Cierta tarde en que lo amenazaban con meterle una carga de pólvora en el trasero, el fula patizambo acabó por hablar. El manco Mackandal, hecho un houngán del rito Radá, investido de poderes extraordinarios por varias caídas en posesión de dioses mayores, era el Señor del Veneno. Dotado de suprema autoridad por los Mandatarios de la otra orilla, había proclamado la cruzada del exterminio, elegido, como lo estaba, para acabar con los blancos y crear un gran imperio de negros libres en Santo Domingo. Millares de esclavos le eran adictos. Ya nadie detendría la marcha del veneno. Esta revelación levantó una tempestad de trallazos en la hacienda. Y apenas la pólvora, encendida de pura rabia, hubo reventado los. Intestinos del negro hablador, un mensajero fue despachado al Cabo. Aquella misma tarde se movilizaron todos los hombres disponibles para dar caza a Mackandal. La Llanura hedionda a carne verde, a pezuñas mal quemadas, a oficio de gusanos- se llenó de ladridos y de blasfemias.
VI LAS METAMORFOSIS
Durante varias semanas, los soldados de la guarnición del Cabo y las patrullas formadas por colonos, contadores y mayorales, registraron la comarca, arboleda por arboleda, barranca por barranca, junquera por
junquera, sin hallar el rastrode Mackandal. El veneno, por otra parte, sabida su procedencia, había detenido la ofensiva, volviendo a las tinajas que el manco debía de haber enterrado en alguna parte, haciéndose espuma en la gran noche de la tierra, que noche de tierra era ya para tantas vidas. Los perros los hombres volvían del monte al atardecer, sudando el cansancio y el despecho por todos los poros. Ahora que la muerte había recobrado su ritmo normal, en un tiempo que sólo aceleraban ciertas destemplanzas de enero, o ciertas fiebres peculiares, levantadas por las lluvias, los colonos se daban al aguardiente y al juego, maleados por una forzada convivencia con la soldadesca. Entre canciones obscenas y tramposas martingalas, sobándose de paso los senos de las negras que' traían vasos limpios, se evocaban las hazañas de abuelos que habían tomado parte en el saqueo de Cartagena de Indias o habían hundido las manos en el tesoro de la corona española cuando Piet Hein, pata de palo, lograra en aguas cubanas la fabulosa hazaña soñada por los corsarios durante cerca de dos siglos. Sobre mesas manchadas de vinazo, en el ir y venir de los tiros de dados se proponían brindis a l’Esnambuc, a Bertrand d'Ogeron, a Du Rausset y a los hombres de pelo en pecho que habían creado la colonia por su cuenta y riesgo, haciendo la ley a bragas, sin dejarse intimidar
nunca por edictos impresos en París ni por las blandas reconvenciones del Código Negro. Dormidos bajo los escabeles, los perros descansaban de las carlancas.
Llevadas ahora con gran pereza, con siestas y meriendas a la sombra de los árboles, las batidas contra Mackandal se espaciaban. Varios meses habían transcurrido sin que se supiera nada del manco. Algunos creían que
hubiera refugiado al centro del país, en las alturas nubladas de la Gran Meseta, allá donde los negros bailaban fandangos de castañuelas. Otros afirmaban que el houngán, llevado en una goleta, estaba operando en la región de Jacmel, donde muchos hombres que habían muerto trabajaban la tierra, mientras no tuvieran oportunidad de probar
la sal. Sin embargo, los esclavos se mostraban de un desafiante buen humor. Nunca habían golpeado sus tambores con más ímpetu los encargados de ritmar el apisonamiento del maíz o el corte de las cañas. De noche, en sus barracas y viviendas, los negros se comunicaban, con gran regocijo, las más raras noticias: una iguana verde se había calentado el lomo en el techo del secadero de tabaco; alguien había visto volar, a medio día, una mariposa nocturna; un perro grande, de erizada pelambre, había atravesado la casa, a todo correr, llevándose un pernil de venado; un alcatraz había largado los piojos -tan lejos del mar- al sacudir sus alas sobre el emparrado del traspatio.
Todos sabían que la iguana verde, la mariposa nocturna, el perro desconocido, el alcatraz inverosímil, no eran sino simples disfraces. Dotado del poder de transformarse en animal de pezuña, en ave, pez o insecto, Mackandal visitaba continuamente las haciendas de la Llanura para vigilar a sus fieles y saber si todavía confiaban en su regreso. De metamorfosis en metamorfosis, el manco estaba en todas partes, habiendo recobrado su integridad corpórea al vestir trajes de animales. Con alas un día, con agallas al otro, galopando o reptando, se había adueñado del curso de los ríos subterráneos, de las cavernas de la costa, de las copas de los árboles, y reinaba ya sobre la isla entera. Ahora, sus poderes eran ilimitados. Lo mismo podía cubrir una yegua que descansar en el frescor de un aljibe, posarse en las ramas ligeras de un aromo o colarse por el ojo de una cerradura. Los perros no le ladraban; mudaba de sombra según le conviniera. Por obra suya, una negra parió un niño con cara de jabalí. De noche solía aparecerse en los caminos bajo el pelo de un chivo negro con ascuas en los cuernos. Un día daría la señal del gran levantamiento, y los Señores de Allá, encabezados por Damballah, por el Amo de los Caminos y por Ogun de los Hierros, traerían el rayo y el trueno, para desencadenar el ciclón que completaría la obra de los hombres. En esa gran hora -decía Ti Noel- la sangre de los blancos correría hasta los arroyos, donde los Loas, ebrios de júbilo, la bebe
rían de bruces, hasta llenarse los pulmones.
Cuatro años duró la ansiosa espera, sin que los oídos bien abiertos desesperaran de escuchar, en cualquier momento, la voz de los grandes caracoles que debían de sonar en la montaña para anunciar a todos que Mackandal había cerrado el ciclo de sus metamorfosis, volviendo a asentarse, nervudo y duro, con testículos como piedras, sobre sus piernas de hombre.
VII EL TRAJE DE HOMBRE
Después de haber reinstalado en su habitación, por un cierto tiempo, a Marinette la lavandera, Monsieur Lenormand de Mezy, alcahueteado por el párroco de Limonada, se había vuelto a casar con una viuda rica, coja
y devota. Por ello, cuando soplaron los primeros nortes de aquel diciembre, los domésticos de la casa, dirigidos por el bastón del ama, comenzaron a disponer santones provenzales en torno a una gruta de estraza, aun oliente a cola tibia, destinada a iluminarse, en Navidad, bajo el alar de un soportal. Toussaint, el ebanista, había tallado unos reyes magos, en madera, demasiado grandes para el conjunto, que nunca acababan de colocarse, sobre todo a causa de las terribles córneas blancas de Baltasar -particularmente realzado a pincel-, que parecían emerger de la noche del ébano con tremebundas acusaciones de ahogado. Ti Noel y demás esclavos de la dotación asistían a los progresos del Nacimiento, recordando que se aproximaban los días de aguinaldos y misas de gallo, y que las visitas y los convites
de los amos hacían que se relajara un tanto la disciplina, hasta el punto de que no fuese dificil conseguir una oreja de cochino en las: cocinas, llevarse una bocanada de vino de la canilla de un tonel o colarse de noche en el barracón de las mujeres angolas, recién compradas que el amo iba a acoplar, bajo cristiano sacramento, después de las fiestas. Pero esta vez Ti Noel sabía que no estaría presente cuando se encendieran las velas y brillaran oros de la gruta. Pensaba estar lejos esa noche largándose a la calenda organizada los de la hacienda Dufrené, autorizados festejar con un tazón de aguardiente español por cabeza el nacimiento de un primer varón en la casa del amo.
Roulé, roulé, Congoa roulé!
Roulé, roulé, Congoa roulé!
A fort ti fille ya dansé congo ya-ya-ró!