De pronto el fuego comenzó a llamear y el viento se arremolinó en la caverna. Tanis vio que Sturm apartaba la maleza para entrar en la gruta con Flint, que caminaba dando traspiés. El caballero acompañó al enano hasta el fuego y lo dejó allí. Ambos estaban empapados. A Sturm se le veía fuera de sus casillas; Tanis lo observó preocupado, reconociendo en él los signos de las depresiones que le sobrevenían de tanto en tanto. Al caballero le gustaba el orden y la disciplina, por lo que la desaparición de las estrellas y la ruptura del orden natural de las cosas le habían afectado.
Tasslehoff envolvió en una manta a Flint, que se hallaba acurrucado en el suelo con los dientes rechinándole de tal forma, que hasta el casco le temblaba.
—B-b—b-barca... —era la única palabra que el enano podía pronunciar. El kender le sirvió una copa de vino que Flint bebió con avidez.
Sturm miró a Flint enojado.
—Haré la primera guardia —dijo mientras caminaba hacia la entrada de la gruta.
Riverwind se puso en pie.
—Yo vigilaré contigo.
Sturm se detuvo y se giró lentamente hacia el alto hombre de las Llanuras. Tanis observó el rostro del caballero, iluminado por la luz del fuego. Alrededor de su boca severa se dibujaban marcadas líneas oscuras. A pesar de ser más bajo que Riverwind, el aire de nobleza y la rigidez de su figura hacían que ambos pareciesen de igual estatura.
—Soy un Caballero de Solamnia —dijo Sturm—. Mi palabra es mi honor y mi honor es mi vida. En la posada di mi palabra de que os protegería a ti y a tu dama. Si dudas de mi palabra dudas de mi honor y por tanto me ofendes. No puedo permitir que esta ofensa quede entre nosotros.
—¡Sturm! —Tanis se había puesto en pie.
Sin apartar los ojos del bárbaro, el caballero levantó una mano.
—Tanis, no te metas —dijo Sturm—. Bien, ¿qué eliges, espadas o cuchillos? ¿Con qué peleáis los bárbaros?
La estoica expresión de Riverwind no varió; contempló al caballero con sus intensos ojos castaños. Luego habló escogiendo cuidadosamente sus palabras.
—En ningún momento he querido poner en duda tu honor. No conozco a los hombres ni a sus pueblos y voy a hablarte con sinceridad, tengo miedo. Es mi temor lo que me hace hablar de esta manera, tengo miedo desde que me entregaron la Vara de Cristal Azul y, sobre todo, tengo miedo por Goldmoon. —El hombre de las Llanuras miró hacia la mujer y en sus ojos se reflejó el destello del fuego—. Sin ella, moriría. ¿Cómo puedo confiar...? —La voz le falló. Su máscara de estoicismo se quebró, destrozado por la pena y la fatiga; sus rodillas se doblaron y cayó hacia delante. Sturm lo sostuvo.
—No podrías, lo comprendo —dijo el caballero—, estás cansado y has estado enfermo. —Ayudó a Tanis a recostar al bárbaro en el fondo de la gruta—. Ahora descansa. Yo haré la guardia. —El caballero, sin decir una palabra más, apartó la maleza y salió de la gruta.
Goldmoon, que había escuchado el altercado en silencio, trasladó sus escasas pertenencias al fondo de la caverna y se arrodilló junto a Riverwind. Ella rodeó con el brazo y la apretó contra sí hundiendo el rostro entre sus cabellos de oro y plata. Envueltos en la capa de pieles de Riverwind, pronto se quedaron dormidos. La cabeza de Goldmoon descansaba sobre el pecho del bárbaro.
Tanis suspiró aliviado y se volvió hacia Raistlin, que estaba sumido en un sueño irregular. De tanto en tanto murmuraba extrañas palabras en el idioma de los magos y alargaba el brazo para tocar su bastón. Tanis miró a su alrededor. Tasslehoff estaba sentado con las piernas cruzadas delante del fuego, seleccionando los objetos que había «obtenido» y que tenía extendidos delante suyo. Había un reluciente anillo, unas cuantas monedas extrañas, una pluma de pájaro chotacabras, pedazos de bramante, un collar de perlas, una muñeca de jabón y un silbato. El anillo le resultó familiar, estaba hecho por un elfo y le había sido entregado a Tanis años atrás por alguien que él recordaba muy bien. Era un anillo de doradas hojas de hiedra delicadamente talladas.
Tanis se acercó al kender caminando con cuidado para no despertar al resto
—Tasslehoff... —Le dio unos golpecillos al kender sobre el hombro y señaló el aro—. Mi anillo...
—¿Es tuyo? —preguntó Tasslehoff con expresión inocente—. ¿Este anillo es tuyo? Me alegro de haberlo encontrado, se te debió caer en la posada.
Tanis recogió el anillo esbozando una sonrisa irónica y se instaló al lado del kender.
—¿Tienes algún mapa de esta zona? Los ojos del kender brillaron.
—¿Un mapa? Claro, Tanis, por supuesto.
Recogió todos sus tesoros y los metió en una de sus bolsas, de un bolsillo sacó una caja, tallada a mano, para guardar pergaminos, y extrajo un fajo de mapas. Tanis había visto anteriormente la colección del kender, pero nunca dejaba de sorprenderle. Debía haber unos cien, dibujados sobre cualquier cosa: pergaminos, cuero blando e incluso sobre hojas de palmera.
—Pensaba que conocías perfectamente cada árbol de esta zona, Tanis —Tasslehoff iba seleccionando los mapas y sus ojos brillaban cuando veía alguno de los que más le gustaban.
El semielfo negó con la cabeza.
—He vivido por aquí muchos años, pero no nos engañemos, no conozco ni una sola de las sendas ocultas y secretas.
—No hay muchas que vayan a Haven —Tasslehoff escogió uno de los mapas y lo extendió sobre el suelo de la gruta—. El camino a Haven a través del valle de Solace es el más rápido, eso por descontado.
Tanis examinó el mapa bajo la luz de la casi extinguida hoguera.
—Tienes razón —dijo—, este camino no sólo es el más rápido sino que, por lo que parece, es la única ruta transitable en bastantes kilómetros. En dirección norte y sur están las Montañas Kharolis y por ahí no hay ningún paso —Tanis arrugó la frente, enrolló el mapa y se lo devolvió a Tasslehoff—. Eso es exactamente lo que pensará el Teócrata.
El kender bostezó.
—Bueno —dijo metiendo cuidadosamente el mapa en la caja—, es un problema que deberá ser resuelto por mentes más sabias que la mía. Lo mío es la diversión —introduciendo de nuevo la caja en el bolsillo, Tasslehoff se tendió en el suelo y encogiendo las piernas a la altura de la barbilla, pronto se durmió pacíficamente como un niño.
Tanis lo observó con envidia. A pesar de estar rendido de cansancio, le resultaba muy difícil relajarse lo suficiente para conciliar el sueño. Todos estaban dormidos menos Caramon, que vigilaba a su hermano. El semielfo se acercó a él.
—Descansa —le susurró—, yo cuidaré de Raistlin.
—No —le contestó el guerrero y, alargando el brazo, arropó cuidadosamente a su hermano—. Puede necesitarme.
—Pero tienes que descansar un poco.
—Lo haré —Caramon hizo una mueca—. Intenta descansar tú, niñera. Tus niños están perfectamente, incluso el enano ha entrado en calor.
—No es necesario que le cuide. Sus ronquidos se deben oír hasta en Solace. Bien, amigo mío, este encuentro no ha resultado tal como lo planeamos hace cinco años.
—Nada es como hace cinco años.
Tanis le dio un golpecillo en el brazo y luego se acostó arropándose con la capa. Al poco rato se quedó dormido.
La noche transcurrió lentamente para los que estaban de guardia. Caramon relevó a Sturm y Tanis al guerrero. La lluvia arreció durante toda la noche y sopló un viento que moteó el lago de blanco. Los rayos zigzagueaban en la oscuridad como árboles en llamas y no cesaba de tronar. Al irrumpir el día, la tormenta fue amainando y el semielfo contempló el amanecer frío y gris. Dejó de llover, pero en el cielo aún flotaban nubes bajas de tormenta y el sol no apareció. Tanis comenzó a impacientarse. Se dio cuenta de que en el norte se estaban concentrando nubes tormentosas. En otoño ese tipo de tormenta era muy poco frecuente y aún lo era menos el hecho de que viniese del norte pues, generalmente, el viento soplaba del este, a través de las Llanuras. Sensible a los hábitos de la naturaleza, aquel clima tan extraño preocupó tanto a Tanis como a Raistlin le había preocupado la desaparición de las constelaciones. A pesar de lo temprano de la hora, sintió la urgencia de partir y entró en la gruta para despertar a los demás.