—No estoy convencido de que sea moderación lo que nos hace falta en este momento —dijo Torcuato—. Si temes por tu vida, amigo mío, tienes la opción de renunciar a tu consulado. —Su mirada era ahora fría e inflexible—. Sé que has hablado en repetidas ocasiones de regresar a la vida privada, a tus estudios, a tus propiedades en el campo. Quizá haya llegado el momento de hacerlo.
Apolinar mostró la sonrisa más agradable de la que fue capaz.
—Creo que todavía no. Pese a las objeciones que te he planteado, aún comparto la convicción de que nos queda mucho trabajo por hacer en Roma, y mi intención es permanecer a tu lado mientras lo llevamos a cabo. Tú y yo somos colegas en esto hasta el fin, Marco Lardo. Podremos tener desavenencias a lo largo del camino, pero nunca permitiremos que éstas abran una brecha entre nosotros.
—Lo dices de corazón ¿no, Apolinar?
—Por supuesto que sí.
Una expresión de enorme alivio asomó en el rostro consternado y profundamente surcado de arrugas de Torcuato.
—¡Un abrazo, colega!
—Claro —dijo Apolinar, levantándose y tendiéndole la mano a aquel hombre que le superaba en tamaño, pero sin hacer movimiento alguno para que el abrazo fuera algo más que una metáfora.
Volvió rápidamente a sus dependencias en el piso inferior y mandó llamar a Tiberio Carax.
—Toma a diez hombres armados… no, una docena —le dijo a su ayudante de campo— y subid al despacho de Marco Larcio. Di a sus guardaespaldas, si es que encuentras a alguno, que estás bajo mis órdenes, que ha surgido un asunto relacionado con la seguridad del cónsul Torcuato y que te he dado instrucciones de poner a esos hombres a disposición del cónsul de inmediato. Dudo que intenten detenerte. Si es así, mátalos. A continuación, prende a Torcuato, dile que se encuentra bajo arresto por un cargo de alta traición, átalo y sácalo del edificio tan rápido como puedas, y mantenlo bajo estrecha vigilancia en las mazmorras capitolinas, donde a nadie se le permitirá verlo o enviarle mensajes.
Mucho decía a favor de Carax, pensó Apolinar, el hecho de que fuera imposible detectar la más ligera muestra de sorpresa en su rostro.
El problema ahora era la elección de un nuevo cónsul, el cual debería ayudarle a continuar el trabajo de reconstrucción y reforma sin presentar de ninguna manera una oposición seria a sus planes. Apolinar era firme en su deseo de no gobernar con mando único. Carecía de temperamento para ser un emperador y le disgustaba la idea de tratar de gobernar de forma dictatorial, como un Sila moderno. Incluso, después de veinte siglos, el recuerdo de Sila no era muy apreciado por los romanos. Por eso, era urgentemente necesario un colega dispuesto a ayudar. En la conciencia de Apolinar no había un resquicio de duda de que la tarea emprendida por Torcuato y él debía terminarse y que, en ese momento, ese punto aún distaba mucho. Esperaba que pudiera hacerse sin muchas más ejecuciones. Estaba claro que Torcuato, en su rigor de viejo romano había dejado que el proceso de depuración llegara demasiado lejos. La primera serie había sido suficiente para eliminar a los más nocivos, a los que Torcuato se había referido, con justicia, como los gusanos del bien común. Pero después había empezado con la limpieza del Senado y, en aquellos momentos, todas las personas de cierto predicamento en el reino parecían estar acusándose entre sí. Las prisiones estaban desbordadas. Al verdugo empezaba a cansársele el brazo. Apolinar quería detener el frenético ritmo de las ejecuciones y, finalmente, acabar por completo con ellas.
Tres días después de que Torcuato hubiera sido puesto bajo custodia, estaba reflexionando sobre cómo alcanzar ese objetivo, cuando Lactancio Rufo fue a verlo y le dijo:
—Bueno, Apolinar, espero que tu alma esté en paz y tengas preparado el testamento. Los planes son que seamos asesinados pasado mañana, tú, yo y otros cincuenta senadores más, y también Torcuato y el emperador. Todo el régimen barrido de una vez, en otras palabras.
Apolinar lanzó una mirada sombría de disgusto al viejo y artero senador.
—No es momento para bromas, Rufo.
—¿Te parece que soy un comediante? ¿Me ves así? Para broma, la que te van a gastar a ti. Mira estos papeles. Aquí está expuesta toda la trama contra ti. Es obra de Julio Papinio.
Rufo le alargó un fajo de documentos desde el otro lado del escritorio. Apolinar los hojeó apresuradamente: listas de nombres, planos esquemáticos de los edificios gubernamentales, un esquema paso por paso de la secuencia planeada de acontecimientos. A Apolinar se le había ocurrido en un principio que el propósito de la visita de Rufo con esas acusaciones no era otro que deshacerse de algún molesto joven rival, pero no, no, aquello era demasiado meticuloso en sus detalles para no ser cierto.
Consideró lo poco que conocía a ese Papinio. Un individuo pelirrojo y de rostro rubicundo, de familia de larga tradición senatorial. Joven, ansioso, de mirada furtiva y presto a sentirse ofendido. Apolinar nunca había visto gran cosa digna de admiración en él.
Rufo dijo:
—Papinio quiere restaurar la República. Con él mismo como cónsul, por supuesto. Sospecho que se cree la reencarnación de Junio Lucio Bruto.
Apolinar sonrió tristemente. Conocía la referencia: un personaje probablemente mítico extraído de un pasado muy lejano, el individuo que había expulsado al último de los monarcas tiránicos que gobernaron Roma en sus primitivos días. Supuestamente, fue ese Bruto quien fundó la República y estableció el sistema de cónsules. Y Marco Junio Bruto, el asesino de Julio César, lo había reivindicado como antepasado suyo.
—¿Un nuevo Bruto entre nosotros? No lo creo. No Papinio. —Apolinar volvió a echar un vistazo a los papeles—. Pasado mañana. Bueno. Esto nos da algo de tiempo.
Con Torcuato encerrado, la tarea de lidiar con aquello era enteramente suya. Ordenó arrestar e interrogar a Papinio. El interrogatorio fue rápido y eficaz. Al primer toque de las pinzas del torturador, Papinio hizo una confesión completa, mencionando a doce conspiradores. El juicio se celebró aquella tarde y las ejecuciones tuvieron lugar al amanecer. Hasta ahí había llegado la reencarnación de Junio Lucio Bruto.
Apolinar sabía que aquello era una gran ironía. Había apartado a Torcuato con la esperanza de detener el torrente de muertes y ahora él mismo había ordenado toda una serie de ejecuciones. Pero sabía que no había tenido elección. El complot de Papinio, si hubiera seguido con vida otros dos días más, seguramente habría derribado todo el sistema imperial.
Con esto solucionado, Apolinar se enfrentó al problema de los disturbios crecientes en los distritos pobres. Los alborotadores estaban destruyendo estatuas y saqueando tiendas. Se envió el ejército a la zona y murieron cientos de plebeyos. Pero a pesar de esto, cada día amanecía con nueva violencia.
Los agentes de Apolinar le trajeron panfletos que los agitadores de la Subura estaban distribuyendo por las calles. Como el difunto Julio Papinio, aquellos individuos pedían el derrocamiento del gobierno y la restauración de la República de los viejos tiempos.
El regreso de la República, pensaba Apolinar, de hecho puede que no fuera malo en sí. El sistema imperial había dado algunos grandes gobernantes, sí, pero también había aupado al trono a los Nerón, Saturnino y Demetrio. A veces le parecía que Roma había aguantado tanto pese a la mayoría de sus emperadores, y no gracias a ellos. El regreso a las cosas como habían sido en la antigüedad, la elección por el Senado de dos individuos altamente cualificados para ejercer como cónsules, magistrados supremos que gobernasen consultando con el Senado, cargos no vitalicios sino que durasen breves mandatos y que fuera posible renunciar a ellos cuando llegara la hora…, la idea tenía algo más que un pequeño aspecto positivo.