Pero, en ese momento, la noche se llenó de tambores. Llamándose unos a otros, respondiéndose de montaña a montaña, subiendo de las playas, saliendo de las cavernas, corriendo debajo de los árboles, descendiendo por las quebradas y cauces, tronaban los tambores radás, los tambores congos, los tambores de Bouckman, los tambores de los Grandes Pactos, los tambores todos del Vodú. Era una vasta percusión en redondo, que danzaba sobre Sans-Souci, apretando el cerco. Un horizonte de truenos que se estrechaba. Una tormenta, cuyo vórtice era, en aquel instante, el trono sin heraldos ni maceros. El rey volvió a su habitación y a su ventana. Ya había comenzado el incendio de sus granjas, de sus alquerías, de sus cañaverales. Ahora, delante de los tambores corría el fuego, saltando de casa a casa, de sembrado a sembrado. Una llamarada se había abierto en el almacén de granos, arrojando tablas rojinegras a la nave del forraje. El viento del norte levantaba la encendida paja de los maizales, trayéndola cada vez más cerca. Sobre las terrazas del palacio caían cenizas ardientes.
Henri Christophe volvió a pensar en la Ciudadela. UltimaRatio Regum. Mas aquella fortaleza, única en el mundo, era demasiado vasta para un hombre solo, y el monarca no había pensado nunca que un día pudiese verse solo. La sangre de toros que habían bebido aquellas paredes tan espesas era de recurso infalible contra las armas de blancos. Pero esa sangre jamás había sido dirigida contra los negros, que al gritar, muy cerca ya, delante de los incendios en marcha, invocaban Poderes a los que se hacían sacrificios de sangre. Christophe, el reformador, había querido ignorar el vodú, formando, a fustazos, una casta de señores católicos. Ahora comprendía que los verdaderos traidores a su causa, aquella noche, eran San Pedro con su llave, los capuchinos de San Francisco y el negro San Benito, con la Virgen de semblante obscuro y manto azul, y los Evangelistas, cuyos libros había hecho besar en cada juramento de fidelidad; los mártires todos, a los que mandaba encender cirios que contenían trece monedas de oro. Después de lanzar una mirada de ira a la cúpula blanca de la capilla, llena de imágenes que le volvían las espaldas, de signos que se habían pasado la enemigo, el rey pidió ropa limpia y perfumes. Hizo salir a las princesas y vistió su más rico traje de ceremonias. Se terció la ancha cinta bicolor, emblema de su investidura, anudándola sobre la empuñadura de la espada. Los tambores estaban tan cerca ya que parecían percutir ahí, detrás de las rejas de la explanada de honor, al pie de la gran escalinata de piedra. En ese momento se incendiaron los espejos del palacio, las lunas,. los marcos de cristal, el cristal de las copas, el cristal de las lámparas, lo vidrios, los nácares de las consolas. Las llamas estaban en todas partes, sin que se supiera cuáles eran reflejo de las otras. Todos los espejos de Sans-Souci ardían a un tiempo. El edificio entero había desaparecido en ese fuego frío, que se ahondaba en la noche, haciendo de cada pared una cisterna de hogueras encrespadas.
Casi no se oyó el disparo, porque los tambores estaban ya demasiado cerca. La mano de Christophe soltó el arma, yendo a la sien abierta. Así, el cuerpo se levantó todavía, quedando como suspendido en el intento de un paso, antes de desplomarse, de cara adelante, con todas sus condecoraciones. Los pajes aparecieron en el umbral de la sala. El rey moría, de bruces en su propia sangre.
VII LA PUERTA ÚNICA
Los pajes africanos salieron a todo correr por una puerta trasera que daba a la montaña,. llevando en hombros, a la manera primitiva, una rama alisada a machete, de la que pendía una hamaca cuyo estambre roto dejaba pasar las espuelas del monarca. Detrás de ellos, volviendo la cabeza, tropezando, en la obscuridad, con las raíces de los flamboyanes, venían las princesas Atenais y Amatista, calzadas, para menos estorbo, con sandalias de sus camareras, y la reina, que había arrojado sus zapatos con el primer tacón torcido por las piedras del camino. Solimán, el lacayo del rey, que antaño fuera masajista de Paulina Bonaparte, cerraba la retirada, con un fusil en bandolera y un machete de calabozo en la mano. A medida que se adentraban en la noche arbolada de las cumbres, el incendio de abajo se veía más apretado, más compacto de llamas, aunque ya comenzara a detenerse
en el linde de las explanadas del palacio. Por un costado de Millot, sin embargo, el fuego había prendido en las pacas de alfalfa de las caballerizas. De muy lejos se oían relinchos que más parecían alaridos de grandes niños
torturados, en tanto que un tablaje entero solía desplomarse en un remolino de astillas incandescentes, dejando paso a un caballo enloquecido, con las crines chamuscadas y la cola en el hueso. De pronto, muchas luces comenzaron a correr dentro del edificio. Era un baile de teas que iba de la cocina a los desvanes, colándose por las ventanas abiertas, escalando las balaustradas superiores, corriendo por las goteras, como si una increíble cocuyera se hubiese apoderado de los pisos altos. El saqueo había comenzado. Los pajes alargaron el paso, sabiendo que aquello detendría, por un buen tiempo, a los amotinados. Solimán aseguró el cerrojo del fusil
echándose al sobaco el talón de la culata.
Cercana el alba, los fugitivos llegaron a las inmediaciones de la Ciudadela La Ferriére. La marcha se hacía más trabajosa por lo empinado de las cuestas, y la cantidad de cañones que yacían en el sendero, sin haber sin haber llegado a sus cureñas, y que ahora permanecerían ahí para siempre, hasta deshacerse en escama de herrumbre. El mar clareaba hacia la isla de la Tortuga cuando las cadenas del puente levadizo corrieron con ruido siniestro sobre la piedra. Lentamente se abrieron los batientes claveteados de la Puerta Única. Y el cadáver de Henri Christophe entró en su Escorial, con las botas adelante, siempre envuelto en su hamaca llevada por los pajes negros. Cada vez más pesado, comenzó a ascender por las escaleras interiores, llovido por las gotas frías que caían de las falsas bóvedas. Las dianas rompieron el amanecer, respondiéndose de todos los extremos de la fortaleza. Totalmente vestida de hongos encarnados, llena de noche todavía, la ciudadela emergía -sangrienta arriba, herrumbrosa abajo- de las nubes grises que tanto habían hinchado los incendios de la Llanura.
Ahora, en medio del patio de armas, los fugitivos narraban su gran desgracia al gobernador de la fortaleza. Pronto las noticias bajaron por los respiraderos, túneles y corredores, a las cámaras y dependencias. Los soldados empezaron a aparecer, en todas partes, empujados hacia adelante por nuevos uniformes que salían de las escaleras, desertaban las baterías, bajaban de las atalayas desatendiendo las postas. Se oyó una grita jubilosa en el patio de la torre mayor: liberados por sus guardianes, los presos salían de los calabozos, subiendo con desafiante alegría hacia donde se encontraban las personas reales. Cada vez más apretados por esa multitud, los pajes de tocas deslucidas, la reina descalza, las princesas tímidamente defendidas de manos insolentes por Solimán, fueron retrocediendo hacia un montón de mortero fresco, destinado a obras inconclusas, en el que se hundían varias palas acabadas de dejar por los albañiles. Viendo que la situación se hacia difícil, el gobernador dio orden de despejar el patio. Su voz levantó una vasta carcajada. Un preso, tan harapiento que llevaba el sexo de fuera del calzón, alargó un dedo hacia el cuello de la reina: