Al levantar la mirada, Apolinar se dio cuenta de que el príncipe Laureólo estaba en la habitación.
—¿Malas noticias, señor?
—Exasperantes —contestó Apolinar, sin hacer esfuerzo alguno por ocultar la furia que le consumía—. Es una carta de Torcuato. El emperador está vaciando las arcas del tesoro. Me pregunto cuánto pagaría por aquella montaña de nieve que hizo instalar en su jardín el verano pasado. O por esa túnica con láminas de oro, tachonada de diamantes y perlas. ¿Cuál será el próximo caprichito? Me asusta pensarlo.
—El emperador —dijo Laureólo serenamente, mientras una brizna de desdén asomaba por un instante en la comisura de sus labios—. ¡Ah! El emperador. ¡Claro! —No necesitó decir más.
Apolinar había acabado por apreciar enormemente al príncipe. Eran hombres cortados por el mismo patrón: bajos, compactos y musculosos, aunque poco más tenían de parecido físico. Apolinar era un hombre de tez bastante oscura, con una ancha nariz triangular, una boca generosa y unos ojos profundos y negros como el carbón debajo de unas cejas tupidas y enmarañadas, mientras que Laureólo tenía pálida la tez, acerados rasgos aristocráticos, una boca de labios delgados y unos ojos fríos de un azul clarísimo. Era de añejo linaje imperial y sus orígenes podían remontarse incluso hasta el emperador Publio Clemente, que había ocupado el trono aproximadamente un siglo antes de la conquista bizantina del Imperio Occidental. Indignado con los despilfarros de Demetrio II, se había retirado cinco años a la propiedad de su familia, en el campo, para dedicarse al estudio de la historia y literatura antiguas romanas. Así fue como Apolinar le conoció. La casa del conde estaba cerca de la de Laureólo y, además, compartía con éste su interés por la antigüedad. Apolinar advirtió muy pronto que el príncipe, que era diez años más joven, tenía la misma nostalgia por el estricto rigor ético de la República romana, hacía tiempo desaparecida, que él, Larcio Torcuato y prácticamente nadie más tenía en la Roma moderna.
Cuando se embarcó hacia la Guerra de Reunificación, Apolinar eligió al príncipe para ser su segundo al mando, encomendándole que fuera de una provincia recién pacificada a otra, para verificar que el proceso de restablecimiento de todo el poder imperial marchaba sin complicaciones en todas ellas. Más tarde, Laureólo estuvo en el norte de la Galia, donde se habían producido disturbios menores, en un lugar llamado Bononia situado en la costa del canal que divide Britania de la Galia. Pensando que este rebrote de los altercados podría extenderse a través del canal hasta Britania (que nunca antes se había rebelado), Laureólo lo reprimió con dureza. Ahora, aniquilada finalmente toda resistencia al gobierno imperial, había ido aTarraco para presentar a Apolinar su informe final sobre la situación en las provincias.
Apolinar lo ojeó por encima y lo dejó a un lado.
—Todo está bien por lo que veo. No necesito que te quedes aquí más tiempo.
Laureólo dijo:
—Señor, ¿intentarás contener un poco a Demetrio cuando regreses a la capital?
—¿Yo? No digas tonterías. Sé muy bien que no hay que tratar de explicar sus obligaciones a un emperador. La historia está llena de relatos acerca de la suerte que corrieron los que intentaron eso. Vuelve a leer a tu Suetonio, a tu Tácito, a tu Amiano Marcelino. No, Laureólo. Regreso a mi finca en el campo. Cuatro consulados son suficientes para mí. De todas maneras, mi colega, el cónsul Marco Lardo tiene la responsabilidad en los asuntos de Roma. —Dio un golpecito con el dedo sobre la carta deTorcuato—. Aquí dice que va a adoptar severas medidas para arreglar las cosas. Excelente, si puede con ello.
—¿Podrá hacerlo solo? —preguntó Laureólo.
—No, probablemente no. ¿Es que te gustaría ser cónsul, Laureólo?
—¿Yo, señor? —Los ojos del príncipe se abrieron como platos.
—A ti, sí. —Entonces Apolinar meneó la cabeza—. No; supongo que no. Demetrio nunca lo permitiría. Eres de sangre real, probablemente lo interpretaría como el preludio de su derrocamiento —dijo sonriendo—. Bueno sólo era una idea. Tú yTorcuato, entre los dos podríais ser capaces de hacer el trabajo. Pero, por tu bien lo mejor es que te mantengas alejado de la capital. Vuelve tú también a tu finca. Nos reuniremos una vez a la semana frente a una buena comida, hablaremos de la historia antigua y ya se preocupará Torcuato del desastre de Roma. ¿Eh, Laureólo? Hemos hecho un duro trabajo aquí en las provincias durante cinco largos años. Creo que nos merecemos un descanso, ¿no te parece?
En su despacho de paneles de madera, en lo alto del edificio consular, en el extremo este del Foro, el cónsul Larcio Torcuato apilaba y volvía a apilar la montaña de documentos sobre su escritorio, alineando sus bordes con un escrúpulo que uno no esperaría en un individuo de una constitución tan maciza y robusta. Entonces levantó la vista ferozmente hacia los dos prefectos del Erario, que le habían entregado aquellos papeles hacía una hora y que permanecían incómodamente sentados frente a él.
—Si he entendido esto correctamente, y creo que lo he hecho, no hay ni un solo departamento del gobierno imperial que no haya sobrepasado con mucho su presupuesto durante este año fiscal pasado. Es correcto, ¿verdad, Silano?
El prefecto del Erario Público, compungido, asintió con la cabeza. Su proverbial y eufórica presencia de ánimo parecía haberse esfumado.
—Así es, cónsul.
—Y tú, Cestio —dijo Torcuato, dirigiendo su mirada hacia el prefecto del Erario Imperial—. ¿Tú me estás diciendo aquí que el emperador rebasó sus fondos personales el año pasado en treinta y un millones de sestercios, y salvas el déficit tomando el dinero prestado de Silano?
—Sí, señor—respondió el orondo Cestio con la más atiplada de las voces.
—¿Cómo has sido capaz…? ¿Dónde está tu sentido de la responsabilidad frente a la nación, al Senado, a tu propia conciencia? El emperador despilfarra treinta y un millones más de lo que tiene asignado para despilfarrar, que debe de ser una cantidad ingente, y tú, sencillamente, los agarras de los fondos con los que se supone que debemos reparar los puentes y barrer la bosta de los establos y pagar a los soldados de Apolinar? Te lo vuelvo a preguntar: ¿cómo has sido capaz?
Una chispa de desafío asomó a los ojos de Cestio.
—Sería mejor que me preguntaras ¿cómo podía no hacerlo, cónsul? Crees que habría podido decirle al emperador a la cara que estaba gastando demasiado? ¿Cuánto tiempo crees que tardaría en encontrar un nuevo Prefecto del Erario Imperial? ¿Y cuánto tiempo tardaría yo en encontrar una nueva cabeza?
Torcuato respondió con un bufido.
—Es tu responsabilidad, Cestio, ¿qué me dices de tu responsabilidad? Aunque eso te cueste la cabeza. Tu trabajo consiste en impedir que el emperador gaste más de lo que tiene. Y si no, ¿para qué tenemos un Prefecto del Fisco? ¿Y tú, Silano? ¿Con qué derecho autorizaste la solicitud de Cestio de esos treinta y un millones? Tú no tenías que enfrentarte al emperador, sólo tenías que decir no a Cestio. Pero no lo hiciste. ¿Es más importante para ti salvar el cuello de tu amigo que la salud financiera del Imperio que has jurado defender?
Silano, avergonzado, calló.
Finalmente,Torcuato dijo:
—¿Me veré obligado a pedir vuestras dimisiones?
—La mía está a tu disposición en cualquier momento —dijo Cestio.
—La mía también, señor —añadió Silano.
—Ya, ya. Y luego voy yo y os sustituyo con… ¿quién? Vosotros dos sois los dos únicos hombres dignos de toda la administración y tampoco sois muy dignos que digamos. Pero por lo menos lleváis las cuentas honestamente… Lleváis las cuentas honestamente, ¿no es así? ¿No será aún mayor el déficit de lo que dicen estos papeles vuestros?