—¿Curación? —Sturm arqueó las cejas—. Una vara sagrada de curación debe tener un extraordinario valor. ¿Cómo es que habéis perdido un objeto tan raro y valioso?
—¡No lo hemos perdido! —contestó el clérigo, furioso. Tanis observó que el hombre apretaba sus enfundados puños con rabia —. Le fue robada a nuestra sagrada orden. Seguimos al inmundo ladrón hasta un poblado bárbaro en las Llanuras y allí le perdimos la pista. De todas formas, corren rumores sobre extraños sucesos acaecidos en Solace y hacia allí nos dirigimos —señaló la parte trasera de la carreta—. Para nosotros este viaje sombrío, comparado con el dolor y la agonía que sufre nuestro hermano, no es sino un pequeño sacrificio.
—Me temo que no puedo ayud... —comenzó a decir Sturm.
—¡Yo puedo ayudaros! —gritó Goldmoon. Tanis intentó sujetarla, pero era demasiado tarde; se había levantado y se dirigía decidida hacia el camino, apartando a un lado las ramas de los árboles y las zarzas. Riverwind se puso en pie y la siguió a través de los arbustos.
—¡Goldmoon! —Tanis arriesgó un agudo susurro.
—¡Debo saber! —fue todo lo que ella contestó.
Al oír la voz de Goldmoon, los clérigos se miraron unos a otros como a sabiendas, asintiendo con sus cabezas encapuchadas. Tanis presintió el peligro, pero antes de que pudiese decir nada Caramon se puso en pie.
—¡Esos bárbaros no me van a dejar atrás mientras ellos se divierten! —declaró el guerrero surgiendo del seto tras Riverwind.
—¿Os habéis vuelto todos locos? —gruñó Tanis y, agarrando al kender por el cuello de la camisa, lo arrastró de vuelta cuando ya estaba dispuesto a correr alegremente tras Caramon—. Flint, vigila al kender. Raistlin...
—No hay necesidad de que te preocupes por mí, Tanis —susurró el mago—. No tengo ninguna intención de moverme de aquí.
—Bien, es mejor que no te muevas. —Tanis se puso en pie y lentamente se dirigió hacia el camino, sintiendo que le invadía de nuevo aquella «sensación tenebrosa».
8
La búsqueda de la verdad. Respuestas inesperadas.
—Yo puedo ayudaros —repitió Goldmoon. Su voz clara tintineó como una campanilla. La mujer reparó en el rostro de sorpresa de Sturm, y comprendió el aviso de Tanis.
Pero la actitud de Goldmoon no era la de una mujer insensata; ella nunca había sido así. Durante diez años había gobernado su tribu tras la repentina enfermedad de su padre, que había quedado imposibilitado para hablar con claridad y para mover el brazo y la pierna derechos. Ella había guiado a su gente tanto en tiempos de guerra con las tribus vecinas como en tiempos de paz, aunque en varias ocasiones había intentado renunciar al poder. Ahora era consciente de estar haciendo algo peligroso, y además, aunque esos extraños clérigos la llenaban de repugnancia, evidentemente sabían algo sobre la Vara y ella debía averiguarlo.
—Soy la portadora de la Vara de Cristal Azul —dijo Goldmoon acercándose al jefe de los clérigos y levantando la cabeza con orgullo—, pero no la robé; me fue entregada.
Riverwind y Sturm se situaron uno a cada lado de ella y Caramon se colocó detrás, con la mano sobre la empuñadura de la espada y una expresión de impaciencia en el rostro.
—Eso es lo que tú dices —contestó el clérigo con voz suave y burlona. Se quedó mirando con ojos ávidos, oscuros y brillantes la vara lisa y marrón que ella llevaba, y alargó su envuelta mano para arrebatársela. Rápidamente Goldmoon apretó la Vara contra su pecho.
—La Vara fue sacada de un lugar maldito —dijo—. Haré lo que esté en mi mano para ayudar a tu agonizante hermano, pero no se la entregaré ni a ti ni a nadie hasta que esté firmemente convencida de que tenéis derecho a reclamarla.
El clérigo titubeó y miró a sus compañeros. Tanis los vio cómo señalaban nerviosos las extrañas fajas de tela que llevaban atadas alrededor de sus ondeantes túnicas. Las fajas eran curiosamente anchas y tenían unas raras protuberancias en la parte inferior que evidentemente no estaban hechas para los libros de oraciones. Maldijo de frustración, confiando en que Sturm y Caramon hubieran prestado atención a estos detalles, pero Sturm parecía completamente relajado y Caramon estaba distraído. Tanis, con cautela, levantó el arco y colocó una flecha en la cuerda.
Al final, el clérigo asintió sumisamente con la cabeza, cruzando los brazos bajo las mangas de su túnica.
—Estaremos agradecidos por cualquier ayuda que puedas prestarle a nuestro pobre hermano —dijo con un hilo de voz—. y después, espero que tú y tus compañeros queráis acompañarnos de regreso a Haven. Te prometo que os convenceréis de que la Vara ha caído en vuestras manos por equivocación.
—Iremos donde consideremos oportuno, hermano —gruñó Caramon.
—¡Qué loco! —pensó Tanis; dudó en gritar y avisarlos, pero decidió quedarse callado por si no se cumplían sus sospechas.
La pertinaz lluvia había cesado, las ropas de los compañeros estaban empapadas, pero no era momento de pararse a pensar en ello. Goldmoon y el jefe de los encapuchados se dirigieron hacia la carreta seguidos de Riverwind. Sturm y Caramon se quedaron donde estaban, observando con interés. Cuando Goldmoon y el clérigo alcanzaron la parte trasera de la carreta, él la agarró por el brazo dirigiéndola hacia el carro, pero ella se apartó, acercándose por sí misma. El clérigo bajó la cabeza humildemente y levantó la tela que cubría la parte posterior de la carreta. Goldmoon se asomó al interior sosteniendo la Vara entre sus manos.
De pronto se originó una gran confusión. Se escuchó un grito. El clérigo se llevó un cuerno a los labios y se oyó un sonido largo y quejumbroso.
—¡Caramon! ¡Sturm! —chilló Tanis levantando el arco—. Es una tramp...
Algo muy pesado cayó sobre el semielfo derribándolo al suelo. Unas manos fuertes buscaron su garganta y empujaron su cara contra el barro y las hojas mojadas. Los dedos encontraron lo que buscaban y comenzaron a apretar. Tanis intentó respirar, pero su nariz y su boca estaban llenas de lodo, por lo que, casi sin respiración, tiró frenéticamente de las manos que intentaban estrujarle el gaznate, pero el apretón era increíblemente fuerte y Tanis sintió que perdía la conciencia. Cuando tensaba sus músculos para un desesperado intento final escuchó un grito ronco y un sonido de huesos rotos. La presión fue cediendo y alguien le quitó de encima aquel pesado cuerpo.
Tanis consiguió ponerse de rodillas y, jadeando dolorosamente, fue recuperando la respiración. Después de limpiar de barro su rostro, levantó la mirada y vio a Flint con un leño en la mano, mirando fijamente el cuerpo que yacía a sus pies.
El semielfo se sobrecogió horrorizado. Aquel cuerpo no era el de un hombre; de la espalda salían unas alas coriáceas y tenía la piel escamosa de un reptil; las largas manos y los pies acababan en garras, pero, al igual que los hombres, caminaba sobre los pies. La criatura llevaba una extraña armadura que le permitía utilizar las alas. No obstante, fue el rostro de aquel ser lo que le había estremecido; era un rostro nunca visto ni en la más terrible de las pesadillas.
Las criaturas que habían aterrorizado a los compañeros eran draconianos, raza menor de dragones aparecida tras el Cataclismo y cuya existencia era desconocida en Krynn. Estos seres eran servidores de los dragones y, como ellos, eran astutos, inteligentes y malignos. ¿Qué podía significar la aparición de estos seres? ¿Quizá el retorno de los dragones a Krynn? ...
Todo resultaba muy sospechoso y en el ambiente flotaba un presagio de malos augurios.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Raistlin arrastrándose hacia Tanis —. ¿Qué es esta extraña criatura?
Antes de que Tanis pudiese contestarle, vio un resplandor de luz azulado y oyó que Goldmoon gritaba.
Mientras Tanis era agredido, Goldmoon había mirado en el interior de la carreta y se preguntaba qué terrible enfermedad podía transformar la piel de un hombre en escamas. Se había adelantado para tocar a aquel desgraciado clérigo con su vara, pero, en ese preciso momento, la criatura había saltado hacia ella intentando arrebatársela con su garruda mano. Goldmoon retrocedió, pero la criatura era rápida y clavó sus garras en la Vara.