estatuas de blancas desnudas que se calentaban al sol sobre sus zócalos de almocárabes entre los bojes tallados de los canteros, se debían a una esclavitud tan abominable como la que había conocido en la hacienda Monsieur Lenormand de Mezy. Peor aún, puesto que había una infinita miseria en lo de verse apaleado por un negro, tan
negro como uno, tan belfudo y pelicrespo, tan narizñato como uno; tan igual, tan mal nacido, tan marcado a hierro, posiblemente, como uno. Era como si en una misma casa los hijos pegaran a los padres, el nieto a la abuela, las nueras a la madre que cocinaba. Además, en tiempos pasados los colonos se cuidaban mucho de matar a sus esclavos -a menos de que se les fuera la mano-, por que matar a un esclavo era abrirse una gran herida en la escarcela. Mientras que aquí la muerte de un negro nada costaba al tesoro público: habiendo negras que parieran – y siempre las había y siempre las habría-, nunca faltarían trabajadores para llevar ladrillos a la cima del Gorro del Obispo.
El rey Christophe subía a menudo a la Ciudadela, escoltado por sus oficiales a caballo, para cerciorarse de los progresos de la obra. Chato, muy fuerte, de tórax un tanto abarrilado, la nariz roma y la barba algo undida en el cuello bordado de la casaca, el monarca recorría las baterías, fraguas y talleres, haciendo sonar las espuelas en lo alto de interminables escaleras. En su bicornio napoleónico se abría el ojo de ave de una escarapela bicolor. A veces, con un simple gesto de la fusta, ordenaba la muerte de un perezoso sorprendido en plena holganza, o la ejecución de peones demasiado tardos en izar un bloque de cantería a lo largo de una cuesta abrupta. Y siempre terminaba por hacerse llevar una butaca a la terraza superior que miraba al mar, al borde del abismo que hacía cerrar los ojos a los más acostumbrados. Entonces, sin nada que pudiese hacer sombra ni pesar sobre él, más arriba de todo, erguido sobre su propia sombra, medía toda la extensión de su poder. En caso de intento de reconquista de la isla
por Francia, él, Henri Christophe, Dios, mí causa y mi espada, podría resistir ahí, encima de las nubes, durante los años que fuesen necesarios, con toda su corte, su ejército, sus capellanes, sus músicos, sus pajes africanos, sus bufones. Quince mil hombres vivirían con él, entre aquellas paredes ciclópeas, sin carecer de nada. Alzado el puente levadizo de la Puerta Única, la Ciudadela La Ferriére sería el país mismo, con su independencia, su monarca, su hacienda y su pompa mayor. Porque abajo, olvidando los padecimientos que hubiera costado su construcción, los negros de la Llanura alzarían los ojos hacia la fortaleza, llena de maíz, de pólvora, de hierro, de oro, pensando que allá, más arriba de las aves, allá donde la vida de abajo sonaría remotamente a campanas y a cantos de gallos, un rey de su misma raza esperaba, cerca del cielo que es el mismo en todas partes, a que tronaran los cascos de bronce de los diez mil caballos de Ogún. Por algo aquellas torres habían crecido sobre un vasto bramido de coros descollados, desangrados, de testículos al sol, por edificadores conscientes del significado profundo del sacrificio, aunque dijeran a los ignorantes que se trataba de un simple adelanto en la técnica de la albañilería militar
IV EL EMPAREDADO
Cuando los trabajos de la Ciudadela estuvieron próximos a llegar a su término y los hombres de oficios se hicieron más necesarios a la obra que los cargadores de ladrillos, la disciplina se relajó un poco, y aunque todavía subían morteros y culebrinas hacia los altos riscos de la montaña, muchas mujeres pudieron volver a sus ollas engrisadas por las telarañas. Entre los que dejaron marchar por ser menos útiles se escurrió Ti Noel, una mañana, sin volver la cabeza hacia la fortaleza ya limpia de andamios por el flanco de la Batería de las Princesas Reales. Los troncos que ahora rodaban, cuesta arriba, a fuerza de palancas, servirían para carpintear los pisos de los departamentos. Pero nada de esto interesaba ya a Ti Noel, que sólo ansiaba instalarse sobre las antiguas tierras de Lenormand de Mezy, a las que regresaba ahora como regresa la anguila al limo que la vio nacer. Vuelto al solar,
sintiéndose algo propietario de aquel suelo cuyos accidentes sólo tenían un significado para él, comenzó a machetear aquí y allá, poniendo algunas ruinas en claro. Dos aromos, al caer, sacaron a la luz un trozo de pared. Bajo las hojas de un calabazo silvestre reaparecieron las baldosas azules del comedor de la hacienda. Cubriendo con pencas de palma la chimenea de la antigua cocina -rota a medio derrame-, el negro tuvo una alcoba en la que había que penetrar de manos, y que llenó de espigas de barba de indio para descansar de los golpes recibidos en los senderos del Gorro del Obispo.
Ahí pasó los vientos del invierno y las lluvias que siguieron, y vio llegar el verano con el vientre hinchado de haber comido demasiadas frutas verdes, demasiados mangos aguados, sin atreverse a salir mucho a los caminos, por miedo a la gente de Christophe que andaba buscando hombres, a lo mejor, para construir algún nuevo palacio,
tal vez ése, de que hablaban algunos, alzado en las riberas del Artibonite, y que tenía tantas ventanas como días suma el año. Pero como transcurrieron otros meses sin mayor novedad, Ti Noel, harto de miseria, emprendió un viaje a la Ciudad del Cabo, andanndo sin apartarse del mar, junto a la borrada vereda que tantas veces siguiera antaño, detrás del amo, cuando regresaba a la hacienda montado en caballo de dientes sin cerrar de esos que trotan con ruido de cordobán doblado y llevan en el cuello todavía las graciosas arrugas del potro. La ciudad es buena. En la ciudad, una rama ganchuda encuentra siempre cosas que meter en un saco que se lleva al hombro. En una ciudad siempre hay prostitutas de corazón generoso que dan limosnas a los ancianos hay mercados con alguna música, animales amaestrados, muñecos que hablan y cocineras que se divierten con quien, en vez de hablar de hambre, señala el aguardiente. Ti Noel sentía que un gran frío se le iba metiendo en la médula de los huesos. Y añoraba grandemente aquellos frascos de otros tiempos -los del sótano de la hacienda-, cuadrados, de cristal grueso, llenos de cáscaras, de hierbas, de moras y berros macerados en alcohol, que despedían tintas quietas de muy suave olor.
Pero Ti Noel halló a la ciudad entera en espera de una muerte. Era como si todas las ventanas y puertas de las casas, todas las celosías, todos los ojos de buey, se hubiesen vuelto hacia la sola esquina del Arzobispado, en una expectación de tal intensidad que deformaba las fachadas en muecas humanas. Los techos estiraban el alero, las es
quinas adelantaban el filo y la humedad no dibujaba sino oídos en las paredes. En la esquina del Arzobispado un rectángulo de cemento acababa de secarse, haciéndose mampostería con la muralla, pero dejando una gatera abierta. De aquel agujero, negro como boca desdentada, brotaban de súbito unos alaridos tan terribles que estremecían toda la población, haciendo sollozar los niños en las casas. Cuando esto ocurría las mujeres embarazadas se llevaban
las manos al vientre y algunos transeúntes echaban a correr sin acabar de persignarse. Y seguían los aullidos, los gritos sin sentido, en la esquina del Arzobispado hasta que la garganta, rota en sangre, se terminara de desgarrar en anatemas, amenazas obscuras, profecías e imprecaciones. Luego era un llanto, un llanto sacado del fondo del pecho, con lloriqueos de rorro metidos en voz de anciano, que resultaba más intolerable aún que lo de antes. Al fin, las lágrimas se deshacían en un estertor en tres tiempos, que iba muriendo con larga cadencia asmática, hasta hacerse mero respiro. Y esto se repetía día y noche, en la esquina del Arzobispado. Nadie dormía en el Cabo. Nadie se atrevía a pasar por las calles aledañas. Dentro de las viviendas se rezaba en voz baja, en las habitaciones más retiradas. Y es que nadie hubiera tenido la audacia siquiera, de comentar lo que estaba ocurriendo. Porque aquel capuchino que estaba emparedado en el edificio del Arzobispado, sepultado en vida dentro de su oratorio, era