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Una noche en que Solimán y la piamontesa habían quedado solos en la cocina por lo tardío de la hora, el negro, muy ebrio, quiso aventurarse más allá de las estancias destinadas al servicio. Luego de seguir un largo corredor, desembocaron a un patio inmenso, de mármoles azulados por la luna. Dos columnazas superpuestas encuadraban ese patio, proyectando, a media pared, el perfil de los capiteles. Alzando y bajando el farol de andar por las calles, la piamontesa descubrió a Solimán el mundo de estatuas que poblaba una de las galerías laterales. Todas

mujeres desnudas, aunque casi siempre provistas de velos justamente llevados por una brisa imaginaria, a donde los reclamara la decencia. Había muchos animales, además, puesto que algunas de esas señoras anidaban un cisne entre los brazos, se abrazaban al cuello de un toro, saltaban entre lebreles o huían de hombres bicorne, con las patas de

chivo, que algún parentesco debían de tener con el diablo. Era todo un mundo blanco, frío, inmóvil, pero cuyas sombras se animaban y crecían, a la luz del farol, como si todas aquellas criaturas de ojos en sombras, que miraban sin mirar, giraran en torno a los visitantes de media noche. Con el don que tienen los borrachos de ver cosas terribles

con el rabillo del ojo, Solimán creyó advertir que una de las estatuas había bajado un poco el brazo. Algo inquieto, arrastró a la piamontesa hacia una escalera que conducía a los altos. Ahora eran pinturas las que parecían salir de la pared y animarse. De pronto, era un joven sonriente que alzaba una cortina; era un adolescente, coronado de pámpanos, que se llevaba a los labios un caramillo silencioso, o sellaba su propia boca con el índice. Después de atravesar una galería adornada por espejos sobre cuyas lunas habían pintado flores al óleo, la camarera, haciendo un gesto picaro, abrió una estrecha puerta de nogal, bajando el farol.

En el fondo de aquel pequeño gabinete había una sola estatua. La de una mujer totalmente desnuda, recostada en un lecho, que parecía ofrecer una manzana. Tratando de encontrarse en el desorden del vino, Solimán se acercó a la estatua con pasos inseguros. La sorpresa había asentado un poco su ebriedad. El conocía aquel semblante; y también el cuerpo, el cuerpo todo, le recordaba algo. Palpó el mármol ansiosamente, con el olfato y la vista metidos en el tacto. Sopesó los senos. Paseó una de sus palmas, en redondo sobre el vientre, deteniendo el meñique en la marca del ombligo. Acarició el suave hundimiento del espinazo, como para volcar la figura. Sus dedos buscaron la redondez de las caderas, la blandura de la corva, la tersura del pecho. Aquel viaje de las manos le refrescó la memoria trayendo imágenes de muy lejos. El había conocido en otros tiempos aquel contacto. Con el mismo movimiento circular había aliviado este tobillo, inmovilizado un día por el dolor de una torcedura. La materia era distinta, pero las formas eran las mismas. Recordaba, ahora, las noches de miedo, en la Isla de La Tortuga, cuando un general francés agonizaba detrás de una puerta cerrada. Recordaba a la que se hacía rascar la cabeza para dormirse. Y, de pronto, movido por una imperiosa rememoración física, Solimán comenzó a hacer los gestos del masajista, siguiendo camino de los músculos, el relieve de los tendones, frotando la espalda de adentro a afuera, tentando los pectorales con el pulgar, percutiendo aquí y allá. Pero, súbitamente, la frialdad del mármol, subida a sus muñecas como tenazas de muerte, lo inmovilizó en un grito. El vino giró sobre sí mismo. Esa estatua teñida de amarillo por la luz del farol, era el cadáver de Paulina Bonaparte. Un cadáver recién endurecido, recién despojado

pálpito y de mirada, al que tal vez era tiempo todavía de hacer regresar a la vida. Con voz terrible, como si su pecho se desgarrara el negro comenzó a dar llamadas grandes llamadas, en la vastedad del Palacio Boghese. Y tan primitiva se hizo su estampa, tanto golpearon sus talones en el piso, haciendo de la capilla de abajo cuerpo de tambor, que la piamontesa, horrorizada, huyó escaleras abajo, dejando a Solimán de cara a cara con la Venus de Cánova.

El patio se llenó de candiles y de faroles. Despiertos por la voz que tan tremendamente resonaba en el segundo piso, los lacayos y cocheros salían de sus cuartos, en camisa, sujetándose las bragas. La aldaba de la puerta cochera sonó con eco, abriendo paso a los gendarmes de la ronda, que entraron en fila, seguidos por varios vecinos alarmados. Al ver iluminarse los espejos, el negro se volvió bruscamente. Aquellas luces, esas gentes aglomeradas en el patio entre estatuas de mármol blanco, la evidente silueta de los bicornios, los uniformes ribeteados de claro,

la fría curva de un sable desenvainado, le recordaron en el segundo de un escalofrío, la noche de la muerte de Henri Christophe. Solimán desencajó una ventana de un silletazo y saltó a la calle. Y los primeros maitines lo vieron, todo tembloroso de fiebre -pues había sido agarrrado por el paludismo de los pantanos Pontinos-, invocando a Papá Legba, para que le abriese los caminos del regreso a Santo Domingo. Le quedaba una insoportable sensación de pesadilla en las manos. Le parecía que hubiera caído en trance sobre el yeso de una sepultura, como ocurría a ciertos inspirados de allá, a la vez temidos y reverenciados por los campesinos, porque se entendían mejor que nadie con los Amos de Cementerios. De nada sirvió que la reina María Luisa tratara de calmarlo con un cocimiento de hierbas

amargas, de las que recibía del Cabo, vía Londres, por especial merced del Presidente Boyer. Solimán tenía frío. Una niebla inesperada humedecía los mármoles de Roma. El verano se empañaba de hora en hora. Buscando el alivio del servidor, las princesas mandaron a buscar al doctor Antommarchi, e1 que había sido médico de Napoleón en Santa Elena, a quien algunos atribuían grandes méritos profesionales, sobre todo como homeópata. Pero su receta de pildoras no pasó de la caja. De espaldas a todos, gimoteando hacia la pared adornada con flores amarillas en papel verde, Solimán trataba de alcanzar a un Dios que se encontraba en el lejano Dahomey, en alguna umbrosa encrucijada, con el falo encarnado puesto al descanso sobre una muleta que para eso llevaba consigo:

Papa Legba, 1'ouvri barrié-a pou moin, agó ye,

Papa Legha, ouvrí barrié-a pou moin, pou moin, passé.

II LA REAL CASA

Ti Noel era de los que habían iniciado el saqueo del Palacio de Sans-Souci. Por ello se amueblaban de tan rara manera las ruinas de la antigua vivienda de Lenormand de Mezy. Estas seguían sin techo posible, por falta de dos puntos de apoyo en que asentar una viga o un palo largo, pero el machete del anciano había liberado otras piedras desemparejadas, haciendo aparecer pedazos del basamento, un alféizar de ventana, tres peldaños, un trecho de pared que todavía mostraba, pegado al ladrillo, el cimasio del antiguo comedor normando. La noche en que la Llanura se había llenado de hombres, de mujeres, de niños, que llevaban en la cabeza relojes de péndulo, sillas, baldaquines, girándulas, reclinatorios, lámparas y jofainas, Ti Noel había regresado varias veces a Sans Souci. Así, poseía una mesa de Boule frente a la chimenea cubierta de paja que le servia de alcoba, cerrándose la vista con un paraván de Coromandel cubierto de personajes borrosos en fondo de oro viejo. Un pez luna embalsamado, regalo de la Real Sociedad Científica de Londres al príncipe Víctor, yacía sobre las últimas losas de un piso roto por hierbas y raíces, junto a una cajita de música y una bombona cuyo espeso vidrio verde apresaba burbujas llenas de los colores del arco iris. También se había llevado una muñeca vestida de pastora, una butaca con su cojín de tapicería y tres tomos de la Gran Enciclopedia, sobre los cuales solía sentarse para comer cañas de azúcar.