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—Shhhh, ¡Tas! ¿Y los bárbaros?

—Estamos aquí —le respondió secamente Riverwind—. Desarmados.

—Todos estamos desarmados —afirmó Tanis —. Aunque no creo que un arma nos fuera de mucha ayuda en esta maldita oscuridad.

—No, no todos estamos desarmados... —susurró Goldmoon en voz baja—. Me han permitido conservar la Vara.

—Y ésa sí que es un arma formidable, hija de Que-shu —dijo una voz profunda—. Un arma para hacer el bien, para combatir la enfermedad y el mal —el tono de la voz era triste—, y que ahora deberá ser utilizada para combatir a las demoníacas criaturas que desean encontrarla y hacerla desaparecer de esta tierra.

11

El Señor del Bosque. Un pacífico interludio.

—¿Quién eres? —gritó Tanis —. ¡Sal y muéstrate!

—No te haremos daño —dijo Caramon en tono persuasivo.

—Por supuesto que no me haréis daño —respondió la profunda voz—. No tenéis armas, os las devolveré cuando lo considere oportuno. Nadie entra armado en el Bosque Oscuro, ni siquiera un Caballero de Solamnia. No temas, noble caballero, sé que tu espada es antigua y valiosa, la guardaré cuidadosamente. Perdonad esta aparente falta de confianza, pero incluso el gran Huma tuvo que dejar ante mis pies la lanza llamada Dragonlance.

—¡Huma! —exclamó Sturm—. ¿Quién sois?

—Soy el Señor del Bosque.

La oscuridad desapareció y, cuando miraron ante ellos, les invadió un sentimiento de respeto, relajante como una brisa primaveral. Solinari relucía esplendorosamente tras el pico de un peñasco. Sobre él se alzaba un unicornio de mirada serena e inteligente. Los ojos le centelleaban con infinita sabiduría.

La belleza del unicornio era conmovedora. Goldmoon sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y, ante la radiante magnificencia del animal, se vio obligada a cerrarlos. La piel del unicornio era plateada como la luna, el cuerno una perla reluciente, sus crines como espuma de mar. La cabeza parecía esculpida en brillante mármol, aunque ninguna mano humana o de enano hubiese sido capaz de captar la gracia y elegancia que emanaban de los finos pliegues del poderoso cuello o del musculoso pecho. Sus patas eran firmes aunque delicadas y las pezuñas, pequeñas y hendidas como las de una cabra. Tiempo después, cuando Goldmoon caminara por caminos tenebrosos y su corazón palideciera de tristeza y desesperación, sólo tendría que cerrar los ojos y recordar al unicornio para sentirse reconfortada.

El unicornio movió la cabeza arriba y abajo, saludándolos con solemnidad, y los compañeros, sintiéndose torpes y desgarbados, le devolvieron el saludo. El animal descendió del peñasco galopando hacia ellos.

Tanis, que sentía como si acabaran de liberarlo de un hechizo, miró a su alrededor. La intensa luz plateada proyectaba idílicos reflejos. Se hallaban rodeados de árboles tan altos que parecían gigantescos y bondadosos guardianes. El semielfo era consciente de que aquel lugar emanaba una profunda sensación de paz y serenidad, pero también una extraña tristeza. A pesar de haber anochecido ya, el clima era benigno y las fragancias del bosque inundaban el ambiente.

—Descansad —dijo el Señor del Bosque cuando llegó ante ellos—. Estáis hambrientos y cansados, os traerán comida; y agua para que os refresquéis. Esta noche podéis olvidar vuestros temores y vuestra desconfianza. Si hay algún lugar en la tierra donde exista seguridad, aquí es.

Caramon, con los ojos centelleantes tras oír la palabra «comida», ayudó a su hermano a sentarse en el suelo. Raistlin se recostó sobre la hierba, apoyando la cabeza sobre el tronco de un árbol. A la luz de la luna, su rostro adquiría una palidez mortecina, pero su respiración era tranquila y no parecía enfermo sino terriblemente cansado. Su hermano se sentó junto a él, suspirando y mirando a su alrededor en busca de comida.

—Lo más probable es que nos traigan fresas —le dijo apesadumbrado a Tanis —. Me muero por un poco de carne: una pierna de venado asada, un jugoso pedazo de conejo...

—Shhhh —Sturm lo reprendió en voz baja, mirando al Señor del Bosque—. ¡Antes te asarán a ti!

Varios centauros salieron del bosque llevando una tela blanca y limpia que extendieron sobre la hierba. Otros, colocaron sobre la tela unos globos de cristal transparente que iluminaron el bosque.

Tasslehoff observó las luces con curiosidad.

—¡Son luciérnagas!

Los globos contenían cientos de pequeñas luciérnagas que trepaban arriba y abajo del cristal, evidentemente satisfechas de poder explorar el terreno.

Luego los centauros trajeron otras telas, asimismo blancas y limpias, para que se lavaran la cara y las manos. El agua les refrescó el cuerpo y la mente, borrando las huellas de la batalla. Otro grupo de centauros trajo unas sillas que Caramon observó con escepticismo. Estaban construidas de una sola pieza de madera y tenían una forma curvada. Parecían cómodas pero... tenían una sola pata.

—Por favor, sentaos —dijo graciosamente el Señor del Bosque.

—¡En esto no me puedo sentar! —protestó el guerrero—. Me caería al suelo. Además, el mantel está sobre la hierba, me sentaré junto a él.

—Cerca de la comida —murmuró Flint bajo la barba.

Los demás miraron con inquietud las sillas, los extraños globos de luz y los centauros. No obstante, Goldmoon sabía cómo debían comportarse unos invitados. A pesar de que los extranjeros consideraban a su gente unos bárbaros, en su tribu se seguían unas estrictas normas de educación que se cumplían severamente. Goldmoon sabía que hacer esperar al anfitrión era un insulto hacia él y hacia su generosidad. Se sentó con gracia principesca y la silla de una pata se movió ligeramente, ajustándose a su altura y adaptándose a su cuerpo.

—Siéntate a mi derecha, guerrero —dijo con formalidad, consciente de que había muchas miradas puestas en ellos. El rostro de Riverwind no mostró emoción alguna, a pesar de que resultaba bastante cómico ver cómo trataba de doblar su inmenso cuerpo para sentarse en una silla de apariencia tan frágil. Una vez sentado se recostó cómodamente, esbozando una sonrisa de incrédula aprobación.

—Os agradezco a todos que hayáis esperado a que me sentara —dijo Goldmoon rápidamente, intentando disimular las dudas del resto—. Ahora os podéis sentar.

—Oh, no te preocupes —comenzó a decir Caramon cruzando los brazos sobre el pecho—, no estaba esperando, no pienso sentarme sobre estas extrañas sillas... —El codo de Sturm le golpeó agudamente en las costillas.

—Graciosa señora —Sturm saludó y se sentó con caballerosa dignidad.

—Bien, si él puede hacerlo, también yo —murmuró Caramon apresurándose, pues los centauros ya se aproximaban con la comida. Primero ayudó a su hermano y luego se sentó con cautela, asegurándose de que la silla soportara su peso.

Cuatro centauros se situaron en las esquinas del inmenso mantel extendido sobre el suelo, alzaron la tela hasta la altura de una mesa y la soltaron. El mantel se sostuvo flotando en el aire; la delicada superficie bordada se había vuelto tan dura y rígida como cualquiera de las sólidas mesas de El Último Hogar.

—¡Qué maravilla! ¿Cómo lo han hecho? —gritó Tasslehoff mirando debajo del mantel— ¡No hay nada debajo! " —informó con los ojos abiertos de par en par. Todos rieron ruidosamente, incluso el Señor del Bosque sonrió.

Se acercaron otros centauros con unos platos de madera barnizada, espléndidamente labrados; a cada invitado le fue entregado un cuchillo tallado en asta de venado. Acercaron unas bandejas llenas de humeante carne asada y el aire se inundó de un apetitoso aroma. Bajo la suave luz de las lámparas vieron que también traían rebanadas de pan e inmensos cuencos llenos de fruta.

Caramon, sintiéndose seguro sobre la silla, se frotó las manos y, sonriendo, agarró el cuchillo.

—¡Ahhhh! —suspiró agradecido cuando uno de los centauros le acercó una bandeja llena de carne. El guerrero clavó en ella su cuchillo, olfateando, cautivado por el aroma y el jugo que brotaban de la carne. De pronto se dio cuenta de que todos se hallaban observándolo y miró a su alrededor.