Flint caminaba renqueando al otro lado de Caramon. Tanis y los bárbaros caminaban en último lugar. El semielfo observó a Goldmoon iluminada por la moteada luz grisácea que se filtraba bajo las copas de los árboles, se fijó en las líneas que se dibujaban alrededor de sus ojos y que la hacían parecer mayor de los veintinueve años que tenía.
—Nuestras vidas no han sido fáciles —le confió Goldmoon mientras caminaban—. Riverwind y yo nos hemos amado durante años, pero en nuestra raza existe una ley según la cual, si un guerrero quiere esposar a la princesa de la tribu, debe realizar una proeza extraordinaria para demostrar que la merece. En nuestro caso fue peor, pues la familia de Riverwind fue expulsada de la tribu hace años por negarse a adorar a nuestros antepasados. Su abuelo creía en los antiguos dioses de antes del Cataclismo a pesar de que no pudo encontrar en Krynn ni el más mínimo indicio de ellos.
»Mi padre, que estaba decidido a que no me casara con alguien inferior a mi rango, envió a Riverwind a una misión imposible en busca de algún objeto perteneciente a las divinidades, que probara la existencia de los antiguos dioses. Por descontado, él no creía que existiera ningún objeto de esas características y pensó que Riverwind encontraría la muerte o que, entretanto, yo me enamoraría de otro. —Miró hacia el alto guerrero que caminaba junto a ella y le sonrió, pero su expresión era firme, sus ojos estaban perdidos en la distancia y la sonrisa de Goldmoon se diluyó. Suspirando, continuó con su historia, hablando en voz baja, más para sí misma que para Tanis —. Riverwind estuvo ausente muchos años y mi vida carecía de sentido. En algunos momentos creí que mi corazón dejaría de latir, pero hace tan sólo una semana él regresó. Estaba medio muerto, fuera de sí, con una fiebre altísima y su piel quemaba al tacto. Se arrastró hasta el campamento y cayó ante mis pies con esta vara asida en su mano. Tuvimos que forzarlo para que la soltara, pues incluso estando inconsciente se negaba a que se la quitaran.
»Mientras duró la fiebre deliraba, hablando sobre un lugar oscuro, una ciudad destruida en la que la muerte tenía negras alas. Los sirvientes tuvieron que atarle los brazos a la cama, ya que casi enloquece de pánico. Entonces fue cuando recordó a la mujer, una mujer vestida de luz azulada que se acercó a él, lo curó y le entregó la Vara. Al recordarla se tranquilizó y su fiebre desapareció de repente.
»Esto ocurrió hace dos días —hizo una pausa; ¿había sido realmente hace dos días? Parecía toda una vida. Suspirando profundamente, prosiguió —: Le mostró la Vara a mi padre, diciéndole que le había sido entregada por una diosa cuyo nombre desconocía. Mi padre la contempló —Goldmoon la sostuvo en alto—, y le ordenó a Riverwind que hiciera con ella cualquier cosa. Riverwind no realizó ningún milagro y mi padre se la arrojó a los pies, proclamando que era falsa y ordenando a la gente que lo apedrearan hasta la muerte como castigo por su blasfemia.
Mientras hablaba, el rostro de Goldmoon palideció y el de Riverwind se ensombreció.
—Ataron a Riverwind y lo arrastraron al Muro de los Lamentos —explicó con un hilo de voz—, y empezaron a arrojarle piedras. El me miraba con amor y gritaba que ni la muerte conseguiría separamos. Yo no pude soportar la idea de perderlo y recogiendo la Vara del suelo corrí hacia él. Las piedras nos golpeaban... —Goldmoon se llevó la mano a la frente, estremeciéndose al recordar el dolor, y Tanis vio que tenía una herida reciente en su piel morena—. De pronto estalló un rayo de luz cegadora. Cuando Riverwind y yo pudimos ver de nuevo, nos hallábamos a las afueras de Solace. La Vara proyectaba una luz azulada que poco a poco fue palideciendo y se extinguió. Fue entonces cuando tomamos la decisión de ir a Haven y descubrir qué sabían los sabios del templo sobre ella.
—Riverwind, ¿qué recuerdas de esa ciudad destruida? ¿Dónde estaba? —preguntó Tanis preocupado.
Riverwind no le contestó, pero le miró de reojo con sus ojos castaños; evidentemente sus pensamientos estaban en otra parte. Luego miró fijamente hacia los árboles.
—Tanis semielfo —dijo al final—. ¿Es ése tu nombre?
—Así es como me llaman los humanos —contestó Tanis —, para ellos mi nombre de elfo es largo y difícil de pronunciar.
Riverwind arrugó la frente y preguntó:
—¿Por qué te llaman semielfo y no semihombre?
La pregunta sacudió a Tanis como una bofetada en pleno rostro; tuvo que hacer un esfuerzo para tragarse una respuesta ofensiva. Supuso que Riverwind debía tener algún motivo para hacérsela y que su intención no había sido insultarle; la respuesta era delicada, por lo que Tanis escogió sus palabras con atención.
—Para los humanos, medio elfo es una parte de un ser completo mientras que medio hombre es un tullido.
Riverwind consideró la respuesta durante unos segundos y finalmente asintió bruscamente con la cabeza y respondió a la pregunta que Tanis le había hecho sobre la ciudad destruida.
—Era un lugar de níveos edificios sostenidos por esbeltas columnas de mármol. Debió haber sido muy bella, pero ahora está como si una gigantesca mano la hubiese lanzado desde la cima de una montaña. La ciudad es ahora oscura y maléfica —Riverwind parecía hablar desde un lugar remoto.
—La muerte de negras alas —dijo Tanis en voz baja.
—Se erigía en la oscuridad como un dios, sus criaturas la veneraban con aullidos y chillidos —el rostro del bárbaro palideció; a pesar del frío aire matutino, estaba sudando—¡No puedo hablar más de ello! — Goldmoon posó una mano sobre su brazo y la tensión de su rostro cedió.
—¿Y en medio de ese infierno surgió una mujer y te dio la Vara? —insistió Tanis.
—Me estaba muriendo y me curó.
Tanis observó atentamente la Vara que Goldmoon llevaba. Le había parecido una vara lisa y vulgar hasta aquel momento en la posada en que había relampagueado azul, llamándole poderosamente la atención. En el extremo superior tenía tallado un pequeño motivo rodeado de plumas —de las que tanto admiran los bárbaros. Sin embargo, él había visto aquella luz azulada y había probado sus poderes curativos. ¿Era la Vara un don de los antiguos dioses para que les ayudara en estos tiempos de necesidad, o era algo diabólico? De todas formas, ¿qué sabía él de estos dos bárbaros? Tanis recordó la declaración de Raistlin de que sólo los puros de corazón podían tocar la Vara. Quería creer que así era...
Tanis, perdido en sus pensamientos, sintió que Goldmoon le tocaba el brazo. Alzó la mirada y se dio cuenta de que él y los bárbaros se habían quedado rezagados. Delante, Sturm y Caramon señalaban algo. Echó a correr hacia ellos.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Sturm contestó secamente: —Regresa el explorador.
Tasslehoff corría hacia ellos haciéndoles una señal con los brazos.
—¡A la maleza! —ordenó Tanis. A excepción de Sturm, abandonaron rápidamente el camino y se zambulleron entre los arbustos y matorrales.
—¡Vamos! —Tanis agarró a Sturm por el brazo, pero éste se soltó.
—No me esconderé en una trinchera —declaró firmemente el caballero.
—Sturm... —comenzó a decir Tanis luchando por controlar su furia, reprimiendo las duras palabras que asomaban a sus labios y que no hubiesen solucionado nada, pudiendo causar un daño irreparable. Apretó los labios y se volvió de espaldas, esperando al kender en silencio y con expresión severa.