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un hombre libre. Andaba ahora sobre una tierra en que la esclavitud había sido abolida para siempre.

En su primera jornada de marcha alcanzó las riberas del Artibonite; tumbándose al amparo de un árbol para hacer noche. Al amanecer echó a andar de nuevo, siguiendo un camino que se alargaba entre parras silvestres y bambúes. Los hombres que lavaban caballos le gritaban cosas que no entendía muy bien, pero a las que respondía a su manera, hablando de lo que se le antojara. Además, Ti Noel nunca estaba solo aunque estuviese solo. Desde hacía mucho tiempo había adquirido el arte de conversar con las sillas, las ollas, o bien con una vaca, una guitarra, o con su propia sombra. Aquí la gente era alegre. Pero, a la vuelta de un sendero, las plantas y los árboles parecieron secarse, haciéndose esqueletos de plantas y de árboles, sobre una tierra que, de roja y grumosa, había pasado a ser como de polvo de sótano. Ya no se veían cementerios claros, con sus pequeños sepulcros de yeso blanco, como templos clásicos del tamaño de perreras. Aquí los muertos se enterraban a orillas del camino, en una llanura callada y hostil, invadida por cactos y aromos. A veces, una cobija abandonada sobre sus cuatro horcones

significaba una huida de los habitantes ante miasmas malévolos. Todas las vegetaciones que ahí crecían tenían filos, dardos, púas y leches para hacer daño. Los pocos hombres que Ti Noel se encontraba no respondían al

saludo, siguiendo con los ojos pegados al suelo, como el hocico de sus perros. De pronto el negro se detuvo, respirando hondamente. Un chivo, ahorcado, colgaba de un árbol vestido de espinas. El suelo se había llenado

de advertencias: tres piedras en semicírculo, con una ramita quebrada en ojiva a modo de puerta. Más adelante, varios pollos negros, atados por una pata, se mecían, cabeza abajo, a lo largo de una rama grasienta. Por fin, al cabo de los Signos, un árbol particularmente malvado, de tronco erizado de agujas negras, se veía rodeado de ofrendas.

Entre sus raíces habían encajado -retorcidas, sarmentosas, despitorradas- varias Muletas de Legba, el Señor de los Caminos.

Ti Noel cayó de rodillas y dio gracias al cielo por haberle concedido el júbilo de regrresar a la tierra de los Grande Pactos. Porque él sabía-y lo sabían todos los negros franceses de Santiago de Cuba- que el triunfo de Dessalines se debía a una preparación tremenda, en la que habían intervenido Loco, Petro, Ogún Ferraille, Brise-Pimba, Caplaou-Pimba, Marinette Bois-Cheche y todas las divinidades de la pólvora y del fuego, en una serie de caídas en posesión de una violencia tan terrible que ciertos hombres habían sido lanzados al aire o golpeados

contra el suelo por los conjuros. Luego, la sangre, la pólvora, la harina de trigo y el polvo del café se habían amasado hasta constituir la Levadura capaz de hacer volver la cabeza a los antepasados, mientras latían los

tambores consagrados y se entrechocaban sobre una hoguera los hierros de los iniciados. En el colmo de la exaltación, un inspirado se había montado sobre las espaldas de dos hombres que relinchaban, trabados en

piafante perfil de centauro, descendiendo, como a galope de caballo, hacia el mar que, más allá de la noche, más allá de muchas noches, lamía las fronteras del mundo de los Altos Poderes.

II SANS-SOUCI

Al cabo de varios días de marcha, Ti Noel comenzó a reconocer ciertos lugares. Por el sabor del agua, supo que se había bañado muchas veces, pero más abajo, en aquel arroyo que serpeaba hacia la costa. Pasó cerca de la caverna en que Mackandal otrora, hiciera macerar sus plantas venenosas. Cada vez más impaciente, descendió por

angosto valle de Dondón, hasta desembocar en la Llanura del Norte. Entonces, siguiendo la orilla del mar, se encaminó hacia la antigua hacienda de Lenormand de Mezy.

Por las tres ceibas situadas en vértices de triángulo comprendió que había llegado. Pero ahí no quedaba nada: ni añilería, ni secaderos, ni establos, ni bucanes. De la casa, una chimenea de ladrillos que habían cubierto las yedras de antaño, ya degeneradas por tanto sol sin sombra; de los almacenes, unas losas encajadas en el barro; de la capilla, el gallo de hierro de la, veleta. Aquí y allá se erguían pedazos de pared, que parecían gruesas letras rotas. Los pinos, las parras, los árboles de Europa, habían desaparecido, así como la huerta donde, en otros tiempos, había comenzado a blanquear el espárrago, a espesarse el corazón de la alcachofa, entre un respiro de menta y otro de mejorana. La hacienda toda estaba hecha un erial atravesado por un camino. Tí Noel se sentó sobre una de las piedras esquineras

de la antigua vivienda, ahora piedra como otra cualquiera para quien no recordase tanto. Estaba hablando con las hormigas cuando un ruido inesperado le hizo volver la cabeza. Hacia él venían, a todo trote, varios jinetes de uniformes resplandecientes, con dormanes azules cubiertos de agujetas y paramentos, cuello de pasamanería, entorchados de mucho fleco, pantalones de gamuza galonada, chacos con penacho de plumas celeste y botas a lo húsar. Habituado a los sencillos uniformes coloniales españoles, Ti Noel descubría de pronto, con asombro, las

pompas de un estilo napoleónico, que los hombres de su raza habían llevado a un grado de boato ignorado por los mismos generales del Corso. Los oficiales pasaron por su lado, como metidos en una nube de polvo de oro, alejándose hacia Millot. El viejo, fascinado, siguió el rastro de sus caballos en la tierra del camino.

Al salir de una arboleda tuvo la impresión de penetrar en un suntuoso vergel. Todas las tierras que rodeaban el pueblo de Millot estaban cuidadas como huerta de alquería, con sus acequias a escuadra, con sus camellones

verdecidos de posturas tiernas. Mucha gente trabajaba en esos campos, bajo la vigilancia de soldados armados de látigos que, de cuando en cuando, lanzaban un guijarro a un perezoso. "Presos", pensó Ti Noel, al ver que los guardianes eran negros, pero que los trabajadores también eran negros, lo cual contrariaba ciertas nociones que había adquirido en Santiago de Cuba, las noches en que había podido concurrir a alguna fiesta de tumbas y catás en el Cabildo de Negros Franceses. Pero ahora el viejo se había detenido, maravillado por el espectáculo más inesperado,

más imponente que hubiera visto en su larga existencia. Sobre un fondo de montañas estriadas de violado por gargantas profundas se alzaba un palacio rosado, un alcázar de ventanas arqueadas, hecho casi aéreo por el alto zócalo de una escalinata de piedra. A un lado había largos cobertizos tejados, que debían de ser las dependencias, los cuarteles y las caballerizas. Al otro lado, un edificio redondo, coronado por una cúpula asentada en blancas columnas, del que salían varios sacerdotes de sobrepelliz. A medida que se iba acercando, Tí Noel descubría terrazas, estatuas, arcadas, jardines, pérgolas, arroyos artificiales y laberintos de boj. Al pie de pilastras macizas, que sostenían un gran sol de madera negra, montaban la guardia dos leones de bronce. Por la explanada de honor iban y venían, en gran tráfago, militares vestidos de blanco, jóvenes capitanes de bicornio, todos constelados de reflejos, sonándose el sable sobre los muslos. Una ventana abierta descubría el trabajo de una orquesta de baile en pleno ensayo. A las ventanas del palacio asomábanse damas coronadas de plumas, con el abundante pecho alzado por