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—Yo iré primero —se ofreció Tas, saltando enérgicamente sobre la alargada piedra—. ¡Eh! Aquí hay algo escrito, parecen runas.

—¡He de verlo! —susurró Raistlin. Corrió hacia el obelisco y formuló con autoridad la palabra Shirak, el cristal del pomo de su bastón se iluminó.

—¡Apresúrate! —gruñó Sturm—. Con esta luz, cualquier ser a veinte millas a la redonda nos puede localizar.

Pero Raistlin no quería apresurarse; sosteniendo la luz sobre las runas, las estudió detenidamente. Tanis y los otros treparon al obelisco reuniéndose con el mago.

El kender se agachó, repasando las runas con su pequeña mano.

—¿Qué dicen, Raistlin? ¿Sabes leerlo? La escritura parece muy antigua.

—Y lo es. Data de antes del Cataclismo. Dice: «La Gran Ciudad de Xak Tsaroth, cuya belleza os rodea, habla de la bondad de sus gentes y de sus generosas hazañas. Que los dioses nos recompensen por la gracia de nuestro hogar».

—¡Qué horrible! —Goldmoon se estremeció al observar las ruinas y la desolación que reinaba a su alrededor.

—Desde luego fueron recompensados por los dioses —dijo Raistlin sonriendo cínicamente. Nadie habló, el mago susurró Dulak, y la luz se apagó. De pronto la noche pareció más negra.

—Debemos continuar. Seguramente habrá más de un monumento derruido que indique lo que en su día fue este lugar.

Cruzaron sobre el obelisco y llegaron a una frondosa espesura. Al principio parecía que no había ningún camino, pero luego Riverwind, afortunadamente, encontró un sendero entre los árboles y las enredaderas. Se agachó para examinarlo y se incorporó con expresión ceñuda.

—¿Draconianos? —preguntó Tanis.

—Sí, hay muchas huellas de pies con garras y todas se dirigen hacia el norte, en dirección a la ciudad.

Bajando el tono, Tanis le preguntó:

—¿Es ésta la ciudad destruida donde te fue entregada la Vara.

—Y donde la muerte tiene negras alas —añadió Riverwind cerrando los ojos y pasándose la mano por la cara.

Después de un suspiro hondo y desgarrado, dijo:

—No lo sé, no puedo recordarlo pero tengo miedo, y no sé por qué.

Tanis posó su mano sobre el brazo de Riverwind.

—Los elfos tienen un dicho: Los únicos que no tienen miedo son los muertos.

De repente Riverwind, para sorpresa de Tanis, tomó sus manos y le dijo:

—Nunca había conocido a un elfo. Mi gente no confía en ellos, pues dicen que a los elfos no les importan ni Krynn ni los humanos. Creo que pueden estar equivocados. Estoy contento de haberte conocido, Tanis de Qualinost, te considero un amigo.

Tanis conocía lo suficiente la tradición de las Llanuras para darse cuenta de que con estas palabras, Riverwind se declaraba dispuesto a sacrificar cualquier cosa, incluso la vida, por él. Para los hombres de las Llanuras, un voto de amistad era una promesa solemne.

—Tú también eres mi amigo Riverwind. Tú y Goldmoon sois amigos míos.

El bárbaro volvió su mirada hacia Goldmoon, que se hallaba cerca de ellos apoyada sobre la Vara con los ojos cerrados y el rostro marcado por el cansancio y el dolor. Al mirarla, la expresión de Riverwind se ablandó. Momentos después, el orgullo hizo que la impenetrable máscara apareciese de nuevo en su rostro.

—Xak Tsaroth no está lejos —dijo con serenidad—. Y estas huellas no son recientes.

Emprendió la marcha a través de la espesura y después de caminar durante un rato, el sendero boreal se convirtió de pronto en un camino de guijarros.

—¡Una calle! —exclamó Tasslehoff.

—¡Las afueras de Xak Tsaroth! —suspiró Raistlin.

—¡Ya era hora! —Flint miró asqueado a su alrededor—. ¡Menudo desorden! ¡Si aquí se halla el don más preciado concedido a hombre alguno, debe estar bien escondido!

Tanis asintió; nunca había visto un lugar tan lúgubre. Caminaron por la amplia calle y llegaron a un patio abierto y pavimentado. En la parte este había cuatro inmensas columnas y un edificio totalmente en ruinas. También había una gran pared circular, hecha de piedra, de cuatro pies de altura. Caramon se acercó a inspeccionarla y anunció que era un pozo.

—¡A ver quién se mete ahí! —dijo encaramándose sobre la pared y mirando hacia el fondo—. Además, huele mal.

Detrás del pozo se alzaba lo que parecía ser el único edificio que había sobrevivido a la destrucción del Cataclismo. Construido en piedra blanca, estaba sostenido por altas y esbeltas columnas. Una inmensa doble puerta dorada relucía a la luz de las lunas. El edificio era bellísimo.

—Este era el templo de los antiguos dioses —dijo Raistlin más para sí mismo que para los demás. Pero Goldmoon, que se encontraba a su lado, escuchó sus palabras.

—¿Un templo? —repitió, contemplando el edificio—. ¡Oh, qué maravilla! —dijo caminando hacia él, extrañamente fascinada.

Tanis y los demás investigaron los alrededores y no encontraron ningún otro edificio intacto. Sobre el suelo yacían columnas acanaladas, y los pedazos que se habían roto continuaban alineados, mostrando su antigua belleza. Había estatuas quebradas, algunas grotescamente mutiladas. Todo lo que encontraron era antiguo, tan antiguo que incluso el enano se sintió joven.

Flint se sentó sobre una de las columnas.

—Bien, aquí estamos —le guiñó un ojo a Raistlin y bostezó—. ¿Y ahora qué, mago?

Los finos labios de Raistlin se abrieron para contestar, pero antes de que pudiese hacerlo, Tasslehoff chilló:

—¡Draconianos!

Todos se giraron, arma en mano. Junto al pozo había un draconiano observándolos.

—¡Detenedlo! —gritó Tanis —. ¡Alertará a los demás!

Pero antes de que nadie pudiera alcanzarlo, el draconiano desplegó las alas y voló hacia el interior del pozo. Raistlin, con sus dorados ojos centelleando a la luz de la luna, corrió hacia el pozo y se encaramó para observar el interior; levantó los brazos como si fuese a formular un encantamiento, pero, tras un segundo de duda, los bajó.

—No puedo. No puedo pensar, no me puedo concentrar. Tengo que descansar.

—Todos estamos cansados —dijo Tanis fatigado—. Si allí abajo hay alguien, ya los habrá alertado. No podemos hacer nada.

—Ha ido a avisar a alguien —susurró Raistlin acurrucándose en su capa y mirando a su alrededor con los ojos abiertos de par en par—. ¿No lo sentís, ninguno de vosotros, ni tú, semielfo?

—¡Yo siento la proximidad del mal y... presiento que vendrá por nosotros! —Se hizo un silencio. Entonces, Tasslehoff se subió a la pared de piedra y miró hacia el fondo.

—¡Mirad! El draconiano flota hacia abajo como una hoja. ¡No bate las alas!

—¡Cállate! —le gritó Tanis.

Tasslehoff, sorprendido, miró al semielfo —la voz de Tanis había sonado forzada y poco natural, miraba hacia el pozo nervioso, retorciéndose las manos. Todo estaba inmóvil, sospechosamente inmóvil. Las nubes tormentosas seguían agrupándose en el norte, pero no soplaba viento. No crujía ni una rama, ni se movía una sola hoja. Solinari y Lunitari proyectaban sombras gemelas que hacían que las cosas, vistas de soslayo, apareciesen distorsionadas e irreales.

Raistlin, lentamente, se apartó del pozo, levantando las manos a la altura del rostro, como si quisiese alejar de sí una terrible amenaza.

—Yo también lo siento —balbuceó Tanis —. ¿De qué se trata?

—Sí, ¿qué es? —Tasslehoff se asomó, mirando ansioso el interior del pozo. Parecía tan oscuro y profundo como los dorados ojos del mago.

—¡Apartadlo de ahí! —gritó Tanis.

Tanis, contagiado por el temor del mago y por su propia sensación de que algo malo estaba a punto de suceder, corrió hacia Tas, pero cuando comenzó a moverse, notó que la tierra se agitaba bajo sus pies. El kender lanzó un grito de alarma y la antigua pared de piedra del pozo comenzó a resquebrajarse y a ceder. Tas sintió que se deslizaba hacia la terrible oscuridad que tenía debajo. Desesperado, intentó trepar, agarrándose con las manos y los pies a las destrozadas piedras. Cuando Tanis se abalanzó hacia él, ya estaba fuera de su alcance.