Tasslehoff llegó corriendo hasta donde ellos estaban. Con voz entrecortada dijo:
—¡Clérigos! Un grupo de clérigos. Son ocho.
Sturm resopló
—Creí que se trataba de un batallón de guardias goblins; supongo que sabremos cómo manejar a un grupo de clérigos.
—No lo sé —dijo Tasslehoff dubitativo—. He visto clérigos de todas las regiones de Krynn y nunca había visto ninguno como éstos. —Miró aprensivamente hacia el camino y después levantó la mirada hacia Tanis con una expresión de seriedad insólita en él—. ¿Recuerdas lo que dijo Tika sobre unos extraños personajes que acompañaban al Teócrata?¿Unos seres encapuchados y vestidos con pesados ropajes? Pues bien, ¡eso describe exactamente a estos clérigos! Y la verdad, Tanis, es que me han producido una sensación tenebrosa —el kender se estremeció—. Los veréis dentro de un momento.
Tanis miró a Sturm y éste arqueó las cejas. Ambos sabían que los kenders eran inmunes a la emoción del miedo y que, no obstante, eran extremadamente sensibles para captar la naturaleza de otras criaturas. Tanis no recordaba ninguna otra ocasión en que la visión de cualquier criatura de Krynn le hubiese provocado a Tasslehoff una «sensación tenebrosa» —y había compartido con el kender muchas situaciones difíciles.
—Aquí vienen —dijo Tanis de pronto. Él, Sturm y Tas dieron un paso atrás hacia las sombras de los árboles y observaron a los clérigos que, lentamente, aparecían por una curva del camino. Se hallaban demasiado lejos para que el semielfo pudiese deducir algo, excepto que se movían muy despacio, arrastrando tras ellos una gran carreta.
—Quizás deberías hablar con ellos, Sturm —dijo Tanis en voz baja—. Procura que te informen sobre el estado del camino, pero ten mucho cuidado, amigo mío.
—Lo tendré —contestó Sturm sonriendo—, no tengo ninguna intención de echar a perder mi vida sin motivo alguno.
El caballero apretó el brazo de Tanis durante un instante; luego aflojó su espada para poder desenvainarla con rapidez en caso de necesidad. Cruzó al otro lado del camino y se apoyó en un viejo tronco caído con la cabeza gacha, como si estuviese descansando.
Tanis, dudoso, permaneció inmóvil unos segundos y después, volviéndose, se dirigió hacia la maleza seguido de Tas.
—¿Qué sucede? —gruñó Caramon cuando Tanis y Tasslehoff aparecieron. El inmenso guerrero se estaba ciñendo la faja, lo que hacía que sus numerosas armas resonaran estrepitosamente. Los demás se hallaban escondidos tras gruesos matorrales, a pesar de los cuales podían ver claramente el camino.
—Shhhh —Tanis se arrodilló entre Caramon y Riverwind, que se hallaban agazapados a pocos metros de distancia—. Se acerca un grupo de clérigos por el camino. Sturm va a interrogarlos.
—¡Clérigos! —resopló Caramon despreciativo poniéndose en pie de nuevo, pero Tanis se agitó intranquilo.
—Clérigos —murmuró Raistlin pensativo—, esto no me gusta nada.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Tanis.
El mago miró al semielfo desde el fondo de su capucha. Tanis sólo podía ver sus dorados ojos en forma de relojes de arena, que eran como estrechas rendijas en las que se reflejaba la astucia y la inteligencia.
—Qué extraño, clérigos... —Raistlin habló con la elaborada paciencia con la que se le habla a un niño—. La vara tiene poderes curativos y, en Krynn, tales poderes no habían sido vistos desde el Cataclismo. Caramon y yo vimos en Solace a uno de estos hombres ataviados con capa y capucha. ¿No encuentras extraño, amigo mío, que estos clérigos y la Vara hayan aparecido al mismo tiempo y en el mismo lugar, cuando ni los unos ni los otros habían sido vistos anteriormente? Tal vez esa vara les pertenezca por derecho.
Tanis miró a Goldmoon, cuyo rostro estaba ensombrecido por la preocupación; seguramente debía estar preguntándose lo mismo. Volvió a mirar hacia el camino y vio que las figuras encapuchadas seguían avanzando lentamente, tirando de la carreta. Sturm seguía sentado en el tronco, atusándose los bigotes.
Mientras los compañeros aguardaban en silencio, el cielo se oscureció, invadido de nubes grises. A los pocos segundos el agua de la lluvia comenzó a filtrarse a través de las ramas de los árboles.
—¡Maldición, está lloviendo! —refunfuñó Flint—. No es suficiente con tener que agacharme tras un matorral como un sapo, sino que además me quedaré calado hasta los huesos...
Tanis miró fijamente al enano, quien farfulló algo más y luego guardó silencio. Pronto los compañeros sólo pudieron oír el repiqueteo de las gotas sobre las mojadas hojas y sobre los cascos y escudos. Era una lluvia fina y constante, de esas que empapan hasta las ropas más gruesas. Raistlin comenzó a temblar y a toser, cubriéndose la boca con la mano para amortiguar el sonido, ya que todos lo contemplaron alarmados.
Tanis miró hacia el camino. Al igual que Tas, en sus cien años de vida en Krynn, nunca había visto nada comparable a esos clérigos. Eran altos, debían medir unos seis pies e iban ataviados con largas túnicas y amplias capas con capucha. Sus manos y sus pies también estaban cubiertos de tela, como los vendajes que ocultan las heridas de los leprosos. A medida que se acercaban a Sturm, comenzaron a observar con cautela a su alrededor. Uno de ellos miró fijamente hacia los arbustos donde se hallaban escondidos los compañeros, quienes lo único que podían ver de los recién llegados, a través de una nesga de ropa, eran unos brillantes ojos oscuros.
—Salve, caballero de Solamnia —dijo en el idioma común el clérigo que iba en cabeza. Su voz era hueca y sibilante: una voz inhumana. Tanis se estremeció.
—Saludos, hermano —contestó Sturm, también en común—. Hoy he viajado muchas millas y vosotros sois los primeros viajeros con los que me encuentro, he oído extraños rumores y busco información sobre el camino que he de recorrer. ¿De dónde venís?
—Originariamente, venimos del este —contestó el clérigo—. Pero hoy venimos de Haven. Hace un día frío y húmedo para viajar, Caballero, y quizás sea éste el motivo por el que no hayas encontrado a nadie. Nosotros mismos no realizaríamos este viaje si no fuese por necesidad. ¿Vienes de Solace, Caballero?
Sturm asintió y varios de los clérigos situados tras la carreta se miraron los unos a los otros murmurando entre sí. El que parecía ser el clérigo jefe se dirigió a ellos en un extraño lenguaje gutural. Tanis miró a sus compañeros. Tasslehoff negó con la cabeza y los demás hicieron lo mismo; ninguno de ellos lo había oído antes.
El clérigo habló de nuevo en el idioma común.
—Tengo gran curiosidad por conocer los rumores de los que hablas, Caballero.
—He oído que hay ejércitos agrupados en el norte —contestó Sturm—. Viajo hacia allá, hacia mi hogar en Solamnia, y no quisiera meterme en una guerra a la que no he sido invitado.
—No hemos oído estos rumores —le respondió el clérigo—. Por lo que sabemos, el camino hacia el norte está despejado.
—Ah, eso me sucede por escuchar a compañeros borrachos. —Sturm se encogió de hombros—. Pero decidme, ¿cuál es esa necesidad de la que habláis, y qué os saca de casa en un día tan crudo como éste?
—Buscamos una vara —contestó rápidamente el clérigo—. La Vara de Cristal Azul. Hemos oído que ha sido vista en Solace. ¿Has oído hablar de ella?
—Oí hablar de una vara en Solace, pero me hablaron de ella los mismos compañeros que me dijeron lo de los ejércitos del norte. ¿Debo creer esas historias o no?
La pregunta de Sturm pareció confundir al clérigo, quien miró a su alrededor como si no supiese qué contestar.
—Decidme —dijo Sturm volviendo a apoyarse en la verja—, ¿por qué buscáis una vara de cristal azul? Seguramente una de madera lisa y resistente os convendría más para andar por estos caminos.
—Es una vara sagrada de curación —contestó el clérigo con gravedad—. Uno de nuestros hermanos está sumamente enfermo y morirá si no recibe el bendito efecto de esa sagrada reliquia.