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—¿Cómo suelo encontrarme? Ayúdame a levantarme. Así. Ahora déjame en paz un rato. —Se apoyó contra un árbol estremeciéndose, pero sosteniéndose en pie.

—Está bien, Raistlin —respondió dolido Caramon, retirándose. Goldmoon observó enojada al mago, no sólo recordando la congoja que había sentido Caramon cuando su hermano había estado a punto de morir, sino también porque, después de sus propios esfuerzos por curarle, Raistlin no se había dignado pronunciar ni una sola palabra de agradecimiento. Goldmoon se dio la vuelta dispuesta a buscar a los demás, intentando ver a través del espeso humo.

Tanis apareció primero, corriendo a tal velocidad que se abalanzó sobre Caramon. El guerrero lo recogió en sus inmensos brazos, frenando el impulso que llevaba el semielfo y ayudándolo a mantenerse sobre sus pies.

—Gracias —jadeó Tanis doblándose hacia adelante con las manos sobre las rodillas para recuperar la respiración—. ¿Dónde están los demás?

—¿No estaban contigo?

—Nos separamos —Tanis tragaba grandes bocanadas de aire mezcladas con humo, que al llegar a sus pulmones, le hacían toser.

—¡Su Torakh! —interrumpió Goldmoon en tono de asombro. Tanis y Caramon se giraron asombrados. Vieron una grotesca imagen saliendo de la serpenteante humareda. Una cabeza de dragón, de azulada lengua bífida, se abalanzaba sobre ellos. Tanis parpadeó incrédulo y, entonces, escuchó detrás suyo un sonido que casi le hizo trepar a un árbol a causa del terror que le produjo. Se giró con el corazón encogido y la espada en la mano. Raistlin se estaba riendo. Tanis nunca había oído reír al mago —ni siquiera cuando éste era niño— y esperaba no volver a oírlo nunca más. Era una risa extraña, burlona y estridente. Caramon y Goldmoon contemplaban atónitos al hechicero; al final, el sonido de aquella risa se fue apagando, y el mago siguió riendo en silencio. En sus dorados ojos se reflejaba el resplandor de las llamas del campamento de draconianos.

Tanis se estremeció y volvió a girarse, descubriendo que Sturm y Riverwind eran los que transportaban la cabeza del dragón. Flint corría delante de ellos ataviado con un casco de draconiano. Tanis corrió hacia ellos.

—¿Qué diablos...?

—El kender está ahí dentro atascado —dijo Sturm. Respirando con dificultad, él y Riverwind dejaron la cabeza en el suelo—. Hemos de sacarle de ahí —Sturm miró a Raistlin con cautela, pues el mago seguía riendo—. ¿Qué le ocurre? ¿Aún le dura el efecto del veneno?

—No, está mejor —contestó Tanis, al tiempo que examinaba la cabeza de dragón.

—¡Qué pena! —murmuró el caballero arrodillándose al lado del semielfo.

—Tas, ¿estás bien? —le gritó Tanis abriendo la inmensa boca del dragón para poder mirarlo por dentro.

—¡Creo que Sturm me ha cortado la coleta!

—Tienes suerte de que no te haya cortado la cabeza —resopló Flint.

—¿Qué es lo que le sujeta? —Riverwind se agachó para mirar por la boca del dragón.

—No estoy seguro —dijo Tanis —. No puedo ver en medio de esta maldita humareda. —Se puso en pie suspirando de frustración—. ¡Tenemos que largamos de aquí! Los draconianos pronto se habrán reorganizado. Caramon, acércate. Intenta rasgarlo por este extremo.

El guerrero se aproximó a la cabeza del dragón y la sujetó por las cuencas de los ojos. Entornando los párpados, respiró profundamente y, tras un gruñido, comenzó a tirar. Durante un minuto no pasó nada. Tanis observaba las protuberancias de los brazos del guerrero, viendo cómo sus músculos se tensaban por el esfuerzo y la sangre le subía al rostro. De pronto se escuchó el sonido crujiente de madera desgarrada. El extremo de la cabeza del dragón cedió y Caramon cayó hacia atrás, soltando la mitad superior de la cabeza.

Tanis se acercó y, agarrando a Tas por una mano, le ayudó a salir.

—¿Estás bien? —le preguntó. El kender se tambaleaba pero su sonrisa era tan amplia como de costumbre.

—Estoy perfectamente. Sólo un poco chamuscado —de pronto su expresión se ensombreció—. Tanis —dijo arrugando el rostro con preocupación y tocándose su larga coleta—: ¿Y mi cabello?

—Está todo en su sitio.

Tas suspiró aliviado y comenzó a hablar:

—Tanis, ha sido tan maravilloso, volar así, la expresión del rostro de Caramon....

—La explicación tendrá que esperar. Tenemos que marchamos de aquí. Caramon, ¿crees que tú y tu hermano podréis continuar?

—Sí, vamos.

Raistlin comenzó a caminar, aceptando la ayuda de su hermano. El mago miró atrás, hacia la cabeza partida del dragón, agitando los hombros en silencio y riendo siniestramente.

15

La fuga. El pozo. La muerte de negras alas.

El humo del incendio del campamento de draconianos flotaba aún sobre el terreno sombrío y cenagoso, evitando que el grupo pudiese ser descubierto por aquellas extrañas y demoníacas criaturas. El humo fluctuaba fantasmagóricamente por los pantanos, envolviendo a Solinari y oscureciendo las estrellas. Los compañeros no se arriesgaron a encender luz alguna —ni siquiera la del bastón de Raistlin—, ya que aún podían oír el sonido de los cuernos de los draconianos intentando restablecer el orden.

Riverwind los guiaba, pues aunque Tanis siempre se había sentido orgulloso de su habilidad para orientarse en los bosques, aquella oscura niebla cenagosa le había hecho perder por completo el sentido de la orientación. Con una rápida mirada a las estrellas, en un momento en que el humo se despejó, supo que estaban caminando en dirección norte.

No habían ido muy lejos cuando Riverwind comenzó a hundirse en el fango hasta las rodillas. Tanis y Caramon consiguieron sacarle del agua y Tasslehoff tomó el primer lugar, tanteando el suelo con su vara jupak, que se hundía a cada paso.

—No nos queda otra salida, tendremos que vadear —dijo Riverwind con sequedad.

Tomando un sendero en el que el agua parecía menos profunda, los amigos dejaron la tierra firme y se metieron en el lodo. Al principio sólo les llegaba hasta el tobillo, luego hasta las rodillas y al poco rato se hundieron todavía más; Tanis se vio obligado a llevar a Tasslehoff, quien, agarrado a su cuello, no dejaba de reír. Flint se negó rotundamente a aceptar cualquier propuesta de ayuda, incluso cuando el lodo le llegó a la punta de la barba. Momentos después, desapareció. Caramon, que iba tras él, lo pescó del agua y se lo echó al hombro como si se tratase de un saco mojado; el enano estaba tan cansado y asustado que ni siquiera refunfuñó. Raistlin se arrastraba por el agua entre toses. Enfermo y agotado todavía, a causa del veneno, el mago se desplomó finalmente. Sujetándole, Sturm lo arrastró por el cenagal.

Después de avanzar con torpeza por aquellas heladas aguas, alcanzaron tierra firme y se tomaron un pequeño descanso.

Comenzó a soplar un cortante viento del norte, los árboles comenzaron a crujir y a gemir, y sus ramas se doblaban. El viento hizo que la niebla se disipase, formando alargados jirones. Raistlin, tendido sobre la hierba, miró hacia el cielo y, conteniendo la respiración, se incorporó alarmado.

—Nubes tormentosas —dijo con voz ahogada, tosiendo y haciendo un esfuerzo para hablar—. Vienen del norte, no tenemos tiempo. ¡No hay tiempo! Debemos llegar a Xak Tsaroth. ¡Rápido! ¡Antes de que se ponga la luna!

Todos miraron al cielo. Por el norte se aproximaba una masa negruzca que devoraba las estrellas. Tanis sintió la misma urgencia que el mago y, aunque también estaba agotado, se puso en pie. Sin decir una sola palabra, los demás lo imitaron y comenzaron a caminar detrás de Riverwind que los guiaba, pero una vez más, encontraron que el camino estaba bloqueado por oscuras aguas pantanosas.

—¡Otra vez no! —gimió Flint.

—No, no tenemos que vadear de nuevo. Venid, mirad —dijo Riverwind llevándolos hasta la orilla. Allí, entre unas ruinas que sobresalían, había un obelisco que, por azar o colocado a propósito, formaba un puente hasta la otra orilla del pantano.