Plinio se rascó la patilla.
– ¡Atiza! -dijo -, hasta ahora sólo nos salieron locos del pueblo, pero con estas exhibiciones nos van a llegar de toda España.
– No. Ésta no parece loca ni mucho menos. Habla con mucha seguridad y me ha enseñado fotos de su marido que se parecen bastante a las del muerto… Y digo a las fotos porque yo no lo he visto. Con el Juez hablé por teléfono y me ha dicho que desbroce usted el terreno. Así es que las he mandado para el Cementerio.
– Le digo a usted, don José, que esto se está poniendo "tierno".
– ¿Ve usted alguna luz sobre el caso?
– Hasta ahora no me fío de nada – dijo Plinio con cierta consternación -. A ver si se posa todo un poco.
Y es que, como usted ha dicho muy bien a los periodiqueros de "El Caso", en principio, este asunto no parece propio del pueblo. Tiene otro estilo… Claro, ¡que vaya usted a saber!
– Pues como no lo aclare usted pronto, Manuel, se lo advierto, van a empezar a meterse aquí gentes muy gordas. Esta mañana me llamó el gobernador.
Y me ha hecho muchas preguntas cuya intención no veo clara. Tengo la impresión de que piensan algo que no quieren decir. Hay muchos follones por el mundo y por España pasan ahora muchos extranjeros.
El alcalde quitó de pronto gravedad a sus palabras, puso cara de guasa, le dio una palmada en el hombro a manera de saludo y añadió:
– Lo veo colaborando con la "Interpol". Va a tener usted ocasión de lucirse.
– Yo no calzo tantos puntos… Y lo del señor gobernador, con todos los respetos, a lo mejor son "bacinerías".
– A lo mejor.
– ¿De modo que esas señoras se fueron al Cementerio?
– Allí las mandé.
– Pues a ver si de verdad es su muerto y nos dan el trabajo hecho… A la "Interpol" y a mí.
El alcalde se apartó riendo y añadió:
– Que haya suerte. Ya me contará. A ver si esta tarde tengo tiempo y voy por allí.
Cuando llegaron al Cementerio, Maleza, Anacleto el guardia y Matías que aguardaban vigilantes, se adelantaron hacia ellos. Los periodistas venían en otro coche. Un poco apartado estaba el "Jaguar" con chófer que dijo el alcalde.
Plinio les chafó la noticia a los que llegaban corriendo.
– ¿Dónde están esas señoras?
Maleza quedó con la boca abierta. Desmayó el ademán decidido que traía y contestó lánguido:
– Ahí dentro, de rodillas rezando como fieras… Han preguntado qué sé yo las veces por usted.
Llegó el coche de los periodistas. Se bajaron de él dejando las puertas abiertas y vinieron corriendo donde Plinio estaba con los demás.
– ¿Podemos entrar, Jefe?
– Por favor, tengan la bondad de aguardar aquí hasta que yo les avise.
El del magnetófono quedó un poco corrido.
– ¿Es que pasa algo?
– Aguarden, por favor – añadió Plinio con severidad.
Manuel, seguido de don Lotario, entró en el Depósito con cierto respeto. Como le había dicho Maleza, allí estaban las tres señoras, totalmente de luto, de rodillas ante la mesa de mármol para las autopsias. Rezaban un Rosario a tres voces bien altas y claras. Estaban solas.
Plinio carraspeó por si no los habían oído entrar, ya que ellas estaban de espaldas a la puerta.
La mayor de las señoras orantes, que estaba en el centro, volvió la cabeza sin dejar el recitado, miró de pies a cabeza a los intrusos con aire severísimo, y reviró hacia su muerto sin mostrar la menor prisa.
Plinio y don Lotario se miraron entre sí con resignación y asombro, y en posición de "en su lugar descansen", decidieron tener paciencia hasta que acabasen la interminable oración, tan llena de estaciones, calderones, suspiros, réplicas y contrarréplicas latinadas.
Plinio, mientras aguardaba, repasaba con los ojos una vez más los detalles de aquella enorme habitación destinada a Depósito. El tosco armario para el instrumental y la obsesionante mesa de mármol, estrechísima, con el collarín. Unas moscas tercas se paraban sobre la cara del pobre Witiza. Junto a ellos, al lado de la puerta, un angelote de marmolina con una cruz entre sus manos gordetas. Varias lápidas rotas. Unos bastidores de latón, cruces de piedra, un cristo metálico con orín, sin duda procedente de un ataúd podrido; y el cajón donde vino el cuerpo muerto.
Más allá del bisbiseo cortante de las tres postradas llegaba el rumor de las conversaciones de los que aguardaban fuera.
Y como contraste con aquel aparato fúnebre, entre la yedra que medio acortinaba de verde la ventana del Depósito que daba al patio del cementerio, dos pájaros se arrullaban con tierna alegría.
Las tres señoras, después de largos minutos, concluyeron el Rosario con no sé cuántos postres y recomendaciones; se persignaron de manera enfática, y apoyándose un poco bastante la del centro, que era la mayor, en las que le hacían escolta, todas tres se pusieron en pie, con chusca unanimidad. Todavía, antes de dignarse mirar a los que esperaban, se sacudieron cumplidamente con la palma de la mano el polvo del suelo que quedó en sus negrísimos vestidos. La del centro guardó el Rosario en una bolsita pequeña que sacó de un bolso grande. La tornó a meter y a cerrar el bolso con seco chasquido metálico.
En el momento que ya pareció que no les quedaba nada por hacer, la del centro, siempre la del centro, mujer de unos sesenta y cinco años, pelo gris, traje hechura sastre, ojos negros, nariz recta, boca fresca todavía y gesto mandón, preguntó con voz enérgica y sin más preámbulo:
– ¿Es usted el Jefe Manuel González?
– Para servirla.
– Yo soy Ángela Martínez Montorio y Rivas del Cid.
– Mucho gusto. Aquí don Lotario Navarro, mi amigo y colaborador.
Doña Ángela respondió a esta presentación con un leve movimiento de cabeza y añadió:
– Mi hermana Paloma.
La aludida, que tenía los mismos rasgos que la presentadora, pero como abocetados, sin fibra, también cabeceó.
– Y mi hermana María Teresa.
Era gordita, muy peluda, más que cuarentona. Y sonrió, alzando una gruesa berruga que le manchaba la mejilla.
– Este cuerpo – continuó doña Ángela cuando concluyó las presentaciones, con voz solemne y grave como si estuviera haciendo la ofrenda a Santiago Apóstol – es del que fue mi esposo, el doctor Carlos Espinosa.
Y quedó mirando fijamente al guardia para ver el efecto de su decreto.
– Ya me ha dicho algo el señor alcalde…
– Bien. Entonces sobran palabras. Deseo que me autoricen legalmente el traslado del cadáver. Pediré a Madrid un coche celular y lo enterraremos definitivamente en nuestro panteón familiar.
Plinio compuso el gesto como para responderle con mucho comedimiento, pero no le fue posible, porque antes que despegara los labios, doña Ángela Martínez, sacando de su gran bolso de mano varias fotografías, se las ofreció al Jefe estirando mucho el brazo donante.
– Aquí tiene usted las pruebas irrecusables.
Plinio, ya en el juego, la dejó así, con la mano extendida, mientras, con gran parsimonia, sacó las gafas de su estuche, reembolsó éste, destumbó las patillas y se las colgó en la nariz. Sólo entonces tomó las cartulinas. Y poniéndoselas de modo que pudiera verlas don Lotario, empezó a mirarlas y pasarlas con gran cuidado.
En ellas aparecía, con distintas edades, pero no más de cincuenta años, un caballero alto, bien formado, de nariz algo aguilandera y boca grande. En la última de las fotos, sacada de una revista, el doctor Carlos Espinosa, como de unos sesenta años, tenía el pelo blanco.
– Creo que no hay ninguna duda – dijo doña Ángela expeditiva.
Iba Plinio a replicar cuando se abrió la puerta del Depósito y apareció don Saturnino con la cartera bajo el brazo, la frente perlada de sudor y el gesto desmayado.
– Ya me ha explicado el alcalde en el casino y luego me llamó el Juez… Esta tarde que me pensaba ir al monte – dijo a manera de saludo.
Plinio, sin más ceremonias, le largó las fotografías de doña Ángela.