Por primera vez desde su regreso a Roma desde las provincias, Apolinar empezaba a pensar que se estaba acercando a la conclusión de su tarea, que había hecho que el Imperio atravesara a salvo toda aquella borrasca y que podría retirarse por fin de la responsabilidad pública.
Y entonces llegó Tiberio Carax con la increíble noticia de que el emperador había ordenado una amnistía para todos los prisioneros políticos como un acto de clemencia imperial, y que Timoleón y sus compinches iban a ser liberados de las mazmorras en los próximos dos o tres días.
—Ha perdido la cabeza —dijo Apolinar—. Ni siquiera el mismo Demetrio se habría atrevido a hacer una locura semejante. —Fue a por papel y pluma—.Ten, lleva estas órdenes de ejecución a la prisión en seguida, antes de que se produzca alguna liberación…
—Señor… —dijo Carax tranquilamente.
—¿Qué sucede? —preguntó Apolinar sin levantar la vista.
—Señor, el emperador ha mandado llamarte. Reclama tu presencia en palacio antes de una hora.
—Sí —dijo—. Iré tan pronto como haya acabado de firmar estas órdenes.
En el mismo momento en que Apolinar entró en el estudio privado del emperador, entendió que había sido su propia sentencia de muerte y no la de Timoleón la que había firmado aquella tarde. Pues allí, sobre el escritorio de Laureólo, estaba el fajo de papeles que le había dado a Carax hacía menos de una hora. Algún adláter de Laureólo los habría interceptado.
Era gelidez lo que se desprendía de los pálidos ojos azules del emperador.
—¿Acaso no sabías que habíamos decretado clemencia para estos hombres, cónsul? —le preguntó Laureólo.
—¿Crees que voy a mentirte? No, César, ya soy perro viejo para aprender a mentir. Lo sabía. Creí que era un error y di la contraorden.
—¿Diste una contraorden a la orden de tu emperador? ¡Eso es muy audaz por tu parte, cónsul!
—Sí, lo ha sido. Escúchame, Laureólo…
—César.
—César. Timoleón sólo quiere la destrucción del Imperio y el Senado y todo lo que constituye nuestro modo de vida romano. Debe ser ejecutado.
—Ya te lo he dicho. Cualquier emperador idiota puede mandar a la muerte a sus enemigos. Un chasquido de sus dedos y asunto concluido. El emperador capaz de mostrar misericordia es el emperador al que el pueblo amará y obedecerá.
—Yo no asumiré ninguna responsabilidad sobre lo que ocurra si insistes en soltar a Timoleón.
—Nadie te ha pedido que asumas ninguna responsabilidad por ello —dijo Laureólo sin alterarse.
—Creo que te entiendo, César.
—Creo que sí.
—De todas maneras, temo por ti si liberas a ese individuo. Temo por Roma. —Por un instante, todo su férreo autocontrol pareció abandonarle y exclamó—: ¡Oh, Laureólo, Laureólo, cómo lamento haberte elegido emperador! ¡Qué equivocado estaba! ¿Es que no eres capaz de entender que Timoleón tiene que morir por el bien de todos nosotros? ¡Te ruego que lo ejecutes!
—Qué forma tan extraña de dirigirte a tu emperador —dijo Laureólo con un tono sereno y carente de irritación—. Es como si no acabaras de creerte que yo soy el emperador. Bien, Apolinar. Somos, de hecho, vuestro soberano y rechazamos aceptar lo que denomináis vuestro «ruego». Es más, aceptamos vuestra dimisión como cónsul. Habéis rebasado vuestra autoridad consular y ya no tenéis sitio en nuestro gobierno en este nuevo periodo en el que todas las heridas van a cicatrizar. Os ofrecemos el exilio al lugar que elijáis mientras esté bien lejos de aquí: ¿AEgyptus, o quizá la isla de Cyprium o el Ponto Euxino…
—No.
—Entonces el suicidio es la única alternativa que te queda. Un buena y vieja forma romana de morir…
—Eso tampoco —dijo Apolinar—. Si quieres deshacerte de mí, Laureólo, haz que me lleven a la plaza de Marco Anastasio y córtame la cabeza a la vista de todos. Explícales, si quieres, por qué fue necesario hacerle eso a alguien que sirvió al Imperio tan bien y durante tanto tiempo. Quizá puedas culparme de todo el reciente derramamiento de sangre. De todo, incluso de las ejecuciones que ordenó Torcuato. Seguramente así te ganarás el amor del pueblo y yo sé lo intensamente que lo ansias.
La expresión de Laureólo era imperturbable. Dio una palmada y entraron tres hombres de la Guardia.
—Conducid al conde Apolinar a la prisión imperial —dijo, dándose la vuelta.
Carax le dijo:
—No se atreverá a ejecutarte. Iniciaría un ciclo completamente nuevo de ejecuciones.
—¿De verdad lo crees? —preguntó Apolinar. Le habían dado la mejor celda del lugar, una reservada usualmente a los prisioneros de alto abolengo, miembros caídos en desgracia de la familia real, hermanos más jóvenes que habían atentado contra la vida del emperador, gente así. De sus paredes colgaban tupidos tapices violeta y sus sofás eran de los mejores.
—Lo creo, sí. Eres el hombre más importante del reino. Todo el mundo conoce tus conquistas en las provincias. También saben todos que nos salvaste de Torcuato y que pusiste en el trono a Laureólo. Deberías haberte hecho tú mismo emperador a la muerte de Demetrio. Si él te mata, todo el Senado se pronunciará contra él, y la ciudad entera se escandalizará.
—Lo dudo mucho —dijo cansinamente Apolinar—. Pocas veces tu perspectiva ha sido tan errónea. Muy pocas veces has estado tan equivocado. Pero no importa. ¿Has traído los libros?
—Sí —dijo Carax, y abrió el pesado paquete que llevaba—. Léntulo Aufidio. Sexto Asinio, Suetonio, Amiano Marcelino, Julio Capitolino, Livio, Tucídides, Tácito. Todos los grandes historiadores.
—Con esto bastará para pasar la noche —dijo Apolinar—. Gracias. Ya puedes marcharte.
—Señor…
—Ya puedes marcharte —dijo de nuevo Apolinar, pero mientras Carax se dirigía hacia la puerta, le preguntó—: Una cosa más. ¿Qué ha sido de Timoleón?
—Ha sido liberado, señor.
—No esperaba otra cosa —dijo Apolinar.
Cuando Carax se hubo marchado, dirigió la atención a los libros. Empezaría con Tucídides, pensó, ese implacable relato de la terrible guerra entre Atenas y Esparta, un libro tan crudo como jamás se había escrito otro. Y seguiría, uno por uno, hasta llegar a los más recientes. Y si Laureólo le permitía vivir lo suficiente, los leería íntegramente una vez más. Quizá entonces empezaría a escribir el suyo allí en prisión; una autobiografía que trataría de evitar que fuera demasiado autoelogiosa, aunque contara el relato de cómo había sacrificado su propia vida con tal de preservar el Imperio. Pero dudaba que Laureólo le permitiera vivir el tiempo suficiente para escribir nada. No habría ejecución pública, no…, Carax había acertado en eso. Era una figura demasiado heroica a los ojos públicos para ser mandado tan cruelmente al cadalso y, en cualquier caso, la intención declarada de Laureólo era que los verdugos descansaran mucho tiempo de su macabra tarea, y permitir a la ciudad que regresara a algo que se pareciera a la normalidad.
Alcanzó el primer volumen de Tucídides y se sentó un rato a leer y releer sus frases iniciales.
Entonces alguien llamó a la puerta. Lo esperaba.
—Entra —dijo—. No creo que esté cerrada.
Entró un individuo alto, de aspecto adusto. Llevaba una capa negra con capucha que dejaba su rostro al descubierto. Tenía ojos fríos y juntos, y una cara enjuta y tirante, la piel basta, los labios delgados y apretados con fuerza.
—Sé quién eres —dijo Apolinar con calma, aunque nunca había visto a aquel hombre en su vida.
—Sí, supongo que sí —dijo el otro, mostrándole el cuchillo mientras se dirigía hacia él—. Me conoces muy bien y creo que estabas esperándome.