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«También soy yo —divagaba Apolinar— un caballero correcto y civilizado, y sin embargo, durante estas últimas semanas, he vadeado ríos de sangre en aras de ahorrarle a nuestro Imperio una calamidad aún mayor. Y ya he llegado demasiado lejos para volverme atrás. Debo continuar adelante, hasta la otra orilla.»

El cabecilla de la revuelta en la Subura había sido por fin identificado: cierto griego llamado Timoleón, un antiguo esclavo. Carax llevó a Apolinar un panfleto en el que Timoleón abogaba por la eliminación de la clase patricia, la abolición de todas las estructuras políticas y el establecimiento de lo que el llamaba el Tribunal del Pueblo: un cuerpo de gobierno de unos mil hombres, veinte por cada uno de los cincuenta distritos de la capital, elegidos por voto popular de todos los residentes. Éstos se mantendrían en el cargo dos años, después lo abandonarían para que se celebraran nuevas elecciones y nadie podría pertenecer al Tribunal dos veces en la misma década. Los hombres de la vieja clase senatorial y los antiguos caballeros no estarían autorizados a presentar sus candidaturas.

—Arresta a ese Timoleón y a dos o tres docenas de sus seguidores más alborotadores —ordenó Apolinar—. Llévalos a juicio y asegúrate de que se haga justicia rápidamente.

Al poco tiempo, regresó Carax con la noticia de que Timoleón había desaparecido por las laberínticas grutas de las catacumbas, la antigua ciudad que yacía debajo de la ciudad. Timoleón estaba en constante movimiento por allí abajo, manteniéndose bien lejos de los agentes del Consejo de Seguridad Interna.

—Encuéntralo —dijo Apolinar.

Pasaron los días y Timoleón seguía sin ser capturado.

Otros revolucionarios plebeyos no fueron tan inteligentes o tan afortunados, y muchos fueron hechos presos. El ritmo de las ejecuciones, que había disminuido un tanto durante el período de luto oficial que siguió al anuncio de la muerte del emperador Demetrio y las ceremonias que se celebraron por el ascenso al trono del emperador Laureólo, volvió a agilizarse. Antes de que pasara mucho tiempo ya caían tantos por día como durante la época de Torcuato y, más tarde, la cuota diaria llegó incluso a sobrepasar a la del cónsul desaparecido.

Apolinar nunca había sido de los que se engañan a sí mismos. Había destituido a Torcuato en aras de la paz y allí estaba él, siguiendo el mismo sendero sangriento que su difunto colega. Sin embargo, no veía otra alternativa. Era una cuestión de necesidad. El bienestar común se había hecho muy frágil. Un siglo de emperadores dementes había minado sus fundamentos y ahora había que reconstruirlos de nuevo. Y ya que parecía inevitable mezclar la sangre con la argamasa, así se haría, pensaba Apolinar. Ése era su deber, aunque en ocasiones resultase doloroso. Siempre había pensado que la palabra «deber» significaba ni más ni menos que «servicio»: servicio al Imperio, al Emperador, a los ciudadanos de Roma. Pero en esos días apocalípticos había descubierto que se trataba de algo más complicado, y que implicaba una pesada carga de dolor, dificultad, conflicto y necesidad.

Pero aun así, no lo eludiría.

Durante ese tiempo, el emperador Laureólo rara vez fue visto en público. Apolinar le había sugerido que, durante ese período de transición, lo mejor sería dar la imagen de un figura remota, secuestrada en palacio, contemplando la carnicería desde las alturas, para que cuando el tiempo de los disturbios acabara finalmente, él no pareciera demasiado manchado con la sangre de su pueblo. Fue reservado, no asistió a las sesiones del Senado, no tomó parte en ninguna de las ceremonias públicas ni hizo declaraciones. Apolinar lo visitaba varias veces por semana en palacio, siendo aquellas visitas el único contacto directo de Laureólo con la maquinaria del gobierno.

No obstante, de alguna forma, él era consciente, de la frenética actividad en la plaza de las ejecuciones.

—Todo este derramamiento de sangre me preocupa, Apolinar —dijo el emperador. Era la séptima semana de su reinado. El intolerable calor del verano había dado paso al frío de un otoño inusualmente helado y lluvioso—. Es una mala manera de iniciar mi reinado. La gente pensará en mí como en un monstruo despiadado y ¿cómo puede esperarse de un monstruo despiadado que se gane el amor de su pueblo? No puedo ser un buen emperador si el pueblo me odia.

—Con el tiempo, César, acabarán entendiendo que lo que está sucediendo ahora es por el bien de toda nuestra sociedad. Te agradecerán que hayas rescatado al Imperio de la degradación y la ruina.

—¿No podríamos recuperar nuestra vieja costumbre de enviar a nuestros enemigos al exilio, Apolinar? ¿No podemos mostrar un poco de clemencia de vez en cuando?

—En estos momentos, la clemencia sería interpretada como debilidad y no otra cosa. Y los exiliados regresan, más peligrosos que cuando se fueron. Con estas muertes, estamos garantizando la paz de las futuras generaciones.

El emperador no se quedó convencido. Le recordó a Apolinar que el más castigado ahora era el pueblo llano, cuyas vidas siempre habían sido duras, incluso en las mejores épocas. El pacto que los emperadores habían hecho con esas gentes, decía Laureólo, había sido ofrecerles estabilidad y paz a cambio de su estricta obediencia al gobierno imperial. Pero si el emperador les apretaba demasiado, el populacho empezaría a prestar atención a la fantasía de una vida más feliz más allá de la muerte. Siempre había habido predicadores en el este, en Siria, en AEgyptus, en Arabia, que habían intentado inculcar este tipo de ideas en la gente, y siempre se había hecho necesario acabar con tales enseñanzas. Un culto que prometía la salvación en el mundo futuro, inevitablemente debilitaría la lealtad del pueblo al Estado en el mundo presente. Sin embargo, la lealtad había que ganarla una y otra vez mediante la benevolencia de los gobernantes. Por ello, de vez en cuando, era necesaria la prudente relajación de la dureza gubernamental. La campaña actual de ejecutar a los líderes del pueblo, decía Laureólo, no parecía una medida muy sabia.

—Ese hombre, Timoleón, por ejemplo —dijo el emperador—. ¿Crees que vale la pena buscarlo de esa manera? Según parece, no eres capaz de encontrarlo y lo estás convirtiendo en un héroe del pueblo, más grande incluso de lo que nunca lo fue.

—Timoleón es el mayor peligro con el que el Imperio se ha enfrentado nunca, César. Es una lanza que apunta directamente al trono.

—A veces eres demasiado melodramático, Apolinar. Te insisto: déjalo tranquilo. Muestra al mundo que somos capaces de permitir que viva entre nosotros un Timoleón.

—Creo que no acabas de entender lo peligroso…

—¿Peligroso? Pero si no es más que un andrajoso agitador. Lo que yo no quiero hacer es convertirlo en un mártir. Podemos capturarlo y crucificarlo, sí, pero eso lo transformaría en un héroe para el pueblo y éste lo pondría todo patas arriba en su nombre. Déjalo estar.

Sin embargo, a Apolinar aquella actitud le parecía muy peligrosa, y la búsqueda continuó. Y con el tiempo, Timoleón fue traicionado por un colega codicioso y arrestado en una de las cavernas más remotas y oscuras de las catacumbas, junto a docenas de sus aliados más cercanos y varios centenares de seguidores.

Apolinar, en función de su autoridad como Jefe del Consejo de Seguridad Interna y, sin notificárselo al emperador, ordenó un juicio inmediato. Otro aluvión de ejecuciones sobrevendría, pensó, pero después, se juró a sí mismo, se pondría fin a aquella época sangrienta. Sin Timoleón y sus secuaces, Laureólo podría dar finalmente un paso al frente y ofrecer la rama de olivo a la ciudadanía en señal de clemencia: el inicio de una época de reconciliación y concordia debía suceder a cualquier época turbulenta como esta por la que acababan de pasar.