aquí entra y sale quien le da la gana?
– Hombre, claro – contestó Matías sin inmutarse-, éste, aunque triste, es un sitio público.
– En donde entran más que salen – comentóel Faraón, riéndose.
– Pero una cosa son las visitas y acompañamientos, y otra que te tapen y destapen los nichos y tú ni lo huelas.
– No sé qué le diga. Yo siempre ando por aquí… Como no fuera por la noche.
– Pero por la noche, ¿cierras o no?
– Sí cierro, Jefe, pero para el buen ladrón nunca hay puerta fuerte.
– Venga, vamos para allá y tráete las herramientas para ver qué hay.
– Mira que como nos hubiese dejado un tesoro algún tímido – dijoel Faraón cuando ya iban de camino hacia la Galería de San Juan.
– Sí, sí. Menudo tesoro – coreó Matías, que iba delante con una escalerilla de potro al hombro y una picota en la mano.
De pronto se oyeron unas voces detrás del grupo:
– ¡Matías! ¡Matías!
Era don Saturnino, el forense, seguido de otras gentes enlutadas.
Matías al verlos pareció muy extrañado, y preguntó a voces: