VI ULTIMA RATIO REGUM
El domingo siguiente, a la puesta del sol, Henri Christophe tuvo la impresión de que sus rodillas, sus brazos, aun entumecidos, responderían a un gran esfuerzo de voluntad. Dando pesadas vueltas para salir de la cama, dejó caer sus pies al suelo, quedando, como quebrado de cintura, de media espalda sobre el lecho. Su lacayo Solimán lo ayudó a enderezarse. Entonces el rey pudo andar hasta la ventana, con pasos medidos, como un gran autómata. Llamadas por el servidor, la reina y las princesas entraron quedamente en la habitación, colocándose en un rincón obscuro debajo de un retrato ecuestre de Su Majestad. Ellas sabían que en Haut.-le-Cap se estaba bebiendo demasiado. En las esquinas había grandes calderos llenos de sopas y carmes abucanadas, ofrecidas por cocineras sudorosas que tamborileaban sobre las mesas con espumaderas y cucharones. En un callejón de gritos y risas bailaban los pañuelos de una calenda.
El rey aspiraba el aire de la tarde con creciente alivio del peso que había agobiado su pecho. La noche salía ya de las faldas de las montañas, difuminando el contorno de árboles y laberintos. De pronto, Christophe observó que los músicos de la capilla real atravesaban el patio de honor, cargando con sus instrumentos. Cada cual se acompañaba de su deformación profesional. El arpista estaba encorvado, como giboso, por el peso del arpa, aquel otro, tan flaco, estaba como grávido de una tambora colgada de los hombros; otro se abrazaba a un helicón. Y cerraba la marcha un enano, casi oculto por el pabellón de un chinesco, que a cada paso tintineaba por todas las campanillas. El rey iba a extrañarse de que, a semejante hora, sus músicos salieran así, hacia el monte, como para dar un concierto al pie de alguna ceiba solitaria, cuando redoblaron a un tiempo ocho cajas militares. Era la hora del relevo de la guardia. Su Majestad se dio a observar cuidadosamente a sus granaderos, para cerciorarse
de que, durante su enfermedad, observaban la rígida disciplina a que los tenía habituados. Pero, de súbito, la mano del monarca se alzó en gesto de colérica sorpresa. Las cajas destimbradas, habían dejado el toque reglamentario, desacompasándose en tres percusiones distintas, producidas, no ya por palillos, sino por los dedos sobre los parches.
– ¡Están tocando el manducumán! gritó Christophe, arrojando el bicornio al suelo. En ese instante la guardia rompió filas atravesando en desorden la explanada de honor. Los oficiales corrieron con el sable en claro. De las ventanas de los cuarteles empezaron a descolgarse racimos de hombres con las casacas abiertas y el pantalón por encima de las botas. Se dispararon tiros al aire. Un abanderado laceró el estandarte coronas y delfines del regimiento del Príncipe Real. En medio de la confusión, un pelotón de Caballos Ligeros se alejó del palacio a galope tendido, seguido por las mulas de un furgón lleno de monturas y arneses. Era una desbandada general de uniformes, siempre
arreados por las cajas militares golpeadas con los puños. Un soldado palúdico, sorprendido por el motín, salió de la enfermería envuelto en una sábana, ajustándose el barbuquejo de un chacó. Al pasar debajo de la ventana de Christophe hizo un gesto obsceno y escapó a todo correr. Luego, fue la calma del atardecer, con la remota queja de un
pavo real. El rey volvió la cabeza. En la noche de la habitación, la reina María Luisa y las princesas Atenais y Amatista lloraban. Ya se sabía por qué la gente había bebido tanto aquel día en Hautle-Cap.
Christophe echó a andar por su palacio, ayudándose con barandas, cortinas y espaldares de sillas. La ausencia de cortesanos, de lacayos, de guardias, daba una terrible vaciedad a los corredores y estancias. Las
paredes parecían más altas, las baldosas, más anchas. El Salón de los Espejos no reflejó más figura que la del rey, hasta el trasmundo de sus cristales más lejanos. Y luego, esos zumbidos, esos roces, esos grillos del artesonado,
que nunca se habían escuchado antes, y que ahora, con sus intermitencias y pausas, daban al silencio toda una escala de profundidad. Las velas se derretían lentamente en sus candelabros. Una mariposa nocturna giraba en la sala del consejo. Luego de arrojarse sobre un marco dorado, un insecto caía al suelo, aquí, allá, con el inconfundible golpe
de élitros de ciertos escarabajos voladores. El gran salón de recepciones, con sus ventanas abiertas en las dos fachadas, hizo escuchar a Christophe el sonido de sus propios tacones, acreciendo su impresión de absoluta soledad. Por una puerta de servicio bajó a las cocinas, donde el fuego moría bajo los asadores sin carnes. En el suelo, junto a la mesa de trinchar, había varias botellas de vino vacías. Se habían llevado las ristras de ajos colgados del dintel de la chimenea, las sartas de sartas de setas dion-dion, los jamones puestos a ahumar. El palacio estaba desierto, entregado a la noche sin luna. Era de quien quisiera tomarlo, pues se habían llevado hasta los perros de caza. Henri Christophe volvió a su piso. La escalera blanca resultaba siniestramente fría y lúgubre a la luz de las arañas prendidas. Un murciélago se coló por el tragaluz de la rotonda, dando vueltas desordenadas bajo el oro viejo del cielo raso. El rey se apoyo en la balaustrada, buscando la solidez del mármol.
Allá abajo, sentados en el último peldaño de la escalera de honor, cinco negros jóvenes habían vuelto hacia él sus rostros ansiosos. En aquel instante, Christophe sintió que los amaba. Eran los Bombones Reales; eran Delivrance, Valentín, La Couronne, John, Bien Aimé, los africanos que el rey había comprado a un mercader de esclavos para darles la libertad y hacerles enseñar el lindo oficio de pajes. Christophe se había mantenido siempre al margen de la mística africanista de los primeros caudillos de la independencia haitiana, tratando en todo de dar a
su corte un empaque europeo. Pero ahora, cuando se hallaba solo, cuando sus duques, barones, generales y ministros lo habían traicionado, los únicos que permanecían leales eran aquellos cinco africanos, aquellos cinco mozos de nación, congos, fulas o mandingas, que aguardaban sentados como canes fieles, con las nalgas puestas en el mármol
frío de la escalera, una Ultima Ratio Regum, que ya no podía imponerse por boca de cañones. Christophe contempló largamente a sus pajes; les hizo un gesto de cariño, al que respondieron con una entristecida reverencia, y pasó a la sala del trono.
Se detuvo frente al dosel que ostentaba sus armas. Dos leones coronados sostenían un blasón, el emblema del Fénix Coronado, con la divisa: Renazco de mis cenizas. Sobre una banderola se redondeaba en pliegues de drapeado el Dios, mi causa y mi espada. Christophe abrió un cofre pesado, oculto por las borlas del terciopelo. Sacó un puñado de monedas de plata, marcadas con sus iniciales. Luego, arrojó al suelo, una tras otra, varias coronas de oro macizo, de distinto espesor. Una de ellas alcanzó la puerta, rodando, escaleras abajo, con un estrépito que llenó todo el palacio. El rey se sentó ni el trono, viendo cómo acababan de derretirse las velas amarillas de un candelabro. Maquinalmente recitó el texto que encabezaba las actas públicas de su gobierno: "Henri, por la gracia de Dios y la Ley Constitucional del Estado. Rey de Haití, Soberano de las Islas de la Tortuga, Gonave y otras adyacentes. Destructor de la Tiranía, Regenerador y Bienhechor de la Nación Haitiana, Creador de Instituciones Morales, Políticas y Guerreras, Primer Monarca Coronado del Nuevo Mundo. Defensor de la Fe, Fundador de la Orden Real y Militar de Saint-Henry, a todos, presentes y por venir, saludo…" Christophe de súbito, se acordó de la Ciudadela La Ferriére, de su fortaleza construida allá arriba, sobre las nubes.