Cornejo Breille, duque del Anse, confesor de Henri Christophe. Había sido condenado a morir ahí, al pie de una pared recién repellada, por el delito de quererse marchar a Francia conociendo todos los secretos del rey, todos los secretos de la Ciudadela, sobre cuyas torres encarnadas había caído el rayo varias veces ya. La reina María Luisa
podía implorar en vano, abrazándose a las botas de su esposo. Henri Christophe, que ac ababa de insultar a San Pedro por haber mandado una nueva tempestad sobre su fortaleza, no iba a asustarse por las ineficientes excomuniones de un capuchino francés. Además, por si podía quedar alguna duda, Sans-Souci tenía un nuevo favorito: un capellan español de larga teja, tan dado a ir, correr y decir, como aficionado a salmodiar la misa con hermosa voz de bajo, al que todos llamaban el padre Juan de Dios. Cansado del garbanzo y la cecina de los toscos
españoles de la otra vertiente, el fraile astuto se encontraba muy bien en la corte haitiana, cuyas damas lo colmaban de frutas abrillantadas y vinos de Portugal. Se rumoraba que ciertas frases suyas, dichas como despreocupadamente, en presencia de Christophe, un día en que enseñaba sus lebreles a saltar por el rey de Francia, eran la causa de la terrible desgracia de Cornejo Breille.
Al cabo de una semana de encierro, la voz del capuchino emparedado se había hecho casi imperceptible, muriendo en un estertor más adivinado que oído. Y luego, había sido el silencio, en la esquina del Arzobispado. El silencio demasiado prolongado de una ciudad que ha dejado de creer en el silencio y que sólo un recién nacido
se atrevió a romper con un vagido ignorante, reencaminando la vida hacia su sonoridad habitual de pregones, abures, comadreos y canciones de tender la ropa al sol. Entonces fue cuando Ti Noel pudo echar algunas cosas dentro de su saco, consiguiendo de un marino borracho las monedas suficientes para beberse cinco vasos de aguardiente, uno encima del otro. Tambaleándose a la luz de la luna, tomó el camino de regreso, recordando vagamente una canción de otros tiempos, que solía cantar siempre que volvía de la ciudad. Una canción en la que se decían groserías a un rey. Eso era lo importante: a un rey. Así, insultando a Henri Christophe, cansándose de imaginarias exoneraciones en su corona y su prosapia, encontró tan corto el andar que cuando se echó sobre su jergón de barba de indio llegó a preguntarse si había ido realmente a la Ciudad del Cabo.
V CRÓNICA DEL 15 DE AGOSTO
– Quasí palma exaltata sum in Cades, et quasi plantatio rosae in Jericho. Quasi oliva speciosa in campís, et quasi platanus exaltata sum juxta aquam in plateis. Sicut cinnamonum et balsamum aromatizans odorem dedi: quasi myrrah electa dedi suavitatem odoris.
Sin entender los latines dichos por Juan de Dios González con inflexiones abaritonadas el más seguro efecto, la reina María Luisa hallaba aquella mañana una misteriosa armonía entre el olor del incienso, la fragancia de los naranjos de un patio cercano y ciertas palabras de la Lección litúrgica que aludían a perfumes conocidos cuyos nombres se estampaban sobre los potes de porcelana del apotecario de Sans-Souci. Henri Christophe, en cambio, no lograba seguir la misa con la atención recomendable, pues sentía su pecho oprimido por un inexplicable desasosiego.
Contra el parecer de todos, había querido que la misa de Asunción se cantara en la iglesia de Limonade, cuyos mármoles grises, delicadamente veteados, daban una deleitosa impresión de frescor, haciendo que se sudara un poco menos bajo las casacas abrochadas y el peso de las condecoraciones. Sin embargo, el rey se sentía rodeado de fuerzas hostiles. El pueblo que lo había aclamado a su llegada estaba lleno de malas intenciones, al recordar demasiado, sobre una tierra fértil, las cosechas perdidas por estar los hombres ocupados en la construcción de la
Ciudadela. En alguna casa retirada -lo sospechaba- habría una imagen suya hincada con alfileres o colgada de mala manera con un cuchillo encajado en el lugar del corazón. Muy lejos se alzaba, a ratos, un pálpito de tambores que no tocaban, probablemente, en rogativas por su larga vida. Pero ya se daba comienzo al Ofertorio.
De pronto, Juan de Dios González comenzó a retroceder hacia las butacas reales, resbalando torpemente sobre los tres peldaños de mármol. La reina dejó caer el rosario. El rey llevó la mano a la empuñadura de la espada. Frente al altar, de cara a los fieles otro sacerdote se había erguido, como nacido del aire, con pedazos de hombros y de brazos aun mal corporizados. Mientras el semblante iba adquiriendo firmeza y expresión, de su boca sin labios, sin dientes, negra como agujero de gatera, surgía una voz tremebunda que llenaba la nave con vibraciones de órgano a todo registro, haciendo temblar los vitrales en sus plomos.
– Absolve Dómine, animas ominum fidelium defunctorum ab omni vínculo delictorum…
El nombre de Cornejo Breille se atravesó en la garganta de Christophe, dejandolo sin habla. Porque era el arzobispo emparedado, de cuya muerte y podredumbre sabían todos, quien estaba allí, en medio del altar mayor, ornado por sus pompas eclesiásticas, clamando el Dies Irae. Cuando, en el trueno de un redoble de timbal, sonaron las palabras Coget omnes ante thronus, Juan de Dios González se desplomó, gimiendo, a los pies de la reina. Henri Christophe, desorbitado, soportó hasta el Rex tremendae majestatis. En ese momento, un rayo que sólo ensordeción sus oídos cayó sobre la torre de la iglesia, rajando a un tiempo todas las campanas. Los chantres, los incensarios, el facistol, el pulpito, habían quedado abajo. El rey yacía sobre el piso, paralizado, con los ojos fijos en las vigas del techo. Pero ahora, de un gran salto, el espectro había ido a sentarse sobre una de esas vigas, precisamente donde lo viera Christophe, aspándose de mangas y de piernas, como para lucir más ancho y sangriento el brocado. En sus oídos crecía un ritmo que tanto podía ser el de sus propias venas como el de los tambores golpeados en la montaña.
Sacado de la iglesia en brazos de sus oficiales, el rey masculló vagas maldiciones, amenazando de muerte a todos los vecinos de Limonade si cantaban los gallos. Mientras recibía los primeros cuidados de María Luisa y de las princesas, los campesinos, aterrorizados por el delirio del monarca, comenzaron a bajar gallinas y gallos, metidos en canastas, a la noche de los pozos profundos, para que se olvidaran de cloqueos y fanfarronadas. Los burros eran espantados al monte bajo una lluvia de palos. Los caballos eran amordazados para evitar malas interpretaciones
de relinchos.
Y aquella tarde, la pesada carroza real entró en la explanaba de honor de Sans-Souci al galope de sus seis cabaIIos. Con la camisa abierta, el rey fue subido a sus habitaciones. Cayó en la cama como un saco de cadenas. Más córnea que iris, sus ojos expresaban un furor sacado de lo hondo, por no poder mover los brazos ni las piernas. Los médicos comenzaron a frotar su cuerpo inerte con una mezcla de aguardiente, pólvora y pimienta roja. En todo el palacio, las medicinas, tisanas, sales y ungüentos sahumaban la tibieza de los salones demasiado llenos de funcionarios y cortesanos. Las princesas Atenais y Amatista lloraron en el escote de la institutriz norteamericana. La reina, poco preocupada por la etiqueta en aquellos momentos, se había agachado en un rincón de la antecámara para vigilar el hervor de un cocimiento de raíces, puesto a calentar sobre una hornilla de carbón de leña cuyo reflejo de llama verdadera daba raro realismo al colorido de un Gobelino que adornaba la pared, mostrando a Venus la fragua de Vulcano. Su Majestad pidió un abanico para avivar el fuego demasiado lento. Se respiraba una mala atmósfera en aquel crepúsculo de sombras harto impacientes por abrazarse a las cosas. No acababa de saberse si realmente sonaban tambores, en la montaña. Pero, a veces, un ritmo caído de altas lejanías se mezclaba extrañamente con el Avemaría que las mujeres rezaban en el Salón de Honor, hallando inconfesadas resonancias en más de un pecho.