Que algo extraño estaba pasando en Roma le empezó a parecer obvio a Apolinar ya en los primeros minutos después de que el navio mercante que le había traído desde Tarraco entrara en el puerto de Ostia. El ritual familiar por el que los funcionarios de aduanas del puerto subían a bordo, recibían sus sobornos y presentaban una somera cuenta de impuestos a pagar no se llevó a cabo. En lugar de esto, se produjo una auténtica inspección. Seis hombres vestidos con el uniforme negro y dorado del tesoro imperial husmearon por las bodegas del barco e hicieron una relación formal del cargamento, bulto por bulto.
En teoría, toda la mercancía que se transportaba hasta Italia procedente de las provincias estaba sujeta a impuestos de aduana. En la práctica, los inspectores, tras haber abonado consistentes sobornos al secretariado de su departamento para conseguir sus puestos, metían buena mano a los ingresos de aduanas, y tan sólo dejaban que una fracción de la cantidad legítima llegara, describiendo intrincados zigzags hasta el tesoro imperial. Todo el mundo lo sabía, pero a nadie parecía importarle. A Apolinar le disgustaba el tejemaneje aunque, de entrada, no acertaba a comprender por qué el traslado de mercancía de una parte a otra del Imperio debía estar sujeto a tales gravámenes. Pero el soborno de los funcionarios de aduanas en lugar de pagar los impuestos era sólo una entre un millar de prácticas del régimen imperial que pedían una reforma a gritos y, en cualquier caso, nunca dedicó mucha atención a los asuntos de mercaderes y exportadores.
Sin embargo, el protocolo de ese día provocó un retraso inusual en el desembarco. Pasado un rato, Apolinar mandó llamar al capitán del navio, un simpático cartaginés de barbas negras, y le preguntó qué estaba pasando.
El capitán, entre la consternación y la indignación, no estaba seguro. Nuevos procedimientos, dijo. Algún tipo de remodelación en el Departamento de Aduanas, era todo lo que él sabía.
Apolinar supuso en un principio que debía de haber alguna relación con la escasez de ingresos que Torcuato le había comunicado por escrito: el Emperador, corto de efectivo, habría dado instrucciones a sus funcionarios para empezar a incrementar los ingresos gubernamentales. A continuación, advirtió lo absurdo de su reflexión. Demetrio nunca demostró estar al tanto de que existiera una relación entre los ingresos gubernamentales y los gastos imperiales. No, aquello debía de ser cosa del propio Torcuato, concluyó Apolinar: una de las «severas medidas» que su colega cónsul le había anunciado que iba a adoptar para poner las cosas en orden.
Desde Ostia, Apolinar se encaminó directamente hasta la villa que conservaba en las afueras, por la vía Flaminia, justo al norte de la muralla de la ciudad. Había quedado al cuidado de su hermano menor, Rómulo Claudio Apolinar, durante sus cinco años de ausencia. Al conde le agradó descubrir que Rómulo Claudio había mantenido a punto el lugar, como si Apolinar pudiera necesitarlo en cualquier momento, aunque él también había estado ausente de Roma la mayor parte de ese tiempo, y en esos momentos se encontraba viviendo en el norte, en Umbría.
El camino a casa le condujo a través del corazón de la ciudad. Era agradable estar de regreso en Roma, ver de nuevo las antiguas; construcciones, dos mil años de historia que se alzaban en cada calle, los muros de mármol de los templos y las dependencias oficiales, algunas tan viejas como Augusto y Tiberio, con la pátina del tiempo en ellos a pesar de siglos de continuadas restauraciones; y las construcciones medievales, macizas y un tanto ordinarias, con sus fachadas decoradas, palpitando bajo la luz del sol; y luego las nuevas construcciones de la Decadencia, todas ellas parapetos extraños con sus arbotantes en voladizo y abruptas alas que sobresalían, como las de un escarabajo gigantesco que da un brinco hacia el espacio. ¡Qué contento estaba de ver todo aquello! Incluso el calor le dio cierto gozo. Era el mes de julio, tórrido y húmedo, una estación en la que el caudal del río era muy escaso, turbio y con orillas de lodo amarillo. El bochorno atenazaba la ciudad. A lo lejos se oyó un trueno, un chasquido seco sin lluvia, el trueno siniestro de algún dios despistado. La atmósfera hedía. Después de todos aquellos años que había pasado en las ciudades menores de las provincias occidentales, había olvidado la fetidez de Roma en verano. Esta era la ciudad más grande que había existido o que existiera jamás, pero no había manera de escapar de su olor en esta época del año: los efluvios de un millón de personas, los alimentos podridos de los que se desprendían, sus basuras, el sudor de ese millón de cuerpos. Él era un hombre escrupuloso. Le disgustaban el calor, la fetidez, la suciedad. Y sin embargo, sin embargo… ¡aquello era Roma, y no había otra ciudad como ella!
Cuando Apolinar llegó a su villa, envió un mensaje a Torcuato comunicándole su llegada y diciéndole que le gustaría mucho reunirse con él tan pronto como fuera posible. En seguida llegó un mensajero de Torcuato invitándole a cenar en su casa aquella misma noche.
Dudoso placer aquél. Apolinar, a pesar de todo su interés erudito por las virtudes estoicas de la Roma republicana, era un hombre civilizado y cultivado, que apreciaba los buenos vinos y la cocina imaginativa. Su colega en el consulado estaba hecho de otra pasta muy diferente. Era un romano más a la vieja usanza en su desdén por las comodidades y el lujo, un espíritu pesado e invernal que mostraba poco interés por la comida, el vino, la literatura o la filosofía. De hecho, la única afición placentera que Apolinar le conocía era cazar jabalíes en los bosques nevados de las provincias del norte.
Pero, aquella noche, la mesa de Torcuato estaba dispuesta para una persona de los gustos de Apolinar, con numerosos vinos y sorbetes y un espléndido plato principal de venado condimentado. No había entretenimiento (las bailarinas y los músicos no serían apropiados para una reunión como aquélla), y sólo ellos dos eran los comensales. Apolinar nunca se había casado y la esposa de Torcuato, que rara vez era vista en público, ni siquiera hizo aparición aquella noche en su propia casa.
En efecto, había hecho algunos cambios en los procedimientos de las aduanas, le confirmó a Apolinar. Había hecho otros cambio asimismo. Todo el depravado séquito que rodeaba al emperador había sido detenido y puesto a buen recaudo. No habría más parrandas con salvajes despilfarros por parte de Demetrio. Torcuato también había iniciado reformas en todos los niveles de la administración. Los funcionarios corruptos habían sido retirados del cargo. Las normas y regulaciones oficiales vigentes durante décadas en la teoría, pero que nunca se habían hecho respetar, se aplicaban ahora. A todos los departamentos del gobierno se les había ordenado que elaboraran nuevos presupuestos y a todos se les había exigido que no se salieran de ellos.
—¿Y el emperador? —preguntó Apolinar cuando, finalmente, Torcuato hizo una pausa en su declaración—. ¿Cómo se ha tomado la destitución de toda su cohorte de esbirros? Veo que aun tienes la cabeza sobre los hombros, de modo que debes de haber encontrado algún modo de tranquilizarle, pero ¿cuál?
—Su majestad no está actualmente en posición de ordenar nada —dijoTorcuato—. Su majestad se encuentra bajo arresto domiciliario.
Apolinar sintió una punzada de asombro.
—¿Lo dices en serio? Sí, sí, por supuesto que sí. Siempre hablas en serio. Encerrado en su propio palacio, ¿es eso?
—En el pabellón de huéspedes del palacio, en realidad. El nuevo edificio, ése con aspecto tan extraño, con esos extravagantes mosaicos. Tengo soldados de guardia destacados allí las veinticuatro horas del día.
—Pero seguramente, la Guardia Pretoriana no lo habría permitido…
—Tomé la precaución de destituir al Prefecto de la Guardia Pretoriana y reemplazarlo por un hombre de mi confianza, un tal Atilio Ruliano. Los pretorianos han recibido una generosa paga y con sumo gusto han hecho un juramento de lealtad a su nuevo prefecto.