Un día, cuando los ríos hubieron vuelto a su cauce, Ti Noel se encontró con la vieja de la montaña en las inmediaciones de las cuadras. Le traía un recado de Mackandal. Por ello, al abrirse el alba, el mozo penetró en
una caverna de entrada angosta, llena de estalagmitas que descendían hacia una oquedad más honda, tapizada de murciélagos colgados de sus patas. El suelo estaba cubierto de una espesa capa de guano que apresaba enseres líticos y espinas de pescado petrificadas. Tí Noel observó que varias botijas de barro ocupaban el centro y que por ellas reinaba en aquella húmeda penumbra, un olor acre y pesado. Sobre hojas de queso se amontonaban pieles de lagarto. Una laja grande y varias piedras redondas y lisas habían sido utilizadas, sin duda, en recientes trabajos de maceración. Sobre un tronco, aplanado a filo de machete en toda su longitud, estaba un libro de contabilidad, robado al cajero de la hacienda, en cuyas páginas se alineaban gruesos signos trazados con carbón. Ti Noel no pudo menos que pensar en las tiendas de los herbolarios del Cabo, con sus grandes almireces, sus recetarios en atriles, sus potes
de nuez vómica y de asa fétida, sus mazos de raíz de altea para curar las encías. Sólo faltaban algunos alacranes en alcohol, las rosas en aceite y el vivero de sanguijuelas.
Mackandal había adelgazado. Sus músculos se movían, ahora, a ras de la osamenta, esculpiendo su torso con potentes relieves. Pero su semblante, que ofrecía reflejos oliváceos a la luz del candil, expresaba una tranquila alegría. Su frente era ceñida por un pañuelo escarlata, adornado con sartas de cuentas. Lo que más asombró a Ti Noel fue la revelación de un largo y paciente trabajo, realizado por el mandinga desde la noche de su fuga. Tal parecía que hubiera recorrido las haciendas de la llanura, una por una entrando en trato directo con los que en ellas
laboraban. Sabía, por ejemplo, que en la añilería del Dondón podía contar con Olain el hortelano, con Romaine, la cocinera de los barracones, con el tuerto Jean-Pierrot: en cuanto a la hacienda de Lenormand de Mezy, había enviado mensajes a los tres hermanos Pongué, a los congos nuevos, al fula patizambo y a Marinette, la mulata que había dormido, en otros tiempos, en la cama del amo, antes de ser devuelta a la lejía por la llegada de una Mademoiselle de la Martiniére, desposada por poderes en un convento de El Havre, al embarcar para la colonia. También se había puesto en contacto con los dos angolas de más allá del Gorro del Obispo, cuyas nalgas acebradas conservaban las huellas de hierros al rojo, aplicados como castigo de un robo de aguardiente. Con caracteres que sólo él era capaz de descifrar, Mackandal había consignado en su registro el nombre del Bocor de Millot, y hasta de conductores de recuas, útiles para cruzar la cordillera y establecer contactos con la gente del Artíbonite.
Ti Noel se enteró ese día de lo que el manco esperaba de él. Aquel mismo domingo, cuando volvía de misa, el amo supo que las dos mejores vacas lecheras de la hacienda – las coliblancas traídas de Rouen- estaban agonizando sobre sus boñigas, soltando la hiel por los belfos. Ti Noel le explicó que los animales venidos de países lejanos solían equivocarse en cuanto al pasto que comían, tomando a veces por sabrosas briznas ciertos retoños que les emponzoñaban la sangre.
V DE PROFUNDIS
El veneno se arrastraba por la Llanura del Norte, invadiendo los potreros y los establos. No se sabía cómo avanzaba entre las gramas y alfalfas, cómo se introducía en las pacas de forraje, cómo se subía a los pesebres. El hecho era que las vacas, los bueyes, los novillos, los caballos, las ovejas, reventaban por centenares, cubriendo la comarca entera de un inacabable hedor de carroña. En los crepúsculos se encendían grandes hogueras, que despedían un humo bajo y lardoso, antes de morir sobre montones de bucráneos negros, de costillares carbonizados, de pezuñas enrojecidas por la llama. Los más expertos herbolarios del Cabo buscaban en vano la hoja, la resina, la savia, posibles portadoras del azote. Las bestias seguían desplomándose, con los vientres hinchados, envueltas en un zumbido de moscas verdes. Los techos estaban cubiertos de grandes aves negras, de cabeza pelada, que esperaban su hora para dejarse caer y romper los cueros, demasiado tensos, de un picotazo que liberaba nuevas podredumbres.
Pronto se supo, con espanto, que el veneno había entrado en las casas. Una tarde, al merendar una ensaimada, el dueño de la hacienda de Coq-Chante se había caído, súbitamente, sin previas dolencias, arrastrando
consigo un reloj de pared al que estaba dando cuerda. Antes de que la noticia fuese llevada a las fincas vecinas, otros propietarios habían sido fulminados por el veneno que acechaba, como agazapado para saltar mejor, en los vasos de los veladores, en las cazuelas de sopa, en los frascos de medicinas, en el pan, en el vino, en la fruta y en la sal. A todas horas escuchábase el siniestro claveteo de los ataúdes. A la vuelta de cada camino aparecía un entierro. En las iglesias del Cabo no se cantaban sino Oficios de Difuntos, y las extremaunciones llegaban siempre demasiado tarde, escoltadas por campanas lejanas que tocaban a muertes nuevas. Los sacerdotes habían tenido que abreviar los latines, para poder cumplir con todas las familias enlutadas. En la Llanura sonaba, lúgubre, el mismo responso funerario, que era el gran himno del terror. Porque el terror enflaquecía las caras y apretaba las gargantas. A la sombra de las cruces de plata que iban y venían por los caminos, el veneno verde, el veneno amarillo, o el veneno que no teñía el agua, seguía reptando, bajando por las chimeneas de las cocinas, colándose por las hendijas de las puertas cerradas, como una incontenible enredadera que buscara las sombras para hacer de los cuerpos sombras. De misereres a de profundis proseguía, hora tras hora, la siniestra antífona de los sochantres.
Exasperados por el miedo, borrachos de vino por no atreverse ya a probar el agua de los pozos, los colonos azotaban y torturaban a sus esclavos, en busca de una explicación. Pero el veneno seguía diezmando las familias, acabando con gentes y crías, sin que las rogativas, los consejos médicos, las promesas a los santos, ni los ensalmos ineficientes de un marinero bretón, nigromante y curandero, lograran detener la subterránea marcha de la muerte. Con prisa involuntaria por ocupar la última fosa que quedaba en el cementerio, Madame Lenormand de Mezy falleció el domingo de Pentecostés, poco después de probar una naranja particularmente hermosa que una rama, demasiado complaciente, había puesto al alcance de sus manos. Se había proclamado el estado de sitio en la Llanura. Todo el que anduviera por los campos, o en cercanía de las casas después de la puesta del sol, era derribado a tiros de mosquete sin previo aviso. La guarnición del Cabo había desfilado por los caminos, en risible advertencia de muerte mayor al enemigo inapresable. Pero el veneno seguía alcanzando el nivel de las bocas por las vías mas inesperadas. Un día, los ocho miembros de la familia Du Periguy lo encontraron en una barrica de sidra que ellos mismos habían traído a brazos desde la bodega de un barco recién anclado. La carroña se había adueñado de toda la comarca.