—Sí, es lo que suelen hacer si se les paga bastante bien.
—De manera que tenemos a Demetrio bien abastecido de comida y mujeres pero, aparte de eso, está totalmente aislado. No tiene contacto con ninguno de los funcionarios de su corte o con los miembros del Senado. Naturalmente, tampoco yo me acerco a él. Y confío en que tú mantengas también la distancia, Apolinar. A la práctica, tú y yo unidos somos ahora el emperador. Todos los decretos gubernamentales salen del despacho consular. Todos los funcionarios gubernamentales están bajo nuestras órdenes.
Apolinar dirigió aTorcuato una mirada atenta y escrutadora.
—¿Pretendes mantener preso al emperador durante el resto de su vida? Sabes que eso causará problemas, amigo. Loco o no, se supone que el emperador ha de presentarse ante el pueblo en ciertas ocasiones durante el año. La festividad de Año Nuevo, la inauguración de las sesiones del Senado, el primer día de los Juegos de la Temporada en el Coliseo… No puedes esconderle indefinidamente sin levantar la mínima sospecha.
—De momento —dijo Torcuato—, se ha hecho pública la noticia de que su majestad se encuentra enfermo. Y creo que podemos dejarlo así por ahora. ¿Cuándo se recuperará…? Bien, podemos estudiar ese tema después. Hay otros problemas.
—¿Como cuáles?
—El Senado, para empezar. No sé si sabes o no que hay un número considerable de senadores que están encantados con la forma de actuar de Demetrio. La corrupción general también hace mella en ellos. Sin un emperador de verdad que les pida responsabilidades, ellos hacen lo que les place, y muchos viven como pequeños Demetrios. Me refiero a la clase de vida orgiástica por la que Roma fue famosa en la época de Nerón. No podemos permitirnos volver a ello. El Senado necesita también una reforma. Si no la llevamos a cabo, muchos de sus miembros tratarán de bloquear nuestros planes.
—Ya entiendo —dijo Apolinar—. ¿Estás hablando de retirar del cargo a determinados senadores?
—Podría ser necesario.
—Pero sólo el emperador podría hacer eso.
—Lo haremos nosotros en nombre del emperador —dijo Torcuato—. Como haremos todo lo demás que debamos hacer.
—Ah —dijo Apolinar—.Ya veo. En nombre del emperador.
Por primera vez advirtió lo cansado que parecía Torcuato. Éste era un individuo corpulento, de una fortaleza física formidable y un aguante legendario. Sin embargo, Apolinar vio que sus ojos estaban enrojecidos de fatiga y que tenía el rostro demacrado y cetrino.
—Aún hay más —continuó Torcuato.
—¿Además de destituir a toda la corte, encarcelar al emperador y hacer una purga en el Senado?
—Me refiero a la posibilidad de un levantamiento popular generalizado —dijo solemnemente Torcuato.
—¿Por las reformas que has iniciado?
—Al contrario. Mis reformas son la salvación del Imperio y tarde o temprano todo el mundo se dará cuenta de ello…, si conseguimos evitar que las cosas se desmanden. Pero es posible que el pueblo no nos dé el suficiente tiempo para explicárselo todo. Has estado fuera estos cinco años y no sabes lo que está ocurriendo aquí. Quiero que mañana vengas conmigo a la Subura.
—La Subura —repitió Apolinar. Juntó las manos presionándolas y se tocó los labios con las puntas de los dedos. La Subura, según él recordaba, era un barrio antiguo y pobre de la capital, un lugar asqueroso y hediondo de callejones oscuros y calles tortuosas que no llevaban a ningún sitio. Cada ciertos siglos, algún emperador de mente cívica ordenaba su limpieza y rehabilitación, pero su naturaleza íntima era ingobernable y la pestilencia del lugar siempre volvía a imponerse en un par de generaciones—. La Subura está agitada, ¿no es así? Unos pocos camiones cargados de pan y vino gratis podrán arreglar eso, supongo.
—Te equivocas. Esa gente tiene ya abundante comida. A pesar de todos los excesos de Demetrio, ésta todavía es una tierra próspera.Y, no obstante lo que tú creas, las revoluciones no surgen de la pobreza. Es la pasión por la novedad y la búsqueda de lo excitante lo que las provoca. La revolución es el fruto de la desocupación y el ocio, no de la pobreza.
—La desocupación y el ocio de los pobres pobladores de la Subura —dijo Apolinar, contemplando reflexivamente al otro hombre. Era una idea interesante, maravillosa en su absoluta absurdidad.
Pero parecía que Torcuato veía cierta lógica en ella.
—Sí, en medio de un colapso generalizado de la ley y el orden (esto que algunos llaman la Decadencia), se dan cuenta de que en realidad nadie se encarga ya de nada. Y por eso quieren una parte más grande del botín. Derrocar la monarquía, masacrar a todos los patricios, repartir la riqueza entre ellos. He estado en sus tabernas, Apolinar. He escuchado sus arengas. Ven conmigo mañana, siéntate a su lado y podrás escuchar todo eso por ti mismo.
—¿Dos cónsules, moviéndose tranquilamente y sin vigilancia por esas tabernas?
—Ellos no tienen idea de quiénes somos. Te enseñaré cómo vestirte.
—Sería interesante, supongo. Pero no, gracias. Confío en tu palabra. Hay inquietud en la Subura. Pero aún tenemos un ejército, Torcuato. Acabo de pasar cinco años pacificando las provincias. Puedo pacificar la Subura también, si es que tengo que hacerlo.
—¿Enfrentar al ejército romano contra los ciudadanos de la capital? Piensa en ello, amigo mío. Hay que ocuparse de los agitadores de la Subura antes de que estalle el conflicto. De acuerdo, ya sé que es mucho para el primer día de tu vuelta, pero no hay tiempo que perder. Tenemos por delante una enorme tarea. —Torcuato hizo un ademán a un esclavo que estaba cerca para que llenara las copas—. Basta ya de todo esto por el momento. ¿Qué te parece este vino? Es un falerniano de cuarenta años. De las bodegas del emperador, debería añadir. Lo he traído aquí especialmente para esta ocasión.
—Bastante bueno —dijo Apolinar—. Pero la edad lo ha oxidado una pizca. ¿Serías tan amable de pasarme la miel, Torcuato?
Carax dijo:
—Ésta es la lista por el momento, señor.
Apolinar cogió la hoja de papel de su ayudante de campo y dio una rápida leída a los nombres.
—Estacio… Claudio Nerón… Judas Antonio Sorano… ¿quiénes son esta gente, Carax?
—Lucio Estacio es el secretario privado del emperador. Sorano es un hebreo que, según se dice, importa animales exóticos de África para su colección. No tengo información acerca de Claudio Nerón, señor, pero probablemente sea algún artesano de la corte.
—Ah —dijo Apolinar, fijándose otra vez en la lista—. Hilario y Polibio, sí. Los asistentes personales. Recuerdo a estos dos. Dos bastardillos empalagosos. Glicerio Agrícola, Cayo Calixto, Marco Cornuto… ¿qué clase de nombre es éste: Marco Cornuto?
—Un nombre romano, señor. Quiero decir que está en lengua romana, no es latín.
Eso le desconcertó.
—Latín… romano… ¿qué diferencia hay?
—Las clases más bajas hablan una especie de basta lengua que ahora llaman «romana», un dialecto… el dialecto del pueblo, así lo llaman. Deriva del latín, como las lenguas de las provincias. Es una forma de latín descuidada y más sencilla. Han empezado a traducir sus nombres propios a esa lengua, he oído. Este Marco Cornuto probablemente sea uno de los cocheros del emperador, un mozo de establo o algo de ese estilo.
Apolinar puso mala cara. Le disgustaba mucho la costumbre que últimamente se había impuesto en las provincias, de hablar dialectos locales que eran versiones burdas y vulgares del latín, mezclados con primitivos vocablos regionales: una manera de hablar en la Galia, otra en Hispania, otra en Britania y aún otra, muy diferente de las demás, en las provincias teutónicas. El había reprimido el uso de aquellas lenguas, aquellos dialectos, allá donde los había encontrado. ¿Y ahora también estaba ocurriendo allí? ¿Qué sentido tenía un nuevo dialecto del latín empleado allí mismo, en Roma? En las provincias, aquellos dialectos eran un medio de reafirmar su independencia respecto al Imperio. Pero Roma no podía segregarse de sí misma, ¿no era así?