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Al escuchar el grito de Raistlin, Riverwind se dirigió hacia ellos con sus grandes y veloces zancadas, llegando rápidamente al pozo. Agarrando a Tas por el cuello, el bárbaro lo rescató en el preciso momento en que las piedras y la argamasa se precipitaban hacia la oscuridad del fondo.

La tierra tembló de nuevo. Tanis intentó forzar su embotada mente, tratando de deducir qué era lo que estaba sucediendo. En ese momento, del pozo salió una corriente de aire frío que hizo que las hojas y el polvo que había depositados en el suelo del patio salieran volando y cubrieran sus ojos y su rostro.

—¡Corred! —Tanis intentó gritar, pero su voz se ahogó al sentir el fétido olor que emanaba el pozo.

Las pocas columnas que habían quedado en pie tras el Cataclismo comenzaron a temblar y los compañeros observaron el pozo aterrorizados.

—Goldmoon... —dijo Riverwind mirando a su alrededor—. ¡Goldmoon! —gritó, y en ese momento, de las profundidades del pozo, surgió un agudo alarido. El sonido era tan alto y penetrante que perforaba los tímpanos. Riverwind, desesperado, seguía buscando a Goldmoon y gritando su nombre.

A Tanis el ruido le dejó paralizado, e, incapaz de moverse, vio cómo Sturm, espada en mano, se apartaba lentamente del pozo. También vio como Raistlin —cuyo espectral rostro relucía metálico y sus dorados ojos brillaban como ascuas bajo la luz de Lunitari—gritaba unas palabras, pero no pudo oírlo. Vio que Tasslehoff miraba el pozo fijamente, con los ojos abiertos de par en par. Sturm cruzó el patio corriendo, y agarrando al kender por el brazo, corrió hacia los árboles. Caramon voló hacia su exhausto hermano y lo apartó del lugar. Tanis presentía que algo monstruoso iba a surgir del pozo, pero no podía moverse, las palabras «¡Corre, vamos, corre!» resonaban en sus oídos.

Riverwind también permanecía cerca del pozo, luchando contra el terror que lo paralizaba: ¡no encontraba a Goldmoon! Se había distraído al rescatar al kender y no la había visto dirigirse hacia ningún sitio. Miraba con rabia a su alrededor, intentando mantener el equilibrio sobre el suelo que se agitaba bajo sus pies. Aquel agudo alarido, el temblor y la vibración, le traían terribles recuerdos. Era como una pesadilla: «la muerte de negras alas». Comenzó a sudar y a temblar, y tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en Goldmoon. Ella le necesitaba. El sabía —y era algo que sólo él sabía—, que tras su aparente fortaleza, ella ocultaba sus temores, sus dudas y su inseguridad. Debía estar totalmente atemorizada, tenía que encontrarla.

Cuando las piedras del pozo comenzaron a caer, Riverwind se apartó y vislumbró a Tanis. El semielfo gritaba y señalaba hacia el templo. El bárbaro supuso que Tanis quería decirle algo, pero aquel terrible alarido no le permitía oírlo. Entonces lo comprendió, ¡Goldmoon! Riverwind se giró para ir en su búsqueda pero perdió el equilibrio y cayó de rodillas. Vio que Tanis se dirigía hacia él.

En aquel momento, algo terrorífico surgió del pozo: la imagen que se había repetido en sus pesadillas. Riverwind cerró los ojos y no vio nada más. Era un dragón.

Tanis, en ese primer momento en que la sangre se le heló en el cuerpo dejándole débil y mortecino, observó cómo el dragón surgía del pozo, y pensó «¡Qué maravilla...!,¡qué maravilla...!».

El dragón apareció, negro y brillante, con sus resplandecientes alas plegadas a los costados y las escamas relucientes. Sus ojos brillaban negros y rojos, como las piedras fundidas. Su boca se abrió en un rugido, mostrando unos blancos dientes, brillantes y perversos. Su lengua, larga y roja, se curvó al respirar el aire de la noche. Libre de la estrechez del pozo, el dragón desplegó sus alas, eclipsando a las estrellas y borrando la luz de las lunas. Cada ala estaba guarnecida con una garra blanca y pura que resplandecía de color rojo sangre bajo la luz de Lunitari.

Tanis nunca hubiera imaginado que existiera terror semejante; su corazón palpitaba dolorosamente, no podía ni respirar. Lo único que podía hacer era contemplar con horror y sobrecogimiento la letal belleza de la criatura. El dragón volaba cada vez más alto, describiendo círculos en aquel cielo nocturno. Entonces, justo cuando aquel temor paralizante comenzaba a disminuir, justo cuando Tanis se sentía capaz de agarrar el arco y las flechas, el dragón habló.

Sólo dijo una palabra —una sola palabra en el idioma mágico— y una oscuridad espesa y absoluta cayó del cielo dejándolos a ciegas. Automáticamente, Tanis perdió la noción de dónde se hallaba, sólo sabía que el dragón estaba a punto de atacar. Sintiéndose incapaz de defenderse, todo lo que pudo hacer fue agacharse y buscar cobijo entre los cascajos, intentando esconderse desesperadamente.

Desprovisto de su sentido de la vista, el semielfo se concentró en su sentido del oído. El agudo alarido se había apagado al caer la oscuridad. Al oír el suave y lento sonido del aleteo del dragón, Tanis supo que se hallaba sobre ellos, volando en círculos, ascendiendo poco a poco. De pronto dejaron de escuchar el aleteo, las alas habían dejado de batir. Tanis se imaginó una inmensa ave de rapiña negra, cerniéndose sobre ellos, esperando.

Entonces oyeron un suave crujido, como el sonido de las hojas cuando se levanta el viento al iniciarse una tormenta. Fue subiendo de tono hasta convertirse en el furioso batir del viento cuando estalla la tempestad y, más tarde, en el sibilante sonido del huracán. Tanis se apretujó contra los restos del destrozado pozo y se cubrió la cabeza con las manos. El dragón atacó.

A Khisanth, el terrorífico dragón, le era imposible ver algo a través de la oscuridad que había generado, pero sabía que los intrusos estaban todavía allá abajo, en el patio. Sus esbirros draconianos le habían comunicado que el grupo se hallaba en sus dominios, y que eran los portadores de la Vara de Cristal Azul. Lord Verminaard, Señor del Dragón, quería esa vara y la quería en lugar seguro; no deseaba que fuese vista en parajes habitados por humanos. Pero Khisanth la había perdido y Lord Verminaard se había enojado. Debía recuperarla.

Por eso había esperado unos segundos antes de formular el encantamiento de oscuridad, estudiando entretanto, cuidadosamente, a los intrusos y buscando la Vara. Al no verla, se sintió aliviado. Sólo tenía que destrozarlos.

Se lanzó desde el cielo, sus negras alas coriáceas se curvaron como la hoja de una espada. Descendió en picado en dirección al pozo, por donde había visto que huían los intrusos en un intento de salvar sus vidas. Sabiendo que estarían paralizados por el terror, Khisanth estaba seguro de que los mataría a todos de una sola pasada. Abrió su feroz boca mostrando sus aterradores colmillos.

Tanis intuyó que el dragón se acercaba, oyó el agudo y sibilante sonido que aumentaba para detenerse durante unos segundos. Escuchó los chasquidos de aquellos inmensos tendones alzando y desplegando las gigantescas alas. Después oyó un tremendo jadeo, como si una bocanada de aire entrara en aquella enorme garganta; luego un extraño sonido que le recordó al del vapor que sale de una tetera hirviendo. Algo líquido cayó cerca suyo. Escuchó cómo las rocas crujían, burbujeaban y se resquebrajaban. Algunas gotas del líquido cayeron sobre una de sus manos, produciéndole un dolor terrible y penetrante que estremeció todo su ser.

En aquel momento se oyó un grito. Era la voz profunda de Riverwind, quien emitió un aullido tan terrible que Tanis tuvo que clavarse las uñas en la palma de sus manos para evitar unir su propia voz a ese espantoso lamento, revelándole así, su situación al dragón.

El grito se prolongó hasta que murió en un gemido. Tanis notó la furia de un cuerpo grande que pasaba sobre él en la oscuridad; las rocas contra las que se resguardaba temblaron. El temblor producido por el dragón fue hundiéndose en las profundidades del pozo y al final, la tierra no se movió más. Todo quedó en silencio.