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Ahora, próximo al término de su cuarto mandato como cónsul, estaba a punto de regresar a Roma y a su vida privada una vez más. El poder en sí mismo nunca le había interesado, ni tampoco las grandes riquezas o los grandes lujos. La riqueza la tenía de nacimiento y, en consecuencia, era algo natural para él; el poder lo había ido acumulando casi de forma inevitable desde el principio de su madurez, y como nunca lo ambicionó, nunca abusó de él. Y en cuanto a los grandes lujos, se los dejaba a aquellos que los ansiaban, como el desventurado idiota del emperador Demetrio II.

Demetrio, por supuesto, era un problema incesante. El emperador más loco de una larga dinastía de chiflados llevaba ocupando el trono más de veinte años de desvarío cada vez mayor, y no resultaba sorprendente que el centro del Imperio pareciera estar desmembrándose centrífugamente, hacia la periferia. Sólo el devoto empeño, a la sombra, de un pequeño grupo de hombres disciplinados e incondicionales, como Apolinar y su homólogo consular en Roma, Marco Larcio Torcuato, había evitado el desmoronamiento completo del régimen.

Había habido dificultades en las provincias alejadas durante casi un siglo. Algunas de ellas eran inherentes al sistema imperial. El Imperio era verdaderamente demasiado grande para ser gobernado por una autoridad central. Esto se había asumido desde los primeros tiempos imperiales, y era la razón por la que nunca se había hecho un serio intento de someter, bajo la directa administración de Roma, lugares remotos como la India y las tierras que había más allá de ella. Un sistema con una sola capital había demostrado no ser válido, y por eso se había fundado Constantinopla en el este, y el Imperio había sido dividido.

Pero entonces, después de Saturnino (otro de los emperadores chiflados), el Imperio Occidental se había sumido prácticamente en la bancarrota por su vano intento de conquistar el Nuevo Mundo, y había quedado entonces a la deriva, en una era patética que con el tiempo sería conocida como la Gran Decadencia. El reino oriental se aprovechó de la debilidad de Occidente y hubo doscientos años de gobierno del este, hasta que el invencible Flavio Rómulo restableció la independencia del Imperio Occidental. Determinado a no consentir que nunca más Oriente volviera a imponerse, Flavio Rómulo despojó a Constantinopla de su condición de ciudad capital y reunificó las dos mitades separadas del Imperio, mil años después de su primera escisión.

Pero sólo un Flavio Rómulo era capaz de gobernar una extensión tan vasta de territorio, y muy pocos de sus sucesores habían estado a la altura. En el siglo siguiente a su muerte, el trono fue ocupado por Demetrio de Vindonisa, un acaudalado patricio de provincias que, fatalmente, tenía una veta de locura hereditaria en la familia. Tanto el hijo de Demetrio, Valiente Aquila, como su nieto, Mario Antonino, fueron emperadores notablemente excéntricos. El hijo de Mario, Ludovico, había sido bastante estable, pero dejó alegremente el trono a su hijo, el actual emperador Demetrio, quien poco a poco, había conseguido hacer creer a los ciudadanos de Roma que de nuevo estaban siendo gobernados por un Calígula, un Cómodo o un Caracalla.

Al menos, Demetrio II no tenía instintos asesinos, como los habían tenido esos tres, pero su reinado, que se había alargado en el tiempo más que cualquiera de ellos, se había caracterizado por una similar inspiración de insensatez. Aunque, como Calígula, no se había autoproclamado dios o había nombrado senador a su caballo, sí había dado banquetes en los que se degollaba a la vez a seiscientos avestruces, y había ordenado el hundimiento de navios mercantes cargados en la bahía de Ostia para demostrar la prodigiosa riqueza del Imperio. No se divertía (como hiciera Cómodo) ejerciendo de cirujano, y operando a desventurados individuos, pero sí soltaba de vez en cuando a leones y leopardos mansos por las habitaciones de invitados del palacio para aterrorizar a sus amigos mientras dormían. No había hecho asesinar, como Caracalla, a su hermano y otros miembros de su propia familia, pero había organizado rifas en las que todos los miembros de su corte estaban obligados a participar con mucho dinero, y en las que un hombre podía ganar diez libras de oro y otro diez perros muertos o una docena de coliflores podridas.

Durante los días del mediocre Valiente Aquila y el estúpido Mario Antonino, provincias tan remotas como Siria y Persia empezaron a autogobernarse prestando escasa atención a los decretos procedentes del gobierno central. Eso, en sí mismo, mientras las mercancías exóticas de aquellas tierras exportadas a la capital continuaron llegando, provocó escasa alarma en Roma. Pero entonces, durante el reinado de Ludovico, las dos provincias de Dalmacia y Panonia, justo al este del corazón italiano del Imperio, también trataron de emanciparse, y tuvieron que ser frenadas por la fuerza. Más tarde, poco después de que llegara al poder Demetrio II, Sicilia, que siempre había sido una problemática isla de insatisfechos, optó por dejar de pagar impuestos a los recaudadores imperiales. Como Demetrio no emprendió ninguna acción, la actitud se extendió a Bélgica, la Galia e Hispania, a lo que siguieron rápidamente las declaraciones de independencia. Esto, obviamente no podía tolerarse, incluso por individuos como Demetrio.

Apolinar era entonces cónsul. Estaba en su tercer mandato y compartía el consulado con el irresponsable y borracho Duilio Eurupiano. Desde la época de Maximiliano el Grande, por lo menos, el consulado había sido un cargo sin importancia y meramente honorífico, sin ninguno de los poderes reales que tuvo en las épocas pasadas de la República. Como dijo Epicteto, hacía mucho tiempo, el consulado bajo los emperadores, habiendo perdido casi todas sus funciones, había degenerado en un puesto que no permitía más que el privilegio de financiar los juegos del Circo e invitar a cenar a huestes enteras de inútiles aduladores.

Pero ahora se avecinaba una crisis. Era necesaria una acción firme. Apolinar renunció a su consulado e invitó a Eurupiano a hacer lo mismo, dejándole bien claro que si optaba por permanecer en el cargo, ello tendría efectos adversos sobre su salud. A continuación, Apolinar convenció al emperador, quien en ese momento estaba ocupado reuniendo una colección de serpientes venenosas de los rincones más recónditos del reino, para que lo volviera a nombrar cónsul junto a otro ciudadano de igual espíritu cívico, el adusto y austero Larcio Torcuato. Apolinar reclamó con insistencia del emperador que a él y aTorcuato les fueran otorgados poderes de emergencia mucho mayores de los que los cónsules habían detentado durante siglos, y que sus cargos fueran indefinidos en lugar de depender de mandatos anuales según la voluntad del emperador. Torcuato trataría de restablecer algo de cordura en el frente doméstico. Apolinar, un soldado experimentado, marcharía por las provincias rebeldes tratando de meterlas en vereda una por una.

Y eso se había logrado. Ahora, en Tarraco, Apolinar estaba recogiendo sus bártulos, preparándose para volver a casa.

Tiberio Carax, su ayudante de campo, un griego jónico esbelto y de ojos rasgados que había estado a su servicio durante muchos años, entró y le dijo:

—Una carta para ti de Roma, del cónsul Larcio Torcuato, conde Valeriano. También ha llegado el príncipe Laureólo y espera fuera para verte.

Apolinar cogió la carta de Carax y dijo:

—Hazle pasar.

Rompió el sello y leyó ávidamente el texto. Su colega cónsul, escueto como siempre, había escrito: «Le he contado al emperador tus éxitos en el campo de batalla y ha reaccionado con su habitual infantilismo. En cuanto a las cosas aquí en Roma, los problemas van a peor a cada momento. Si sus gastos continúan al ritmo presente, pronto no quedará ni un solo denario en el tesoro. Estoy planeando adoptar severas medidas». A continuación, su rúbrica, una elaborada fioritura casi del tamaño de todo el texto: «M. Larcio Torcuato, cónsul».