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Cerró los ojos mientras acariciaba ausentemente el cabello de Goldmoon. Tanis calló. Mientras tanto el bárbaro intentó dormir. Moviéndose en silencio, se sentó bajo un árbol y miró a su alrededor, pensando que no debía olvidarse de preguntarle a Tasslehoff si disponía de un mapa de la zona.

Como era de esperar el kender sí tenía un mapa, aunque no fue de gran ayuda pues era anterior al Cataclismo; el Nuevo Mar no figuraba en él, ya que había aparecido después de que la tierra se resquebrajase y las aguas del océano Turbado rellenasen la grieta. No obstante, el mapa señalaba que Xak Tsaroth estaba a corta distancia del camino llamado Salvia del Este. Si el territorio que tenían que recorrer no se hallaba en muy mal estado, llegarían a la ciudad antes de anochecer.

El desayuno fue triste; los compañeros tuvieron que hacer un esfuerzo por comer, pues nadie tenía apetito. Raistlin preparó sobre el pequeño fuego sus hierbas de pestilente olor, sin apartar sus extraños ojos de la Vara de Goldmoon.

—Qué valiosa se ha vuelto —comentó en voz baja el mago—, después de tanta sangre inocente derramada.

—¿Tanto vale? ¿Vale tanto como las vidas de mi gente? —preguntó Goldmoon mirando con pesar la indescriptible vara de color marrón.

La muchacha parecía haber envejecido durante la noche; bajo sus ojos se habían formado unos círculos grises que tiznaban su piel.

Ninguno de los compañeros contestó, todos miraron hacia otro lado y se creó un silencio embarazoso. Levantándose bruscamente, Riverwind comenzó a andar majestuosamente hacia el bosque. Tras alzar la mirada y observarlo, Goldmoon hundió la cabeza entre sus manos y comenzó a sollozar silenciosamente.

—Se siente culpable y yo no le estoy ayudando, no fue culpa suya.

—No fue culpa de nadie —dijo Tanis lentamente, acercándose a ella. Posando sus manos sobre los hombros de la mujer, le acarició suavemente los arracimados músculos del cuello—. Nosotros no podemos comprenderlo, debemos seguir adelante y confiar en encontrar la respuesta en Xak Tsaroth.

Ella asintió, se secó los ojos y respiró hondamente. —Tienes razón. Mi padre se sentiría avergonzado de mí. Debo recordar que... soy la princesa de los Que-shu.

—No, tú eres la reina. —La voz profunda de Riverwind sonó detrás de ella, desde las sombras de los árboles.

Goldmoon dio un respingo. Poniéndose en pie, miró a Riverwind con los ojos abiertos de par en par.

—Quizás lo sea —titubeó—, pero no significa nada. Nuestra gente ha muerto...

—He visto huellas —contestó Riverwind—. Algunos consiguieron escapar y seguramente habrán huido a las montañas. Regresarán, y tú serás quien los gobierne.

—Nuestra gente... ¡Aún con vida! —el rostro de Goldmoon se iluminó.

—No muchos, tal vez ya no quede ninguno, depende de cuantos draconianos los siguieran a las montañas —Riverwind se encogió de hombros—. Pero, no obstante, tú eres ahora su reina —el tono de su voz se volvió amargo—, y yo seré el esposo de la reina.

Goldmoon se sintió como si la hubiese golpeado. Parpadeando, negó con la cabeza.

—No, Riverwind. Yo... nosotros, hemos hablado...

—¿Hemos hablado? —la interrumpió él—. Ayer noche medité sobre ello, he estado lejos muchos años, mis pensamientos estaban contigo... como mujer. No me daba cuenta... —Tragó saliva y después respiró hondamente—. Cuando partí, dejé a Goldmoon y al regresar me encontré con la Princesa.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —gritó Goldmoon enojada—. Mi padre no estaba bien, tenía que gobernar yo o Loreman hubiera tomado el mando. ¿Sabes lo que es ser princesa? Preguntarte en cada comida si ese bocado estará envenenado, luchar cada día para que haya dinero en el tesoro y poder así pagar a los soldados e impedir que Loreman los tomara a su cargo, comportarme en todo momento como la princesa, mientras mi padre mascullaba y babeaba —su rostro se inundó de lágrimas.

Riverwind la escuchó con expresión seria e inamovible. Sin mirarla, dijo fríamente:

—Deberíamos ponemos en marcha, casi está amaneciendo.

Los compañeros habían viajado tan sólo unas pocas millas por el viejo camino cuando éste desembocó en un pantano. Ya habían notado que el suelo se estaba volviendo más esponjoso y que los árboles de los bosques del cañón, altos y firmes, eran ahora más pequeños y retorcidos. El sol había desaparecido a causa de la miasma y el aire era denso y difícil de respirar. Raistlin comenzó a toser y se cubrió la boca con un viejo pañuelo. Intentaron caminar sobre las quebradas rocas del viejo camino, evitando aquel suelo húmedo y cenagoso.

Flint caminaba delante de Tasslehoff cuando, de pronto, el enano, pegando un alarido, comenzó a desaparecer en el barro. Sólo asomaba su cabeza.

—¡Socorro! ¡El enano! —gritó Tas. Los demás se acercaron corriendo.

—¡Me está chupando hacia abajo! —Flint, aterrorizado, se agitaba en el negro y escurridizo barro.

—No te muevas —le aconsejó Riverwind—. Has caído en un estuario. ¡No os acerquéis a él! —dijo Sturm, que se había adelantado para ayudarlo—. Moriríais. Conseguid una rama.

Caramon agarró un arbolillo joven y, gruñendo y respirando pesadamente, tiró de él. Cuando el inmenso guerrero estiró con fuerza para arrancarlo, se oyó el chasqueo y crujido de las raíces. Riverwind se tendió sobre el suelo y le alargó la rama a Flint, a quien el viscoso barro ya le llegaba a la nariz. El enano se agitó desesperadamente y al final consiguió agarrarse al arbolillo. El guerrero sacó el árbol del restañadero con el enano colgando de él.

—¡Tanis!

El kender dio un codazo al semielfo, señalando algo. Una serpiente tan grande como el brazo de Caramon se deslizaba por la ciénaga, en dirección al lugar donde había estado forcejeando el enano.

—No podemos caminar por aquí —dijo Tanis señalando la ciénaga—. Quizá deberíamos dar la vuelta.

—No tenemos tiempo —susurró Raistlin, sus ojos de reloj de arena centelleaban.

—Y no hay otro camino —afirmó Riverwind. Su voz sonaba extraña—. Podríamos pasar por... Conozco un sendero.

—¿Qué? —Tanis se volvió hacia él—. Pensé que habías dicho...

—He estado aquí —dijo el bárbaro con voz ahogada—. No puedo recordar cuándo, pero he estado. Conozco el camino para cruzar la ciénaga, desemboca en... —se pasó la lengua por los labios.

—¿Desemboca en la destruida ciudad del mal? —preguntó Tanis con dureza al ver que el bárbaro no terminaba la frase.

—¡Xak Tsaroth! —siseó Raistlin.

—Por supuesto —dijo Tanis lentamente—. Es bastante lógico; ¿dónde iríamos a buscar respuestas sobre la Vara, sino al lugar donde ésta le fue entregada?

—¡Debemos partir ahora mismo! —exclamó Raistlin con insistencia—. ¡Debemos llegar allí antes de la medianoche!

El bárbaro los guió, tanteando para encontrar tierra firme entre las oscuras y pantanosas aguas. Les hizo caminar uno detrás de otro, alejándose cada vez más del camino e internándose más y más en la ciénaga. Asomando en la superficie de las aguas había unos árboles que él llamaba «garras de hierro», cuyas raíces sobresalían retorciéndose sobre el barro. De sus ramas pendían enredaderas que marcaban el desdibujado camino. La niebla iba cerniéndose sobre ellos, por lo que no podían ver nada y tenían que caminar muy despacio. Un solo movimiento en falso y hubiesen caído en el pestilente cenagal que se extendía a su alrededor, espeso y estanco.

De pronto el sendero terminó abruptamente, quedando sólo agua lodosa y oscura.

—¿Y ahora qué? —preguntó Caramon preocupado.

—Esto —dijo Riverwind señalando. De uno de los árboles pendía un tosco puente hecho de enredaderas retorcidas como cuerdas, que cruzaba sobre el agua como una tela de araña.