Tas bostezó.
—No —murmuró, parpadeando inquieto, pellizcándose para mantenerse despierto.
—Descansa ahora, pequeño kender —le dijo sonriendo el pegaso—. Los mortales no estáis hechos para volar, este sueño es para protegeros, no queremos que sintáis pánico y os caigáis.
—No, no lo haré. —Su cabeza cayó hacia delante. El cuello del pegaso era cálido y confortable y su piel fresca y suave—. No tendré miedo —susurró medio dormido—. Nunca tengo pánico...
Y se durmió.
El semielfo se despertó sobresaltado, estaba tendido sobre una verde pradera y el mayor de los pegasos se hallaba frente a él, mirando hacia el este fijamente. Tanis se incorporó.
—¿Dónde estamos? Esto no es una ciudad. —Miró a su alrededor—. ¿Por qué nos hemos...? ¡Aún no hemos cruzado las montañas!
—Lo siento —el pegaso se volvió hacia él—. No pudimos llevaros hasta las Montañas de la Muralla del Este, algo extraño está sucediendo allí. El aire está impregnado de .. oscuridad, una indescriptible oscuridad que nunca antes había yo sentido... —Se detuvo, bajó la cabeza y pateó el suelo, inquieto—. No me atrevo a viajar más allá.
—¿Dónde estamos ahora? —repitió el semielfo aturdido—. ¿Y dónde están los demás pegasos?
—Ya se han marchado, yo me quedé para velar vuestro sueño. Ahora que has despertado, también yo debo regresar —el pegaso miró a Tanis severamente—. No sé qué es lo que ha provocado esa calamidad; confío que no sea cosa tuya y de tus compañeros.
Desplegó sus inmensas alas.
—¡Espera! —Tanis se puso en pie —. ¿Cómo llegaremos...?
El pegaso comenzó a volar, trazó dos círculos sobre el grupo y después ascendió velozmente hacia el oeste.
—¿A qué calamidad se habrá referido?
Suspiró y miró a su alrededor, sus compañeros dormían a pierna suelta estirados sobre el suelo. Examinó el horizonte, intentando orientarse, y se dio cuenta de que estaba casi amaneciendo, la luz del sol comenzaba a iluminar el este. No hacía frío, aunque las hojas de las plantas aparecían salpicadas de rocío. Se hallaban en una pradera llana en la que no podía verse ningún árbol; todo lo que podía divisar eran ondulados campos de hierba muy crecida.
Reflexionando sobre lo que había dicho el pegaso acerca de que en el este estaba sucediendo algo extraño, Tanis se sentó para contemplar el amanecer y esperar a que sus amigos despertasen. No le preocupaba demasiado saber dónde estaban, pues suponía que Riverwind conocería esas tierras hasta la última brizna de hierba. Por tanto se estiró sobre el suelo sintiéndose, tras aquel extraño sueño, más relajado de lo que se había sentido en noches anteriores.
De pronto se incorporó, su sensación de calma desapareció y sintió como si una mano invisible le oprimiese la garganta. A lo lejos, serpenteando hacia el cielo en busca del brillante sol matutino, se veían tres espesas y retorcidas columnas de humo negro. Poniéndose en pie, Tanis corrió hacia Riverwind y le sacudió ligeramente, intentando despertarlo sin alertar a Goldmoon.
—Shhh —susurró el semielfo, llevándose el dedo a los labios y señalando con la cabeza a la mujer dormida. Riverwind parpadeó, y al ver la expresión preocupada de Tanis se despertó al instante. Poniéndose en pie cuidadosamente, se apartó unos metros; Tanis lo siguió.
—¿Qué ha sucedido? —susurró —. Estamos en las Llanuras de Abanasinia, a medio día de viaje de las montañas de la Muralla del Este. Mi poblado queda en esa dirección...
Se quedó callado mientras Tanis señalaba en silencio. Al ver el humo ondulante que subía hacia el cielo, Riverwind dio un grito bajo y desgarrado. Goldmoon se despertó bruscamente e, incorporándose, miró al bárbaro medio dormida. Dándose cuenta de que algo ocurría, miró hacia donde él miraba.
—No —gimió—. ¡No! —gritó de nuevo. Levantándose rápidamente, comenzó a reunir sus fardos. Los otros, al oír su grito, despertaron.
—¿Qué sucede? —Caramon se puso en pie de un brinco.
—Su poblado —dijo Tanis en voz baja señalando con la mano—. Está ardiendo. Por lo que se ve, los ejércitos se están moviendo más rápido de lo que pensábamos.
—No lo creo —dijo Raistlin—. Recuerda, los draconianos mencionaron que habían seguido la pista de la Vara hasta un poblado de las Llanuras.
—Mis gentes —murmuro Goldmoon sintiéndose desfallecer y lanzándose a los brazos de Riverwind sin dejar de mirar fijamente el humo —. Mi padre...
—Será mejor que nos movamos —Caramon miró inquieto a su alrededor.
—Sí —añadió Tanis —. Definitivamente tenemos que salir de aquí. ¿Pero adónde vamos a ir? —le preguntó a Riverwind.
—A Que-shu —el tono de Goldmoon no admitía réplica—. Nos queda de camino, las montañas de la Muralla del Este están justo detrás —dijo mientras echaba a andar.
Tanis miró a Riverwind.
—¡Marulina! —le gritó el bárbaro. Corrió hacia ella y la sujetó por el brazo—. ¡Nikh pat-takh merilar! —le dijo severamente.
Ella le miró con sus ojos azules, que ahora relucían tan fríos como el cielo matutino.
—No, voy a ir a nuestro pueblo. Si algo ha ocurrido, la culpa es nuestra. No me importa que pueda haber miles de monstruos esperándonos, moriré con nuestra gente como es mi deber.
La voz le falló. Tanis la observó y sintió que el corazón se le partía de tristeza.
Riverwind la rodeó con el brazo y juntos comenzaron a caminar hacia el sol naciente.
Caramon carraspeó aclarándose la garganta.
—Yo sí espero encontrar a miles de esos seres —murmuró mientras recogía sus fardos y los de su hermano—. ¡Eh! —dijo sorprendido mirando el interior del paquete que llevaba—. ¡Están llenos! Hay provisiones para varias jornadas. ¡Y mi espada vuelve a estar en su vaina!
—Por lo menos no tendremos que preocupamos por ello —dijo Tanis con seriedad—. ¿Estás bien, Sturm?
—Sí, me siento mucho mejor después de haber dormido.
—Bien, entonces partamos. Flint, ¿dónde está Tas? —Al volverse, Tanis casi cayó sobre el kender, que estaba justo detrás suyo.
—Pobre Goldmoon —dijo Tasslehoff en voz baja.
Tanis le dio unos golpecillos en el hombro.
—Quizás no sea tan terrible como imaginamos. Tal vez los guerreros acabaron con ellos y esos fuegos sean de victoria.
Tasslehoff suspiró y miró al semielfo con sus ojos castaños abiertos de par en par.
—Eres un gran embustero, Tanis.
Tenía el presentimiento de que el día iba a resultar muy largo.
Y así fue, la suave temperatura les permitió caminar incansablemente toda la jornada, concediéndose tan sólo un breve descanso para comer algo de las exquisitas provisiones que les habían proporcionado los pegasos.
Por fin llegaron a Que-Shu... El crepúsculo se aproximaba con una apagada puesta de sol. En el oeste, saetas ocres y amarillas listaban el cielo, disolviéndose en la oscura noche. Los compañeros se hallaban acurrucados alrededor de un fuego que no calentaba, ya que en todo Krynn, no había llama capaz de fundir el hielo de sus almas. Estaban en silencio, mirando fijamente el fuego, intentando encontrarle algún sentido a lo que habían visto, ya que todo parecía estar rodeado del absurdo más absoluto.
A lo largo de toda su vida, Tanis, había pasado por muchos momentos terribles pero, en el futuro, recordaría siempre a la ciudad asolada de Que-shu como símbolo de los horrores de la guerra.
Sólo podía recordar imágenes fugaces, pues su mente se negaba a evocar la terrorífica imagen total. Aunque parezca extraño, recordaba las piedras fundidas de Que-shu, las recordaba nítidamente, pero sólo en sueños recordaba los cadáveres, atezados y retorcidos, tendidos sobre las humeantes piedras.
Las grandes murallas, los inmensos templos, los espaciosos edificios de piedra con patios y estatuas de roca, el amplio estadio..., todo se había derretido como lo haría la manteca en un caluroso día de verano. La roca aún humeaba, a pesar de que el pueblo parecía haber sido atacado, como mínimo, el día anterior. Era como si una llamarada blanca, seca y ardiente hubiese devorado todo el pueblo. ¿Pero qué tipo de fuego existía en Krynn, capaz de fundir las piedras?