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Tanis contuvo la respiración. En Xak Tsaroth, el dragón negro le había impresionado vivamente, pero ahora se quedó horrorizado al ver el inmenso volumen de este dragón rojo. El cubil era enorme, probablemente de más de cien pies de diámetro, y el dragón rojo lo llenaba por completo, el extremo de su cola quedaba apoyado contra la pared del fondo. Los compañeros lo contemplaron atónitos durante unos instantes, y se imaginaron fantasmagóricas visiones de aquella gigantesca cabeza alzándose y reduciéndoles a cenizas con su ardiente llamarada, la misma que había destruido Solace.

No obstante, a Maritta el peligro no parecía preocuparle. Avanzó con paso firme y los compañeros, tras unos segundos de duda, la siguieron. Al aproximarse a la criatura vieron que Maritta tenía razón; el dragón estaba en unas condiciones penosas. Tendido sobre el frío suelo de piedra, su inmensa cabeza estaba arrugada por la edad y la brillante piel roja era ahora grisácea y moteada. Respiraba pesadamente por la boca, con las mandíbulas abiertas, mostrando unos dientes que anteriormente habían sido afilados como espadas, pero que ahora estaban amarillentos y resquebrajados. Tenía grandes cicatrices en los costados y sus alas coriáceas estaban secas y agrietadas.

Entonces Tanis comprendió la actitud de Maritta; era indudable que se había abusado del dragón. Se sorprendió a sí mismo sintiendo compasión y bajando la guardia. Se dio cuenta de lo peligroso que esto era cuando el dragón —alertado por la luz de la antorcha—, se movió aún en sueños. Tanis se recordó a sí mismo que, a pesar de su aspecto derrotado, sus garras estaban tan afiladas y su aliento era tan destructivo como el de cualquier otro dragón rojo de Krynn.

De pronto los párpados del dragón se entreabrieron y estrechas rendijas rojas brillaron a la luz de la antorcha. Los compañeros se detuvieron, arma en mano.

—¿Ya es hora de desayunar, Maritta? —preguntó Matafleur (Flamestrike era su nombre para los mortales comunes) con voz soñolienta.

—Sí, hoy hemos venido un poco más temprano, querida —dijo Maritta suavemente.

—Temo que vaya a estallar una tormenta y quiero que los chicos hagan ejercicio antes de que rompa a llover. Tú continúa durmiendo. Ya me ocuparé de que no te despierten al salir.

—Oh, no me importa —el dragón bostezó y abrió un poco más los ojos. Al hacerlo Tanis pudo ver que uno de ellos estaba recubierto por una viscosa membrana; estaba ciega de ese ojo.

—Espero que no tengamos que luchar contra ella —susurró Sturm.

—Me sentiría como si estuviésemos atacando a la abuela de algún conocido.

Las facciones de Tanis se endurecieron. —No olvides que es una abuela peligrosa y que puede matarnos a todos.

—Los chiquillos han pasado una noche tranquila —murmuró el dragón.

—Si comienza a llover, procura que no se mojen, Maritta, especialmente el pequeño Erik, que tuvo un buen resfriado la semana pasada. —Sus ojos se cerraron y, aparentemente, volvió a sumirse en un sueño profundo.

Girándose, Maritta les hizo una seña, llevándose un dedo a los labios. Sturm y Tanis caminaban en último lugar, con las armas y cotas de mallas ocultas bajo los numerosos ropajes y capas. Cuando se hallaban a unos treinta pies del dragón, Tanis comenzó a oír un extraño zumbido.

Al principio creyó que era imaginación suya y que debido al nerviosismo oía un sonido zumbante en su cabeza, pero el ruido era real y subía de volumen. Sturm se volvió, mirándolo alarmado. El zumbido siguió aumentando de tono, hasta parecerse al producido por un enjambre de miles de langostas. Todos se habían vuelto ya hacia él, expectantes. Tanis los contempló con impotencia, con una expresión tan aturdida que rayaba en lo cómico.

El dragón resopló y se movió irritado, sacudiendo la cabeza como si el sonido le perforase los tímpanos.

De pronto Raistlin se acercó a Tanis.

—¡Debe ser tu espada! Tiró de la capa del semielfo y la espada quedó al descubierto.

Tanis la contempló. El mago tenía razón. La hoja zumbaba como si se hallase en máximo estado de alerta. Ahora que Raistlin le había llamado la atención sobre ello, casi podía sentir la vibración.

—Es mágica —dijo el mago en voz baja, examinándola con interés.

—¿Puedes hacer que deje de vibrar? —le gritó Tanis para ser oído a pesar de aquel potente zumbido.

—No. Ahora lo recuerdo. Es Wyrmslayer, la famosa espada mágica de Kith-Kanan. Reacciona así debido a la presencia del dragón.

—¡Bonito momento para recordarlo!

—Un momento muy apropiado, diría yo —gruñó Sturm.

El dragón alzó lentamente la cabeza, parpadeando, y un estrecho hilo de humo salió serpenteando de su hocico. Contempló a Tanis con sus colorados ojos, una mirada impregnada de furia y de dolor.

—¿A quién has traído, Maritta? —dijo Matafleur en tono amenazador.

—Oigo un sonido que no había oído durante siglos, ¡huelo el repugnante hedor del acero! ¡No son mujeres! ¡Son guerreros!

—¡No le hagáis daño! —imploró Maritta.

—¡Puede que no haya otro remedio! —exclamó Tanis, sacando a Wyrmslayer de su funda.

—¡Goldmoon, Riverwind, llevaos a Maritta de aquí!—La hoja comenzó a resplandecer con una refulgente luz blanquecina mientras el zumbido seguía aumentando de volumen. Matafleur retrocedió. La luz que despedía la espada dañaba intensamente su ojo sano; el terrible sonido penetraba en su cabeza como si fuese una espada. Gimiendo, se acurrucó, apartándose de Tanis.

—¡Corred, reunid a los niños! —chilló Tanis comprendiendo que, al menos por el momento, no habría necesidad de luchar. Alzando en alto la reluciente espada, avanzó unos pasos con cautela, acorralando al abatido dragón contra la pared.

Maritta, tras una temerosa mirada a Tanis, acompañó a Goldmoon a la habitación de los niños, donde había unos cien pequeños, ya despiertos, alertados por los extraños sonidos de la estancia contigua. Sus rostros se tranquilizaron al ver a Maritta y a Goldmoon, y algunos de los de menor edad comenzaron a reír cuando Caramon entró en la sala corriendo, arremangándose la falda que cubría escasamente sus velludas piernas. Pero al ver a los guerreros con las armas desenvainadas, los niños se pusieron serios inmediatamente.

—¿Qué pasa, Maritta? —preguntó la mayor de las niñas.

—¿Qué está sucediendo? ¿Vuelve a haber pelea?

—Confiemos en que no la haya, pequeña —dijo Maritta con dulzura.

—Pero no voy a mentiros... puede que sea necesario luchar. Quiero que recojáis vuestras cosas, especialmente vuestras prendas de mayor abrigo, y que vengáis con nosotros. Los mayores ocupaos de los pequeños, tal como hacéis cuando salís al patio a hacer ejercicio.

Sturm estaba convencido de que habría desorden y lloriqueo, y de que los niños empezarían a hacer preguntas, pero para su sorpresa, hicieron rápidamente lo que se les había mandado, abrigándose y ayudando a vestirse a los más pequeños, con calma y en silencio, aunque un poco pálidos. Aquéllos eran hijos de la guerra, recordó Sturm.

—Quiero que crucéis rápidamente el cubil del dragón y la sala de juegos. Cuando lleguéis allí, este hombre corpulento... —Sturm señaló a Caramon—, os llevará al patio. Allá os esperan vuestras madres. Al salir, que cada uno busque, inmediatamente, a su madre y que se reúna con ella. ¿Lo habéis entendido todos? —Miró dudoso a los chiquillos más jóvenes, pero la niña que había hablado antes asintió.

—Hemos entendido, señor —dijo.

—De acuerdo —Sturm se volvió.

—Caramon, ¿estás preparado?

El guerrero, enrojeciendo de vergüenza al sentirse observado por cien pares de ojos, los guió hacia el cubil del dragón. Goldmoon alzó en brazos a uno de los pequeños y Maritta a otro. Los mayores llevaban a los de menor edad sobre sus espaldas. Desfilaron por la puerta ordenadamente, sin decir una sola palabra, hasta que vieron a Tanis con su resplandeciente espada en alto, acorralando contra la pared al aterrorizado dragón.