—Naturalmente que sí. Pero yo no tengo intención de hacer matar al emperador y dudo que la tenga Torcuato. De lo contrario, ya lo habría hecho.
Rufo suspiró.
—A menos que esté aguardando al momento oportuno. Pero considéralo una posibilidad. Quizá no sientas que estás en peligro, querido Apolinar, pero lo que está claro es que nosotros sí lo estamos. Cuatro miembros del Senado ya están muertos. Posiblemente, otros ya estén en la lista. Torcuato está ebrio de poder, matando gente tan rápido como puede, a montones. Algunos de ellos es probable que merecieran con creces su destino. En otros casos, Torcuato sencillamente está saldando viejas cuentas personales. Pretender que el senador Pactumeyo Polio era un enemigo del reino… o Marco Floriano…
—De modo que para salvar vuestro pellejo queréis que levante la mano contra mi colega violando así mis juramentos. ¿Y si me opongo?
—El Senado, con el emperador indispuesto, tiene el poder de despojaros a los dos de vuestros consulados.
—¿De verdad lo crees? Y si consiguieras eso, ¿quiénes serían nuestros sustitutos? ¿Tú, Rufo? ¿El joven Frontino? ¿Y os llegaría a aceptar el pueblo como sus líderes? Sabes perfectamente que Torcuato y yo somos los dos únicos hombres en este podrido Imperio que tienen la fuerza suficiente para conseguir que las cosas no se vengan abajo. —Apolinar sonrió y sacudió la cabeza—. No, Rufo. Sólo estás marcándote un farol. No tienes candidatos para ocupar nuestros puestos.
—Es cierto —dijo Rufo sin dudarlo un instante—. Es como tú dices. Pero si nos rechazas, no nos dejarás otra opción que intentar acabar con Torcuato nosotros mismos y es muy posible que fracasemos, lo que lo dejará todo sumido en el desorden y el caos cuando él se tome su venganza. Tú y sólo tú puedes salvar a Roma de él. Debes echarlo y colocarte tú solo al mando, poniendo fin así a este reino de terror antes de que un río de sangre senatorial corra por las calles.
—¿Quieres que me convierta entonces yo en emperador?
Esta vez, Rufo, cogido por sorpresa, se lo pensó antes de responder:
—¿Lo quieres ser?
—No. Nunca. Si yo asumiera el mando único, sin embargo, en esencia estaría actuando como un emperador. Antes de que pasara mucho tiempo, como tú correctamente acabas de pronosticar, yo sería el emperador. Pero el trono no me atrae. Lo más que yo quiero ser es cónsul.
—Sé cónsul, entonces. Deshazte de Torcuato y designa a algún colega, a alguien que te guste. Pero tienes que pararlo antes de que nos destruya a todos. Y te advierto que tú estás incluido, Apolinar.
Cuando los tres senadores salieron de su despacho, Apolinar se sentó tranquilamente durante un rato, repasando mentalmente la conversación que habían tenido. Nada de lo que habían dicho desmentía la realidad.
Rufo era codicioso y manipulador, por supuesto, como cabría esperar de cualquier otro con su enorme riqueza y que hubiera estado en una posición tan próxima a los centros del poder imperial. Pero no era en realidad malvado, como solían serlo los hombres poderosos, y de ninguna manera estaba loco. El comprendía muy claramente, como también lo hacía Apolinar, que Torcuato no pondría fin a la frenética purificación del reino, y que no sólo estaban en peligro senadores destacados como Lactancio Rufo, sino que todo aquello continuaría y continuaría hasta que la lista incluyera al propio conde Valeriano Apolinar.
Era inevitable. Apolinar (aunque desde el principio había aprobado la necesidad de frenar los excesos del emperador Demetrio y purgar la corte de sus parásitos), había visto cómo el frenesí de Torcuato crecía día tras día.Y él distaba mucho de sentirse cómodo con la naturaleza radical de sus métodos: arrestos a medianoche, juicios secretos, veredictos en una hora, ejecuciones al día siguiente.
Ahora que Torcuato había conseguido establecer la muerte como una sanción legítima por el socavamiento de la fibra moral del Imperio, la lista de potenciales víctimas de la purga se había convertido casi en infinita. El detestable séquito de parásitos de Demetrio (algunos de ellos realmente viciosos y otros, sencillamente, unos bobos bufones), había desaparecido. Como también lo habían hecho docenas de los miembros más corruptos de la burocracia y cuatro de sus promotores en el Senado. Y sí, como suponía Rufo, muchas acusaciones más estaban pendientes. La atención de Torcuato estaba ahora centrada en la agitación de la Subura, donde los hurtos y el vandalismo ordinarios habían dejado paso a las revueltas y protestas contra el gobierno. Pronto, Torcuato empezaría también a ejecutar plebeyos. Si le dejaban las manos libres, depuraría Roma de cabo a rabo.
Que una depuración en el ámbito de los bienes públicos había sido necesaria, era algo que Apolinar no ponía en tela de juicio. A pesar de sus reservas, él no había hecho ningún intento de interfe rir en lo que Torcuato había estado haciendo las pasadas cinco semanas. Pero para Apolinar estaba claro (ahora que Torcuato había empezado a gobernar casi como un dictador, un dictador criminal) que, en calidad de homólogo consular de Torcuato, lo que se esperaba del conde es que se le uniera en dicha función. De lo contrario, habría de enfrentarse a la posibilidad de convertirse él mismo en una víctima del celo de Torcuato. Llegaría el momento (si es que no había llegado ya), en que tendría que decirle a Torcuato: «Las cosas han ido ya demasiado lejos. Ahora deberíamos poner freno a las muertes». ¿Y qué ocurriría si Torcuato no estuviera de acuerdo?
En tal caso, era altamente probable que el nombre de Valeriano Apolinar pasara a engrosar la lista de condenados. Y aunque Apolinar nunca había estado muy preocupado por su seguridad personal, ahora entendía que en la actual situación debía preservar su vida por bien del Imperio. Él era el único dique contra el caos desbordante.
Apolinar decidió que sería mejor enfrentarse a la situación de inmediato.
Fue a ver a Torcuato.
—El Senado se está inquietando mucho —dijo—. Esas cuatro ejecuciones…
—¡Eran traidores! —exclamó abruptamente Torcuato. El sudor caía por su cara rolliza en la atmósfera húmeda y densa de la sala. Sin embargo, por alguna razón incomprensible para Apolinar, su homólogo llevaba una gruesa túnica invernal—. Han apoyado las locuras de Demetrio en su propio y enorme provecho.
—No dudo que lo hicieran, pero nosotros necesitamos el apoyo del Senado si queremos llevar a cabo nuestro programa.
—¿Lo necesitamos? El Senado no es más que una reliquia del pasado, algo que ha quedado de los tiempos de la vieja República. De la misma manera que lo eran los cónsules, antes de que tú y yo hiciéramos renacer el cargo. Los emperadores hicieron su trabajo perfectamente durante al menos mil años, sin compartir ningún poder en absoluto con el Senado o los cónsules. También nosotros podemos arreglárnoslas sin el Senado. ¿Quién ha estado hablando contigo? ¿Lactancio Rufo? ¿Julio Papinio? Sé lo descontentos que están. Acabaré con todos ellos, uno por uno hasta que…
—Torcuato, te lo ruego. —Apolinar se preguntó si alguna vez en su vida había pronunciado aquellas palabras—. Muestra un poco de moderación, hombre. Lo que estamos tratando de conseguir es algo muy difícil. Sencillamente, no podemos prescindir del respaldo del Senado.
—Por supuesto que podemos. El hacha aguarda a todos aquellos que se pongan en nuestro camino. ¿Cuál era aquella famosa frase de Calígula…? «¡Qué fastidio que estos romanos tengan un solo cuello!», o algo así. Así es como yo me siento respecto del Senado.
—No creo que Calígula sea el filósofo más apropiado para ser citado en estos precisos momentos —dijo Apolinar—. Te insisto nuevamente,Torcuato, deja que seamos más moderados a partir de ahora. De lo contrario, temo que tú y yo estemos encendiendo un fuego en Roma que puede resultar extremadamente difícil de apagar, un fuego que es muy posible que nos consuma a ti y a mí antes de que se extinga.