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—Así que los enviamos a la muerte para minimizar nuestros propios riesgos.

—Los riesgos del Imperio —dijo Torcuato—. ¿Acaso crees que me preocupa mucho mi propia vida? Pero si nosotros caemos, el Imperio caerá con nosotros. Estos individuos son enemigos del bien público. Tú y yo somos todo lo que hay entre ellos y el reino del caos. Tienen que desaparecer. Pensé que ya nos habíamos puesto totalmente de acuerdo sobre este punto.

Apolinar sabía que esto último no era cierto en absoluto. Sin embargo, comprendió su argumentación. No era la primera vez que el Imperio estaba al borde de la anarquía. Los disturbios de las provincias constituían una primera alerta al respecto. Augusto había creado el Imperio por medio de la fuerza militar y había sido el ejército quien había mantenido a los emperadores en sus tronos durante todos aquellos siglos. No obstante, en las últimas épocas, los emperadores gobernaban con el consentimiento de los gobernados. Ningún ejército era lo bastante fuerte como para imponer al populacho indefinidamente la aceptación de la autoridad de un emperador perverso o chiflado. Esto se había constatado una y otra vez desde la época de Calígula y Nerón a lo largo de la historia. Demetrio estaba completamente chiflado. La mayoría de los funcionarios del gobierno eran manifiestamente corruptos. Si Torcuato estaba en lo cierto acerca de que se estaba fraguando una revolución entre los plebeyos (y era perfectamente posible que así fuera), entonces, una depuración feroz de la corrupción y la locura podía ser la única forma de evitar el desastre. Y permitir que los adláteres de Demetrio siguieran con vida para que se reagruparan y volvieran a ganarse la confianza del emperador era propiciar ese mismo desastre.

—Muy bien —dijo Apolinar—. ¿Hasta dónde piensas llegar con esto?

—Hasta donde la situación lo exija.

El mes de julio dio paso al mes de agosto y el peor verano de la historia de Roma siguió inmisericorde: calor insoportable, asfixiante humedad, nubes bajas y amenazadoras que ocultaban el sol, relámpagos en las colinas pero sin una gota de lluvia en ningún momento. La tensión aumentaba, los ánimos se caldeaban cuando la diaria procesión de carros que transportaban a la última tanda de condenados se dirigía hacia la plataforma de las ejecuciones.Todos los días llegaban grandes multitudes a presenciarlas. Plebeyos y también patricios dirigían sus miradas hacia el verdugo y sus víctimas con la fascinación con la que se mira a una serpiente zigzaguear mientras se prepara para el ataque. El espectáculo del horror era aterrador, pero nadie podía quedarse al margen. El hedor a sangre flotaba por toda Roma. Cada día que pasaba, la ciudad estaba más purificada y mucho más aterrorizada, paralizada por el miedo y la sospecha.

—Cinco semanas ya —dijo Lactancio Rufo, que era el magistrado presidente del Senado—, y la matanza se ha extendido a nuestra propia casa.

—Pactumeyo Polio, juzgado y hallado culpable —dijo Julio Papinio. Él era el que estaba más cerca de Rufo de todo el grupo de hombres apostado en el pórtico del Senado, aquella mañana húmeda y abrasadora.

—Al igual que Marco Floriano —dijo el voluminoso Terencio Figulo.

—Y Macrino —añadió Flavio Loliano.

—Y Fulpiano.

—Eso es todo, creo. Cuatro en total.

—Cuatro senadores, sí —dijo Lactancio Rufo—. Hasta ahora. Pero ¿quién será el próximo, te pregunto? ¿Tú? ¿Yo? ¿Hasta dónde va a llegar esto? La muerte reina en Roma estos días. El Senado entero está en peligro, amigos míos. —Era un hombre enormemente alto, de hombros caídos y cuya espalda se curvaba describiendo un gran arco; las facciones angulares de su rostro le hacían parecer de perfil un cuchillo de sierra. Durante más de treinta años, había sido un miembro destacado del Senado: una persona de confianza del anterior emperador Ludovico, consejero personal del actual emperador Demetrio, y había ocupado tres veces el consulado—. Debemos encontrar una manera de protegernos.

—¿Qué es lo que sugieres? —preguntó Papinio—. ¿Apelar al emperador para destituir a los cónsules?

Esto fue dicho de forma poco entusiasta. Papinio y los demás sabían lo absurdo que era.

—Permitidme recordaros —dijo Lactancio, de todos modos— que el emperador mismo es un prisionero.

—Eso es lo que es —concedió Papinio—. Los cónsules tienen ahora todo el poder.

—Muy cierto —dijo Rufo—. En consecuencia, nuestro trabajo debe ser abrir una brecha entre ellos. Una delegación formada por tres o cuatro de nosotros, cinco quizá, debería ir a ver a Apolinar. Es un hombre razonable. Seguramente sabe los daños que está provocando Torcuato, el riesgo de que estas purgas, si continúan, se descontrolen y se extiendan por toda Roma como un reguero de pólvora. Le pediremos que eche a Torcuato del cargo y que nombre a un nuevo colega.

—¡Echar a Torcuato del cargo! —exclamó Terencio Figulo, estupefacto—. ¡Lo dices como si fuera algo sencillo! ¿Podría hacer eso él?

—Apolinar acaba de reconquistar cuatro o cinco provincias enteras sin grandes dificultades. ¿Por qué iba a tener problemas para imponerse a un hombre?

—¿Y si no quiere hacerlo? —preguntó Papinio—. ¿Qué ocurriría si él aprueba lo que está haciendo Torcuato?

—Entonces los destituiremos a los dos —replicó Rufo—. Pero eso lo dejaremos como último recurso. ¿Quién de vosotros vendrá conmigo a ver a Apolinar?

—Yo —dijo enseguida Papinio. Pero nadie más se pronunció.

Rufo miró a los demás.

—Y bien… —dijo—. ¿Figulo? ¿Loliano? ¿Qué me dices, Prisco? ¿Salvio Juliano?

Al final, Rufo consiguió reclutar para su misión sólo a dos compañeros, el siempre ambicioso Papinio y otro senador llamado Cayo Lucio Frontino, un hombre más joven, cuya familia poseía enormes propiedades vitivinícolas en el sur de Italia. Aunque aquéllos eran días muy ajetreados en las oficinas consulares (el tiempo de los cónsules se consumía en las tareas de purificación, expidiendo órdenes de arresto, asistiendo a juicios y autorizando las ejecuciones de los que eran hallados culpables, es decir, casi todos los llevados a juicio), encontraron sorprendentemente pocas dificultades en conseguir una audiencia con el cónsul Valeriano Apolinar. Sin embargo, conseguir su apoyo no resultó tan fácil.

—Lo que me pedís es una traición, como seguramente sabéis —dijo Apolinar con serenidad. Había permanecido sentado tras su escritorio mientras los demás permanecían de pie frente de él—. Al sugerir que un cónsul nombrado constitucionalmente deponga a su colega, me estáis invitando a unirme a la conspiración que, según parece, habéis organizado para acabar con el gobierno legítimo del Imperio. Esto en sí mismo es un delito de primer orden. Podría arrojaros a prisión de inmediato y, antes de que acabara la semana, estaríais contemplando el hacha del verdugo. ¿Eh, Rufo? ¿Papinio? Frontino?

Era imposible saber si lo estaba diciendo como una amenaza o como un juego. Lactancio Rufo, enfrentándose fijamente a la mirada fría y evaluadora del cónsul, dijo:

—Probablemente seguirías nuestros pasos en una semana o dos, conde Apolinar. Está claro que tú, mejor que nadie, debes de entender cuan peligroso es Torcuato para el bienestar de todos, para el nuestro y para el tuyo, quizá incluso para el suyo propio.

—Peligroso para el vuestro, sí. Pero ¿por qué para el mío? He respaldado a Torcuato en todas sus acciones, ¿no es cierto? De modo que ¿por qué iba mi respetado colega a volverse contra mí?

—Por la forma en que están marchando las cosas —dijo Rufo—. La eliminación del emperador Demetrio se convertirá en una necesidad política en algún momento del proceso, más probablemente pronto que tarde. Y el emperador no tiene hijos. El heredero al trono es su descerebrado y absolutamente incapaz hermano Mario, que está apaciblemente sentado, riéndose solo en su palacio de Capri. No debe reinar nunca. Tú y Torcuato sois los únicos plausibles sucesores de Demetrio a la vista. Pero no podéis convertiros los dos en emperador. ¿Ves adonde quiero llegar, Apolinar?